Las cosas no debían seguir siendo así, se decía, una vez que Isabel y él se hubieran casado.

-Esta mascarada no habrá de prolongarse durante mucho tiempo, Alteza -le aseguraron-. Cuando lleguemos al castillo del conde de Treviño, en Osma, ya no será necesario que sigáis viajando tan innoblemente. Y Treviño nos espera para darnos la bienvenida.

-Pues me consume la impaciencia por llegar a Osma.

El tabernero había regresado, precediendo a un sirviente que les traía una gran fuente humeante de olla podrida. El guisado olía bien, y durante un momento los hombres lo olfatearon con tal avidez que Fernando, que había estado apoyado en la mesa, conversando con los mercaderes, se olvidó por completo de adoptar su actitud de sirviente.

El posadero se quedó tan sorprendido que se detuvo y se quedó mirándolo.

Inmediatamente, el muchacho comprendió que se había traicionado e intentó fingir una actitud de humildad.

-Espero que el tabernero no sospeche que no somos lo que pretendemos -comentó cuando él y sus amigos volvieron a quedarse a solas.

-Si se muestra demasiado curioso, Alteza, ya nos ocuparemos de él.

Al oír estas palabras, Fernando señaló que sería mejor que dejaran de darle el tratamiento de Alteza mientras no terminaran el viaje.

Mientras todos estaban comiendo, uno de los hombres levantó repentinamente la vista y alcanzó a ver en la ventana un rostro que desapareció inmediatamente, de manera que no estaba seguro de si se trataba del tabernero o de uno de sus sirvientes.

-¡Mirad hacia la ventana! -advirtió en voz baja, pero los otros ya no llegaron a verlo.

Cuando explicó lo sucedido, la inquietud se apoderó de todo el grupo.

-Creo que no cabe duda de que les resultamos sospechosos -señaló Fernando.

-Pues yo voy a cortarles el pescuezo a ese entremetido del tabernero y a todos sus sirvientes -gritó uno de los miembros de la banda.

-Eso sí que sería una locura -le hizo notar otro-. Tal vez aquí muestren ese mismo tipo de curiosidad ociosa hacia todos los viajeros. Comed lo más rápido que podáis, y partamos. Bien puede ser que alguien haya enviado ya un mensaje a nuestros enemigos para advertirles que hemos llegado a esta posada.

-No es posible que adviertan nada raro en un grupo de co-

merciantes... No, es curiosidad y nada más, amigos. Comamos en paz.

-Sí, comamos, ciertamente -asintió Fernando-, pero será peligroso que nos demoremos. Es indudable que mi actitud nos ha traicionado. Salgamos de aquí lo antes posible. Pasaremos la noche fuera, o bien en alguna otra posada que nos parezca... pero no aquí.

Comieron presurosamente y en silencio, y después tino del grupo llamó al posadero para pedir la cuenta.

Al salir de la posada siguieron cabalgando; no era mucha la distancia que habían recorrido cuando empezaron a reírse de sus temores. El tabernero y sus servidores eran unos zoquetes que nada podían saber de que el heredero de Aragón llegaba a Castilla y todos ellos se habían atemorizado sin causa alguna.

-¡Que pasemos la noche fuera! -exclamó Fernando-. Por cierto que no. Ya encontraremos una posada y pasaremos en ella una noche de sueño reparador.

De pronto, el hombre que había pagado al posadero exhaló un grito de desaliento.

-¡La bolsa! -clamó-. Debo habérmela dejado sobre la mesa de la posada.

El desánimo se apoderó de todos, ya que la bolsa contenía el dinero necesario para afrontar los gastos del viaje.

-Debo volver en su busca -expresó el hombre.

Se hizo un corto silencio, y después volvió a hablar Fernando.

-¿Y si realmente hubieran sospechado? -preguntó-. ¿Si os tomaran prisionero? No; ya estamos muy lejos de aquella posada. Seguiremos adelante, aunque no tengamos dinero. Castilla es un galardón demasiado importante para perderlo por recuperar unos pocos enriques.

Era bien entrada la noche cuando llegaron junto a las murallas del castillo de Treviño.

En el interior del castillo reinaba la tensión.

El conde había dado sus instrucciones.

-Debemos estar preparados para un ataque de nuestros enemigos, que nos saben partidarios de Isabel, y no ignoran que ofreceremos abrigo al príncipe de Aragón cuando pase por aquí,

camino de Valladolid. Bien puede ser que los hombres del rey intenten atacar el castillo y adueñarse de él para ser ellos, y no nosotros, quienes se encuentren aquí a la llegada de Fernando. Por consiguiente, manteneos alertas y no dejéis entrar a nadie. Guardad bien el puente levadizo y estad preparados en las murallas con vuestros proyectiles.

Así fue como, a la llegada de Fernando y sus acompañantes, en el castillo estaban armados hasta los dientes.

Los viajeros venían agotados, ya que habían cabalgado durante toda la noche y el día siguiente sin tener el dinero necesario para una comida; cuando llegaron ante las puertas del castillo Fernando dejó escapar un grito de alegría.

-¡Abrid! -exclamó-. ¡Abridnos sin demora!

Pero uno de los guardias que los observaban desde las murallas almenadas, decidido a defender el castillo ante los enemigos del conde, creyó que los que estaban abajo eran hombres del rey.

Por eso empujó uno de los enormes guijarros que con esa intención habían sido colocados en las almenas y lo dejó caer, con el propósito de matar al hombre que se había separado un poco del grupo.

El hombre no era otro que Fernando, y el cálculo del guardia había sido exacto: la enorme piedra se precipitó sobre él.

-¡Alteza! -gritó uno de sus hombres, que lo observaba, y el tono de urgencia de su voz era tan cortante que Fernando, alertado, se apartó de un salto.

La advertencia le había llegado justo a tiempo: la piedra cayó exactamente en el lugar donde él había estado. El heredero de Aragón había escapado de la muerte por muy poco.

-¿Es ésta la bienvenida que nos prometisteis? -vociferó Fernando, sorprendido y colérico-. Tras largo viaje con este disfraz llego donde vosotros, yo, el príncipe de Aragón, y después de haberme prometido socorro, ¡hacéis todo lo posible por matarme!

La consternación invadió el castillo. Se encendieron antorchas y en las almenas aparecieron rostros que atisbaban.

Gritos y crujidos acompañaron el descenso del puente levadizo, y el conde de Treviño en persona se adelantó presuroso a arrodillarse ante Fernando, pidiéndole perdón por el error que

tan fácilmente podía haber hecho que toda la empresa terminara en tragedia.

-Tendréis mi perdón tan pronto como nos deis de comer -le aseguró Fernando-. Mis hombres y yo nos morimos de hambre.

El conde impartió a sus servidores las órdenes necesarias, y el grupo de visitantes atravesó el puente y penetró en el enorme vestíbulo. Allí, sentados a una mesa cargada de vituallas que para ellos habían preparado, los viajeros se repusieron mientras recordaban, riendo, sus aventuras. La parte más peligrosa del viaje había terminado. Al día siguiente volvería a partir en compañía de una escolta armada que, por orden de Isabel, les facilitaría el conde de Treviño. De allí se dirigirían a Dueñas, donde Fernando dejaría su papel de humilde lacayo y donde se encontraría con muchos nobles anhelantes de unirse a su causa, ansiosos de acompañarlo a Valladolid, a reunirse con Isabel.




EL MATRIMONIO DE ISABEL

En la casa de Juan de Vivero, la más encumbrada de Va-lladolid, que había sido puesta a su disposición cuando Isabel entró triunfante en la ciudad, la infanta esperaba.

Pensaba que ése era, hasta aquel día, el momento más importante de su vida. Durante años Isabel había soñado casarse con Fernando y, de no ser por su propia determinación, se habría visto ya hacía tiempo forzada a contraer otro matrimonio. Ahora Fernando estaba a escasa distancia de allí y esa misma noche lo vería ante ella.

No le resultaba fácil dominar su emoción. Pero debía mantener la calma; debía recordar que no era simplemente una princesa de Castilla: era su futura reina.

Aportaría una excelente dote a su marido y eso la tranquilizaba. Pero, a pesar de su dignidad y de su posición, tenía un motivo de incertidumbre: se preguntaba si sería atractiva para Fernando, porque quería que el matrimonio fuera perfecto. No se trataba solamente de lograr la fusión de Castilla y Aragón para hacer una España más fuerte, una España cristiana; su unión debía ser también el matrimonio de dos personas cuyos intereses y afectos debían entretejerse al punto de convertirlas en una sola.

Ese segundo factor era el causante de la ansiedad de Isabel.

Yo sé que amaré a Fernando, se decía la infanta, pero ¿cómo puedo estar segura de que él también me amará?

Aunque fuera un año menor que ella, su prometido había llevado la vida de un hombre; en cambio Isabel, por más que la hubieran preparado para entender los asuntos de estado, había llevado la vida retirada que había sido indispensable para no contaminarse de la licenciosa corte de su hermano.

El almirante y el arzobispo le habían hablado con gran seriedad de la manera de encarar la entrevista.

-No olvidéis -habíale advertido el arzobispo- que en tanto que él solamente puede haceros reina de Aragón, vos le ofrecéis las coronas de Castilla y de León. ¿Qué es Aragón, comparada con León y Castilla? Jamás debéis permitirle olvidar que vos aportáis a este matrimonio más de lo que aporta él, que vos seréis la reina y que su título de rey será simplemente de cortesía.

-No creo -se opuso suavemente Isabel- que un matrimonio como éste deba empezar con una lucha por el poder.

-Confío -declaró tercamente el arzobispo- en que no os dejéis dominar por su apostura.

-Confío -replicó Isabel con una sonrisa- en encontrar algún placer en ella.

El arzobispo la observó con seriedad. Grande era su admiración por ella, y tal era la razón de que hubiera decidido darle su apoyo, pero quería que la infanta recordara que él era, en gran medida, responsable de que ella se encontrara en la posición en que estaba, y que entendiera que, si quería seguir contando con su cooperación, debía prestar atención a sus consejos... y seguirlos.

Alfonso Carrillo no tenía la menor intención de permitir que sobre Fernando recayera demasiado poder, ni que el príncipe de Aragón ocupara, como principal asesor de Isabel, el lugar que había tenido él, el arzobispo de Toledo.

-Podría ser aconsejable -siguió diciendo- que se exigiera a Fernando algún acto de homenaje, simplemente como reconocimiento de que, en lo tocante a Castilla y León, la posición de él es inferior.

Isabel sonreía, pero habló con voz firme.

-No estoy dispuesta a exigir un homenaje tal a mi marido -declaró.

Cuando se separó de ella para prepararse a recibir a Fernando, que en breve llegaría de Dueñas con una pequeña escolta de cuatro hombres, el arzobispo no se sentía del todo satisfecho.

Era medianoche cuando Fernando llegó a la casa de Juan de Vivero.

Vestido con ropa que le habían prestado, no llegaba ya como lacayo de los mercaderes, sino como rey de Sicilia.

El arzobispo le dio la bienvenida; cuando ambos se encontra-

ron, Fernando se alegró de que su avisado padre hubiera tenido la previsión de concederle el título de rey: en el arzobispo de Toledo había una arrogancia que no pasó inadvertida para Fernando, quien se preguntó si ese hombre no habría impartido a Isabel la misma cualidad. Sin embargo, en el momento mismo en que se le ocurría esa idea, Fernando sonrió. Él sabía cómo arreglárselas con las mujeres... e Isabel, por más heredera de Castilla y de León que fuera, era una mujer.

-La princesa Isabel os espera -díjole el arzobispo-, y me ha encargado que os conduzca a su presencia.

Fernando inclinó la cabeza y el prelado lo guió hacia las habitaciones de Isabel.

-Su Alteza, don Fernando, rey de Sicilia y príncipe de Aragón.

Isabel se puso de pie y durante unos segundos permaneció inmóvil, estremecida por la fuerza de sus emociones.

Ahí estaba Fernando, en carne y hueso, su sueño convertido en realidad, tan apuesto como ella se lo había imaginado... pero no, más aun, se apresuró a decirse; pues ¿cómo podía ninguna persona, imaginaria o real, compararse con el gallardo joven que estaba ahora de pie ante ella?

¡Fernando, con sus diecisiete años, con el pelo rubio y la piel bronceada por los efectos del aire y del sol, hombre adulto en su físico, esbelto y perfectamente proporcionado! Tenía la frente amplia y despejada, la expresión alerta; y era todavía demasiado joven y demasiado virgen como para que esa vivacidad pudiera ser interpretada como codicia.