-Les advertiremos que en caso de que se opongan al arresto provocarán nuestra cólera. Los asustaremos de tal manera que no se atreverán a ayudarla,.

Enrique parecía preocupado.

-No olvidemos que es mi hermana.

-Alteza, ¿estáis dispuesto a dejar este asunto en mis manos?

-Como siempre, amigo mío.

Cuando le anunciaron que el principal ciudadano del pueblo de Madrigal pedía ser llevado a su. presencia, Isabel lo recibió inmediatamente.

-Alteza -expresó el visitante-, vengo en nombre de mis conciudadanos. Estamos en gran peligro, tanto nosotros como Vuestra Alteza. Hemos recibido del rey la información de que estáis a punto de ser arrestada, y de que, en caso de que intentemos ayudaros, seremos castigados. Vengo pues, a advertiros que intentéis escapar, porque era vista de semejantes amenazas los ciudadanos de Madrigal no nos atrevemos a ayudaros.

Graciosamente, Isabel le agradeció la advertencia y mandó a buscar a dos de sus servidores en quienes sabía que podía confiar sin reservas.

-Quiero que os hagáis portadores de dos mensajes míos -les dijo-: uno para el arzobispo de Toledo y el otro para el almirante Enríquez. Se trata de un asunto de la mayor urgencia y no hay un segundo que perder. Partiréis en seguida y cabalgaréis sin descanso.

Tan pronto como hubieron partido los mensajeros, Isabel envió a un paje en busca de Beatriz y de Mencia. Llegadas éstas a su presencia, les anunció con calma:

-Nos vamos de Madrigal. Quiero que vosotras salgáis antes que yo; id a Coca, que no está lejos, y esperadme allí.

Beatriz estuvo a punto de protestar, pero había ocasiones en que Isabel le recordaba que su señora era ella, y en esos casos Beatriz advertía rápidamente su intención.

Un poco dolidas, las dos damas de honor se retiraron; Isabel se quedó inquieta mientras no supo que habían partido. Sabía que si el arzobispo de Sevilla llegaba a arrestarla, tomaría también prisioneras a sus amigas y confidentes, y deseaba que Beatriz y Mencia estuvieran a salvo aunque no pudiera salvarse ella.

En Coca, Beatriz y Mencia estarían seguras, pero la infanta no. Isabel necesitaba de la firme protección de hombres armados.

Empezó entonces la ansiosa vigilia; Isabel esperaba en la ventana. No tardaría en oír el ruido de las caballerías que se acercaban, y los gritos de los hombres, y era posible que todo su futuro dependiera de los acontecimientos de ese día. Isabel no sabía qué podía sucederle si caía en manos del arzobispo de Sevilla. Entonces sería prisionera del rey -o más exactamente, de Ville-na-, y la infanta no creía que le fuera fácil recuperar la libertad.

¿Qué le reservaría entonces el futuro? ¿Un matrimonio forzado? ¿Con Alfonso de Portugal, tal vez? ¿Con Ricardo de Glou-cester? De alguna manera iban a librarse de ella y querrían desterrarla, ya fuera a Portugal o a Inglaterra. ¿Y si Isabel se negaba?

¿Se repetiría el antiguo modelo familiar? Alguna mañana, ¿la encontrarían sus doncellas como sus servidores habían encontrado a Alfonso?

¿Y Fernando? ¿Qué pasaría con él? Había aceptado ansiosa-

mente el acuerdo matrimonial e Isabel estaba segura de que, lo mismo que ella, comprendía la gloria que podía surgir de la unión de Castilla y Aragón. Pero una vez que Isabel cayera en manos del arzobispo de Sevilla, una vez que Villena fuera dueño de su destino, eso significaría el fin de todos sus sueños y sus esperanzas.

En ese estado de ánimo esperaba la infanta.

Finalmente, oyó lo que su oído acechaba y después... lo vio. Ahí estaba, orgulloso, el arzobispo de Toledo, ahora su fiel servidor, dispuesto a arrebatarla bajo las narices mismas del obispo de Burgos, desbaratando así su intención de entregársela a su tío Villena.

Oyó de nuevo la voz, resonante.

-Conducidme ante la princesa Isabel.

Su silueta se alzó ante ella.

-Alteza, tenemos poco tiempo que perder. Tengo soldados abajo. Son suficientes para asegurar que podamos salir de aquí sanos y salvos, pero sería mejor si partiéramos antes del arribo de las tropas de Sevilla. Venid con toda rapidez.

Así fue como Isabel y su escolta se fueron de Madrigal, muy poco antes de que llegara el arzobispo de Sevilla, sólo para enterarse de que su presa había desaparecido.

-¡Adelante! -tronó Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y en lo sucesivo el más firme partidario de Isabel-. Rumbo a Va-lladolid, donde podemos estar seguros de la leal bienvenida que se tributará a la futura reina de Castilla.

Fue una alegría para Isabel ser recibida con aclamaciones por los ciudadanos de Valladolid y saber que allí la consideraban su futura reina.

Pero una vez terminado el triunfante desfile, el arzobispo vino a hacerle presente lo que la infanta ya sabía: que no era momento para demoras.

-Conozco a mi sobrino, el marqués de Villena -explicó el arzobispo-. Es hombre de muchos recursos, y astuto como un zorro. Sería para mí un placer hacerle frente en el campo de batalla, pero no quisiera tener que desafiar su retorcida diplomacia. Hay una sola cosa que en este momento debemos hacer sin pérdida de tiempo y es acelerar el matrimonio.

-Dispuesta estoy a que nos demos prisa -le aseguró Isabel.

-Entonces, Alteza, despacharé inmediatamente enviados a Zaragoza, y esta vez informaremos a Fernando que es indispensable que acuda sin dilación alguna a Castilla.

-Que así se haga -asintió Isabel.

Al enterarse de que Isabel se le había escapado Villena se puso furioso.

-Pensar -se decía- que se lo debo a mi propio tío.

Después se rió, con una risa en la que vibraba una nota de orgullo.

Seguro que el viejo pícaro habría de llegar antes que ese tonto de Sevilla, díjose, divertido al pensar que incluso estando, como estaban, en lados opuestos, eran los miembros de su familia los que decidían el destino de Castilla.

Luego fue a hablar con el rey.

-Conozco a mi tío y puedo jurar que lo primero que hará será traer a Fernando a Castilla. Hará que se case con Isabel y de ese modo tendremos en contra no sólo a los partidarios de Isabel, sino también a Aragón. Además, una vez que se haya casado, perdemos la esperanza de librarnos de ella. Es indispensable que Isabel y Fernando no se encuentren jamás.

-Pero, ¿cómo podremos evitarlo?

-Tomando prisionero a Fernando tan pronto como ponga los pies en Castilla.

-¿Podéis hacer tal cosa? ¿Cómo?

-Alteza, debemos hacerlo. Formulemos nuestros planes. Fernando llegará por la ciudad fronteriza de Osma, donde recibirá la ayuda de Medinaceli. Eso es lo que él cree. Pero debemos asegurarnos de que Medinaceli sea partidario nuestro... no de Isabel.

-Eso no será fácil -señaló el rey.

-Ya lo conseguiremos -aseguró Villena, entrecerrando los ojos-. Amenazaré a nuestro amigo el duque de Medinaceli con las penalidades más crueles si se atreve a ayudar a Fernando. Os aseguro, Alteza, que el duque será uno de nuestros informantes, y que tan pronto como Fernando llegue, lo sabremos. El rey y la reina de Aragón llegaron a muchos extremos para hacer de él el

heredero de la corona y a no menos extremos hemos de llegar para asegurarnos que jamás se acerque a la de Castilla. Doy por supuesto que cuento con la autorización de Vuestra Alteza para ocuparme del duque de Medinaceli...

-Haced lo que queráis, pero ¡cuánto me alegraré el día que todas estas luchas se acaben!

-Dejad el asunto en mis manos, Alteza. Una vez que hayamos doblegado a nuestra altanera Isabel... y la hayamos despachado a Portugal o... a donde fuere... entonces, os prometo que tendremos paz en esta tierra.

-Ruego a los santos que sea así sin tardanza -suspiró Enrique.

A la llegada de la embajada a Zaragoza el rey Juan de Aragón se encontró en un brete.

Envió a buscar a Fernando.

-Se han complicado las cosas -le dijo-. He sabido por el arzobispo de Toledo que Villena se ha propuesto impedir el matrimonio y el arzobispo teme que lo consiga a menos que la ceremonia se celebre con prontitud. Me sugiere que debéis partir inmediatamente hacia Valladolid.

-Pues bien, padre, estoy dispuesto.

Juan de Aragón gimió.

-Hijo mío, ¿cómo podréis ir a Castilla como novio de Isabel si en el tesoro no hay más que trescientos enriques? Haríais lamentable figura.

-No puedo ir como un mendigo, padre -asintió con gravedad Fernando.

-Pues no sé de qué otra manera podríais ir. Yo abrigaba la esperanza de tener un respiro que me permitiera conseguir el dinero necesario para vuestro viaje. He de haceros rey de Sicilia para que entréis en Castilla con la dignidad de rey, ¿cómo enviaros sin la pompa necesaria, sin el atuendo adecuado y todo lo que podáis necesitar para vuestra boda?

-Entonces, debemos esperar...

-Pero una demora podría significar que perdiéramos a Isabel. Villena está empeñado con todo su poder en evitar ese matrimonio. Creo que su plan es dejar a Castilla libre de Isabel... tal vez mediante una boda, o quizá por otros métodos y, sin duda, po

ner en lugar de ella a la Beltraneja. Hijo mío, es posible que os signifique una lucha llegar hasta Isabel... -Juan se detuvo y una sonrisa apareció en su rostro-. Escuchad, Fernando, creo que tengo la solución para nuestro problema. Escuchadme, que os lo diré brevemente para que después sometamos este plan a un consejo secreto.

-Ansioso estoy de oír lo que proponéis, padre -respondió Fernando.

-Será peligroso para vos cruzar la frontera en Guadalajara. Esa zona es propiedad de la familia Mendoza, que como bien sabéis, apoya a la Beltraneja. Si viajarais como corresponde a vuestra condición, con la embajada, los nobles y vuestros sirvientes, os sería imposible atravesar la frontera sin ser advertido. Pero, ¿qué diríais, hijo mío, de hacerlo con un grupo de mercaderes, y disfrazado como si fuerais uno de sus sirvientes? Os garantizo que de esa manera podríais llegar a Valladolid sin ser molestado.

Fernando frunció la nariz con disgusto.

-¡Disfrazado de sirviente, padre!

Juan rodeó con un brazo los hombros del joven.

-Es la solución -insistió-. Debéis recordar, Fernando, que lo que está en juego es un reino. Y ahora que lo considero, creo que es la única forma en que podéis abrigar la esperanza de llegar, sano y salvo, a reuniros con Isabel. Además, ¡pensad! Es un plan que nos da la excusa que necesitábamos. Desatinado sería equiparos como a un rey, si habéis de viajar como el lacayo de un mercader.

Tan pronto como el tabernero recibió al grupo de mercaderes, le llamó la atención su lacayo: el muchacho tenía aire de insolencia y era evidente que se sentía superior a la situación en que estaba,

-Oye, muchacho -lo llamó, mientras los mercaderes eran conducidos hacia su mesa-, tendrás que ir a los establos a ocuparte de que a las muías de tus amos- no les falten el agua y el pienso.

Los. ojos del arrogante joven relampaguearon, y durante un momento el tabernero pensó que su actitud era la de quien está a punto de sacar la. espada... si la tuviera.

Uno de los mercaderes intervino.

-Dejad, buen hombre, que vuestros mozos se ocupen de las muías, y les den agua y pienso mientras nosotros nos sentamos a la mesa. Queremos que nuestro sirviente esté aquí para atendernos.

-Como os plazca, mis buenos señores.

-Traednos los platos -prosiguió el mercader-, que de lo demás se ocupará nuestro sirviente. Quisiéramos que nos dejaran comer nuestra comida en paz, pues que tenemos que hablar de negocios.

-Sólo estoy para serviros, señores.

Cuando el posadero se hubo retirado, Fernando sonrió burlo-namente.

-Me temo que no hago un lacayo muy convincente.

-Si se tiene en cuenta que es un papel que jamás habíais representado, Alteza, lo estáis haciendo muy bien.

-Sin embargo, tengo la sensación de que este hombre me con-sidera un sirviente nada habitual, y eso es algo que debemos evitar. Me alegraré de que todo esto termine, porque es un papel que no me sienta.

Fernando tocó con disgusto la áspera tela de su jubón de sirviente. Era lo bastante joven como para envanecerse de su apariencia personal, y como durante toda su vida había vivido en el temor de perder su herencia, su dignidad le era especialmente cara. Era menos filósofo que su padre, y menos capaz de digerir la indignidad que significaba para él tener que entrar furtivamente en Castilla, como un mendigo. Había tenido que aceptar el hecho de que la importancia de Castilla y León era mayor que la de Aragón, y se le hacía difícil admitir que él, en su condición de hombre y de futuro esposo, tuviera que ocupar el segundo lugar, después de la que sería su mujer.