Isabel se sintió invadida por la alegría: el Fernando que se erguía ante ella parecía salido directamente de sus sueños.

Y era cortés, además; le tomó la mano, inclinándose reverente sobre ella. Después, levantó los ojos hasta el rostro de su prometida y una sonrisa brilló en ellos, ya que tampoco a él le desagradaba lo que veía.

Una mujer joven, más bien alta, de cutis tan terso como el suyo, y con un resplandor rojizo en el cabello que resultaba encantador. Y lo que más le agradó fue esa gentileza, esa dulce expresión de los ojos azules.

Era encantadora Isabel... tan agradable, tan joven... tan maleable, pensó Fernando.

Ebrio de juventud, se prometió que muy pronto sería el dueño y señor de Castilla, de León... y de Isabel.

-Con todo mi corazón os doy la bienvenida -lo saludó ella-. Y Castilla y León os dan la bienvenida. Mucho tiempo hace que esperamos vuestra llegada.

Fernando, que había conservado en la suya la mano de ella, se inclinó con gesto rápido a besarla con una pasión que hizo subir un débil tinte a las mejillas de su prometida y le llenó de destellos los ojos.

-Ojalá -murmuró- hubiera venido hace meses... hace años...

Los dos juntos se dirigieron hacia las dos ornamentadas sillas que habían sido dispuestas una junto a la otra, a manera de tronos.

-Habéis tenido un viaje arriesgado -interrogó Isabel, y cuando él le habló de sus aventuras en la posada y del episodio en el castillo del conde de Treviño, la princesa se puso pálida al pensar en lo que tan fácilmente podía haberle sucedido.

-Pero eso no tiene importancia -le aseguró Fernando-, Aunque vos no lo sepáis, más de una vez he afrontado la muerte, junto a mi padre, en el campo de batalla.

-Pero aquí, ahora, estáis seguro -respondió Isabel, en cuya voz vibraba una nota de euforia. Sentía que su matrimonio había sido dispuesto por el Cielo y que en la tierra nada había capaz de impedir que se celebrara.

El arzobispo, que de pie junto a ellos escuchaba la conversación, empezó a impacientarse.

-El matrimonio -les recordó- no es todavía un hecho. Incluso ahora nuestros enemigos seguirán haciendo todo lo que esté a su alcance para impedirlo. Es menester celebrarlo cuanto antes y yo os sugiero que no esperéis más de cuatro días.

Fernando dirigió a Isabel una mirada apasionada que ella, tomada de sorpresa por la perspectiva de que el matrimonio se celebrara en forma tan inmediata, le devolvió.

-Es necesario -prosiguió el arzobispo- que sin demora os comprometáis solemnemente. Tal es la causa de que Vuestra Alteza haya debido llegar a Valladolid a hora tan avanzada.

-Entonces -declaró Isabel- hagámoslo sin pérdida de tiempo.

El arzobispo los declaró solemnemente comprometidos y

allí, en presencia de los escasos testigos, Isabel y Fernando unieron ceremoniosamente sus manos.

Así será, hasta que la muerte nos separe, decíase la infanta, que se sentía invadida por una felicidad mucho mayor que ninguna que hasta entonces hubiera conocido.

Había gran actividad en la casa de Juan de Vivero, donde había de celebrarse el matrimonio entre la heredera de la Corona de Castilla y el heredero de la Corona de Aragón.

Todo debía hacerse con la máxima prisa. Era muy escaso el tiempo disponible para preparativos, ya que en cualquier momento podían verse interrumpidos por los soldados del rey, llegados para impedir ese matrimonio que, según Villena, no debía celebrarse.

Isabel se encontraba alternativamente entre el éxtasis y la angustia.

Cuatro días le parecían tan largos como cuatro semanas; cada vez que se producía una conmoción en el patio, que un grito se elevaba desde abajo, la infanta se estremecía de miedo.

Aparte del hecho de que en cualquier momento podían llegar los partidarios de su medio hermano, había otras causas de angustia: ella tenía muy poco dinero y Fernando ninguno. ¿Cómo podían celebrar el matrimonio sin dinero?

Y se trataba del matrimonio más importante de España.

Eso exigía una celebración, pero ¿cómo podían adornar la casa, cómo podían ofrecer un banquete, sin dinero?

No había más que una respuesta: debían conseguirlo prestado.

No era un comienzo muy feliz, pensaba Isabel.

Fue un problema que no pudo tratar con Fernando porque, después del primer encuentro a medianoche y del solemne compromiso, el príncipe había regresado a Dueñas para esperar allí el momento de entrar en Valladolid como novio de Isabel, en la ceremonia pública.

Pero el dinero, llegado el momento se consiguió sin dificultad.

Isabel es la heredera de Castilla y de León, se dijeron muchos de aquellos a quienes les fue planteado el problema. Un día será

reina y no olvidará a quienes le facilitaron el dinero para su boda.

Había, sin embargo, un mayor motivo de preocupación.

Como entre Isabel y Fernando había cierto grado de consanguinidad, antes de que pudieran casarse sería necesario conseguir una dispensa papal.

La dispensa no había llegado aún, de modo que Isabel acudió al arzobispo de Toledo.

-Me temo que habremos de postergar el matrimonio -le dijo.

-¡Postergar el matrimonio! -clamó, atónito, el arzobispo-. Es imposible. Puedo deciros sin lugar a dudas que, si lo postergamos, jamás se celebrará. Vuestro hermano y mi sobrino se ocuparán de que nunca podamos estar más próximos a celebrarlo que ahora.

-Hay una cosa de la mayor importancia que habéis olvidado y es que no nos ha llegado aún la dispensa papal.

Aunque el arzobispo se sintió realmente alarmado, procuró disimularlo. No estaba seguro de que fuera posible conseguir una dispensa del papa, que era amigo de Enrique y de Villena.

-Y si el papa os negara la dispensa, ¿os casaríais con Fer-nando? -indagó cautelosamente.

-Sería imposible -respondió Isabel-. ¿Cómo- podríamos casarnos sin ella?

-El matrimonio sería válido.

-Pero seríamos censurados por la Santa Iglesia. ¿Qué esperanza podríamos tener de que nuestro matrimonio fuera un éxito si empezáramos oponiéndonos a los cánones eclesiásticos?

El arzobispo guardó silencio al percibir ese nuevo aspecto del carácter de Isabel. Siempre la había conocido como devota, pero también otros eran1 devotos... por lo menos, iban regularmente a misa y no ignoraban los dogmas de la Iglesia. Pero, ¿quién habría de permitir que las reglas de la Iglesia obstaculizaran el cumplimiento de sus deseos? Isabel, aparentemente.

Con toda premura, Alfonso Carrillo tomó una decisión.

-No temáis -la tranquilizó-, que la dispensa nos llegará a tiempo. He puesto al tanto de nuestra urgencia a todos los interesados.

-No sé qué haría yo sin vos, amigo mío -musitó Isabel.

El arzobispo le devolvió la sonrisa, esperando que ella recae-

dará esas palabras y jamás tratara de despojarlo de su poder para concedérselo a Fernando.

En sus habitaciones, el arzobispo estaba escribiendo. Lo hacía lentamente y con grandísimo cuidado.

Cuando terminó, dejó la pluma para observar atentamente lo escrito.

Era una dispensa perfecta. A Isabel jamás se le ocurriría que no hubiera llegado del papa.

El arzobispo se encogió de hombros.

Había veces en que la osadía de los hombres debía hacerse cargo de las cosas. El tenía que guiar a la heredera de Castilla y de León por la senda que Isabel debía recorrer, y esa senda pasaba por el matrimonio con Fernando. Y si Isabel era demasiado escrupulosa respecto de su obligación hacia la Iglesia era preciso recurrir a un pequeño engaño.

El arzobispo arrolló el pergamino y se dirigió a las habitaciones de la infanta.

-Con gran júbilo vengo a anunciar a Su Alteza que ha llegado la dispensa.

-¡Oh, qué feliz me hace eso! -Isabel tendió la mano, y el arzobispo le entregó el rollo.

Se quedó mirándola con ansiedad mientras ella leía el documento, pero evidentemente su regocijo era demasiado para que se detuviera a estudiarlo con mucha atención.

Cuando Isabel se lo devolvió el arzobispo volvió a enrollar el pergamino.

-Qué maravilla -se admiró la princesa-, la forma en que uno a uno van desapareciendo los obstáculos en nuestro camino. Me temía yo que todavía a esta altura pudiera suceder algo que impidiera el matrimonio. El Santo Padre es muy amigo de mi hermano y del marqués y me angustiaba la idea de que se negara a darnos la dispensa. Pero Dios ha tocado su corazón y aquí la tenemos. Con frecuencia me parece que es por voluntad de Dios que Fernando y yo nos casamos, pues parecería que cada vez que nos vemos enfrentados con algún obstáculo que se nos presenta como insuperable, sucede algún milagro.

El arzobispo, que era hombre convencido de que, cuando la

Divina Providencia se olvida de enviar un milagro desde el Cielo, la astucia de los hombres puede sustituirlo por otro muy terrenal, inclinó piadosamente la cabeza.

Mucha gente se había reunido en el vestíbulo de la casa de Juan de Vivero a presenciar la ceremonia nupcial celebrada por el arzobispo de Toledo.

Aunque el recinto había sido adornado tan ricamente como les fue posible, la boda parecía más bien la de la hija de algún noble venido a menos. Parecía increíble que se tratara del casamiento de la futura reina de Castilla.

Era, sin embargo, lo mejor que se había podido hacer, con dinero prestado y con tanta prisa; y si faltaban el resplandor de las joyas y el crujido de los brocados, su ausencia perdía toda importancia ante la felicidad que irradiaban los rostros de los jóvenes novios.

Mirarlos era un goce: tan jóvenes, tan sanos, tan apuestos. Sin duda, decíanse los observadores, aquel apresurado matrimonio era el más novelesco que se hubiera realizado jamás en España. Y si le faltaban las celebraciones que por lo común anunciaban y acompañaban a tan significativas ceremonias, eso ¿qué importaba? Finalmente, Castilla y Aragón habíanse unido, y los pobladores de Valladolid se quedaron roncos de tanto gritar su júbilo cuando la |oven pareja salió de la casa de Vivero y más tarde, cuando almorzaron en público para que todo el pueblo pudiera verlos y ser testigo de la alegría que los embargaba al estar juntos.

Ese recíproco contentamiento no se amortiguó cuando les llegó el momento de quedar a solas.

Fernando con su experiencia de joven mundano, Isabel con cierta aprensión, pero ¡tan dispuesta a seguirlo donde él quisiera conducirla!

Fernando creía poder moldear según su voluntad a esa mujer, su Isabel, paragón de tantas virtudes, virginal a la vez que apasionada, dueña de increíble dignidad pero que ahora esperaba sus deseos.

-No sabía yo que tal fortuna pudiera ser mía -le dijo.

-Pues yo lo sabía -respondió Isabel, sonriéndole con su sonrisa lenta y dedicada, mientras pensaba en todas las vicisitudes de su vida, azarosa al punto de que sólo su coraje y su fe en el futuro habían hecho posible el triunfo sobre tan adversas circunstancias.

No, a Isabel no le sorprendía verse por fin casada con el hombre que había elegido, ni le maravillaba que él le prometiera ser todo lo que ella había esperado.

Creía firmemente que, desde siempre, todo había debido ser como era.

-Fernando -le dijo-, trabajaremos siempre los dos juntos. Seremos como uno solo. Todo lo que tengo es vuestro; todo lo que tenéis es mío. ¿No es esto una maravilla?

Fernando la besó con pasión creciente, asegurándole que así era en verdad, y tanto más cuanto que ella tenía para ofrecer mucho más que él.

-Isabel... esposa mía, amor mío -murmuró-. Que maravilla es, realmente, que además de toda vuestra belleza, de todas vuestras virtudes, sea vuestra también.., Castilla. Pero aunque no fuerais la futura reina de Castilla -agregó-, si no fuerais más que una moza de taberna, yo os amaría, Isabel. ¿Me amaríais vos si no pudiera yo ofreceros Aragón?

Al preguntarlo, no esperaba respuesta, tan seguro estaba de su capacidad para conquistarla.

Pero Isabel se quedó pensativa. Aunque lo amaba con todo su corazón, no creía que a la futura reina de Castilla le fuera posible amar a un mozo de taberna.

Fernando la había levantado en sus brazos; era tan fuerte que podía hacerlo con toda facilidad, y la infanta sintió en la mejilla el calor de su aliento.

No tuvo necesidad de responder a las preguntas de Fernando, porque se vio arrastrada a una nueva aventura que dominó sus sentidos y le hizo olvidar su dignidad y su amor por la verdad... temporalmente.

Fernando, el aventurero, el hombre de acción, se consideraba el varón que triunfa de todos los obstáculos y a quien la mujer, más débil, debe siempre someterse.