-Sí, madre, sí que lo estamos.

-No estamos aquí más que nosotros tres, mi amor -susurró Juan.

-Os equivocáis -insistió Juana-; hay otro. Hay aquí otra presencia. ¿Es que no la sentís? No, vos no podéis verlo; es por vuestros ojos. Debéis ver a ese judío, esposo; me lo habéis prometido y es una promesa sagrada, formulada junto a mi lecho de muerte. Fernando, tú tampoco puedes verlo, porque eres demasiado joven para ver. Pero aquí hay alguien más que me mira fijamente desde los pies de la cama. Es mi hijastro, Carlos. Su presencia aquí es una advertencia; está aquí para que no pueda yo olvidar mis pecados.

-Está divagando -murmuró Fernando-. Padre, ¿queréis que llame a los sacerdotes?

-Sí, hijo mío, llámalos. Me temo que ya queda poco tiempo.

-Fernando, ¿por qué me dejas?

-Pronto estaré de regreso, madre.

-Fernando, acércate más. Fernando, hijo mío, vida mía, jamás me olvides. Te he amado, hijo mío, como pocos son amados. Oh, Fernando querido, qué caro le has costado a tu madre.

-Ya es tiempo de llamar a los sacerdotes -se alarmó el rey-. Fernando, no te demores, que nos queda muy poco tiempo. No hay tiempo más que para el arrepentimiento y la despedida.

Fernando salió, dejando juntos al rey y la reina de Aragón, y el rey Juan se inclinó a besar los labios yertos de la mujer por cuyo amor había asesinado a su hijo primogénito.

El rey Juan de Aragón yacía inmóvil mientras el físico judío le operaba el ojo. El médico se había mostrado reacio; por dispuesto que estuviera a poner a prueba su habilidad con hombres de menor rango, temía la suerte que podía correr si fracasaba operando al rey.

Juan se mantenía inmóvil; apenas si sentía el dolor y hasta casi se alegraba de sentirlo.

Tras haber perdido a su mujer ya no le interesaba vivir. Durante mucho tiempo Juana había sido todo para él. El rey la veía como la esposa perfecta, tan bella, tan valiente, tan decidida. No quería enfrentarse con el hecho de que, debido a la ambición de ella por su hijo, Aragón había debido pasar por una guerra civil, larga y sangrienta. Juan la había amado con toda la devoción de que era capaz y una vez desaparecida ella no conocía otro placer que llevar a la práctica sus deseos.

Por eso estaba ahora tendido en el diván, por eso confiaba su vida a las manos del médico hebreo. Sabía que, si era posible para él recuperar la vista, de ese hombre dependía. En España no había doctores comparables con los judíos, cuya habilidad médica había adelantado muchísimo; y ese hombre sabía que si salvaba los ojos del rey de Aragón su fortuna estaba hecha.

Y cuando recupere la vista de un ojo, pensaba Juan, me dedicaré, como ella habría deseado, a asegurar para Fernando la sucesión del trono de Aragón.

La operación fue un éxito; Juan había recuperado la vista de un ojo. Envió a llamar nuevamente al médico.

-Ahora -le dijo- debéis repetir la misma operación en el otro ojo.

El médico tenía miedo. Lo había hecho una vez, pero ¿podría repetirlo? Con esas operaciones, el éxito no siempre estaba asegurado.

-Alteza -se defendió-, no podría volver a intentarlo con el otro ojo; los astros son adversos al éxito.

-¡Qué astros ni astros! -protestó Juan-. No penséis en los astros y devolved la vista al otro ojo.

En la corte todos se estremecieron al saber lo que estaba a punto de suceder, creyendo que, desde el momento en que las estrellas se oponían a que fuera realizada la operación, ésta no podría tener éxito.

El médico era presa de gran temor, pero parecióle más adecuado obedecer al rey que a las estrellas y la operación se realizó.

De tal manera Juan de Aragón, que tenía ya casi ochenta años, se curó de su ceguera y, obediente a los deseos de su di-

funta esposa, se preparó para conservar, para Fernando, la corona de Aragón.

Al recuperar la vista, Juan de Aragón recobró también buena parte de la energía que había sido característica de él en el pasado. Era hombre despierto y astuto; su punto vulnerable había sido el amor que sentía por Juana Enríquez, tanto más fuerte cuanto que era función de la fuerza de su carácter. Su amor por su esposa lo había obligado a dar al hijo de ésta todo el afecto que era capaz de dar a sus hijos, privando así de él a los de su primera esposa. Juan sabía que la guerra que tantos años había durado y de tal manera lo había empobrecido y había empobrecido a Aragón, tenía como única causa la forma en que él había tratado a Carlos. Juana le había exigido que Carlos fuera sacrificado para que Fernando pudiera convertirse en heredero de su padre, y el rey le había concedido de buen grado todo lo que ella pedía, ya que se le hacía imposible negarle nada.

Ahora Juan no lamentaba nada de lo que había hecho. Estaba tan decidido como lo había estado su mujer a que Fernando fuera el monarca de Aragón.

No le quedaba mayor placer que contemplar a ese hijo, gallardo y viril en su juventud, que bajo la tutela de su madre se había preparado para desempeñar el gran papel que le habían reservado.

Si antes de ser padre, pensaba Juan, me hubiera imaginado un hijo que fuera todo aquello que yo deseaba, habría sido exactamente como Fernando.

Fernando era vigoroso; era valiente; apreciaba lo que tenía, porque tenía plena conciencia de que había sido ganado con sangre y angustia, y estaba tan determinado a conservarlo como lo habían estado sus padres a ganarlo para él.

Qué bendición ha sido para mí Fernando, solía decir su padre.

Tal era la situación cuando la embajada que encabezaban Gutierre de Cárdenas y Alonso de Palencia, dos fieles servidores de Isabel, llegó a la corte de Aragón.

Juan los recibió con gran placer, pues sabía cuál era su mi-

sión; sólo lamentaba que Juana no hubiera vivido para presenciar ese triunfo. Fue a las habitaciones de su hijo y cuando los dos se quedaron solos le dijo que había llegado la embajada de Isabel.

-No podríamos recibir mejor noticia -expresó-. Me es imposible imaginar alianza alguna que hubiera dado mayor placer a vuestra madre.

-Isabel... -caviló Fernando-. Me han dicho que es bien parecida, aunque un poco mayor que yo.

-Un año. ¿Qué es un año, a vuestra edad?

-No mucho, probablemente. Pero además, entiendo que es mujer de voluntad propia.

Juan lo miró, riendo.

-A vos os tocará adueñaros de su voluntad. De ¡o que estamos seguros es de que está muy dispuesta a amaros. Ha rechazado a muchos pretendientes y en cada una de esas ocasiones ha declarado que era vuestra prometida.

-Ha de ser fiel, entonces -conjeturó Fernando.

-Pero hay condiciones -prosiguió Juan-. Al parecer, los castellanos creen que nos confieren un gran honor al entregarnos la mano de su futura reina.

-¡Un honor! -exclamó acaloradamente Fernando-. Pues, ¡de-bemos hacerles entender que nosotros somos de Aragón!

-Ay, Aragón. Triste es, en este momento, el estado de Aragón. Que me lleve el diablo, hijo, si sé cómo prepararos dignamente para vuestra boda. Pero consideremos con calma este asunto y no disputemos con Castilla. Dejemos que por ahora crean que nos confieren realmente un gran honor. Debemos conseguir que se celebre con prontitud el matrimonio y luego demostraréis vos a Isabel que sois el amo y señor.

-Eso haré -prometió Fernando-. Me han contado que es hermosa, pero altanera. Y un poco gazmoña -sonrió-, pero ya le enseñaré yo a dejar de lado su gazmoñería.

-Habéis de recordar que no es una moza de taberna.

-Claro que no, pero tal vez las mozas de taberna no difieran tanto de las reinas en algunos aspectos.

-No quisiera que nadie oyera tales observaciones y se las transmitiera a Isabel, de modo que tened cuidado. Y ahora, escuchadme. Isabel es evidentemente una joven decidida y os lleva

un año de ventaja. En cuanto a vos, pese a vuestra poca edad, habéis estado en batalla y habéis llevado, en alguna medida, la vida del soldado. Y aunque ella ha vivido una vida de retiro, ello no debe induciros en error: la han educado para ser reina. Las condiciones del acuerdo matrimonial son éstas; debéis vivir en Castilla y no salir de allí sin el consentimiento de Isabel.

-¡Qué! -interrumpió Fernando-. Pero eso será como ser su esclavo.

-Un momento, hijo mío. Pensad en las riquezas de Castilla y de León, y pensad luego en nuestro pobre Aragón. Llegado el momento, vos seréis el amo, pero al principio es posible que debáis mostraros algo más humilde de lo que desearíais.

-Está bien -asintió Fernando-. ¿Qué más?

-No habéis de adueñaros de propiedades que pertenezcan a la corona, ni hacer designaciones sin consentimiento de vuestra esposa. Juntamente firmaréis todo decreto que sea de naturaleza pública, pero Isabel asignará personalmente las prebendas eclesiásticas.

Fernando sonrió, burlón.

-Y la ayudaréis en todas las formas posibles, en la guerra contra los moros -prosiguió su padre.

-Eso haré con todas mis fuerzas, y de todo corazón.

-Debéis respetar al rey actual, y no reclamar que nos sean devueltas las propiedades castellanas que antaño nos pertenecieron.

-Pues sí que hace un trato favorable, esta Isabel.

-Aporta también una excelente dote, y además, es la heredera de Castilla. Hijo mío, a vuestra madre y a mí nos costó mucho aseguraros la corona de Aragón. Ahora, Isabel viene a ofreceros Castilla.

-Entonces, padre, ¿aceptaremos estas condiciones?

-Con gran júbilo, hijo mío... aunque me parece que no se os ve tan complacido como deberíais estarlo.

-Paréceme que debemos humillarnos más de lo que yo quisiera.

Juan rodeó con un brazo los hombros de su hijo.

-Vamos, vamos, Fernando. No dudo de que no tardaréis en llevar la voz cantante. Sois un apuesto joven y recordad que

por más que sea la futura reina de Castilla Isabel no deja de ser una mujer.

Fernando rió alegremente, seguro de su capacidad para gobernar a Aragón, a Castilla... y a Isabel.

Isabel sabía que su situación era peligrosa, y que tarde o temprano el marqués de Villena se enteraría de la embajada a Aragón; sabía también que, si se descubría que la infanta había llevado las cosas tan lejos como para firmar un acuerdo con Aragón, Villena no se detendría ante nada con tal de evitar su casamiento con Fernando.

Villena y Enrique se habían dirigido al sur de Castilla para someter la última fortaleza de los rebeldes y, aprovechando la ausencia de ambos, Isabel se trasladó calladamente de Ocaña a Madrigal.

Allí fue recibida por el obispo de Burgos, cosa que la alarmó un tanto, porque el prelado era sobrino de Villena, y la princesa pensó que tal vez guardara más fidelidad al marqués que a su otro familiar, el arzobispo de Toledo.

No se equivocaba; sin pérdida de tiempo, el obispo envió a su tío Villena un mensajero para ponerlo al tanto de la llegada de Isabel.

«Hacedla vigilar», decía la respuesta de Villena, «sobornad a sus sirvientes y si descubrís que se ha puesto en contacto con Aragón informádmelo sin pérdida de tiempo.»

El obispo estaba ansioso por servir a su poderoso tío, y no pasó mucho tiempo sin que los sirvientes que rodeaban a Isabel hubieran recibido ofrecimientos de soborno para informarle sobre las actividades de la infanta; muchas de las cartas que ésta escribía pasaron por las manos del obispo de Burgos antes de ser enviadas a sus destinatarios.

No pasó, por consiguiente, mucho tiempo sin que el obispo supiera hasta dónde habían llegado las cosas entre Isabel y Fernando.

Villena, furioso, echaba chispas en contra de Isabel. -Ahí tenéis a vuestra piadosa hermana -recriminó a Enrique-.

Hace votos de que no se casará sin vuestro consentimiento, pero tan pronto como le volvemos la espalda, se pone en comunicación con Aragón.

-También nosotros rompimos nuestra parte del acuerdo -sugirió tímidamente Enrique.

Villena hizo chasquear los dedos.

-Lo que podemos hacer ahora es encarcelarla -exclamó-. Fue una estupidez no haberlo hecho antes.

-Pero lo intentamos -le recordó Enrique- y el pueblo de Ocaña nos lo impidió. Me temo que Isabel tenga, como lo tenía Alfonso, ese algo que les gana la lealtad del pueblo.

-¡La lealtad del pueblo! -se burló Villena-. Ya la pondremos donde no pueda apoyarse en ella y donde el galante Fernando no pueda rescatarla. Daremos órdenes inmediatamente para que el arzobispo de Sevilla se dirija a Madrigal, llevando consigo una fuerza suficiente para apoderarse de ella y hacerla nuestra prisionera.

-¿Y qué sucederá con el pueblo de Madrigal? ¿Acaso no se opondrán, como los de Ocaña, a que hagamos de Isabel nuestra prisionera?