Aunque no con absoluta claridad, Isabel lo percibía. Su matri-
monio debía ser perfecto, pensaba; la armonía no debía interrumpirse, ni en el Consejo ni en la alcoba.
Por eso se mostró dócil, ávida de aprender, sinceramente ansiosa de agradarle. Era verdad que en el dormitorio de ambos, Fernando debía ser el amo; debía ser él quien la llevara, paso a paso, por las diversas sendas del placer sensual.
Con frecuencia, Fernando se había dicho que, por más que Isabel fuera la futura reina de Castilla, era también una mujer. No se le había ocurrido que, aunque fuera mujer, no olvidaría jamás que era la futura reina de Castilla.
LA MUERTE DE ENRIQUE
Enrique recibió la primera noticia del matrimonio mediante un mensajero de Isabel.
Al leer la carta de su media hermana, se estremeció.
-Pero si esto es exactamente lo que queríamos evitar -gimió-. Ahora, tendremos en contra de nosotros a Aragón. Oh, ¡que hombre desafortunado soy? Ojalá no hubiera nacido para ser rey de Castilla.
Temeroso de la tormenta que con ello provocaría dudaba en mostrar a Villena la carta de Isabel.
Mientras se entregaba a la ensoñación la carta se le escapó de las manos. Pensando en Blanca deseó no haberse separado de ella. Qué terribles debían de haber sido sus últimos días en Or-tes. ¿Habría sospechado ¡os planes que se urdían para asesinarla?
-Si ella se hubiera quedado en Castilla viviría aún -murmuró para sí-. ¿Y estaría yo en peor situación? No tendría a mi hija, pero... ¿es mía? En toda la corte siguen llamándola la Beltraneja. ¡Pobre pequeña, qué pruebas le esperan!
Enrique inclinó la cabeza. Era un triste destino haber nacido, como ella, para convertirse en centro de las querellas por un trono. Y además estaba lo de Alfonso...
Si no se hubiera deshecho de Blanca, si hubiera tratado de llevar otra clase de vida, habría sido más feliz. Ahora no lo rodeaban más que escándalos y conflictos...
Juana, su reina, lo había abandonado para irse a vivir, escandalosamente, en Madrid. Las historias referentes a sus aventuras eran interminables; había tenido muchos amantes y de esas uniones habían nacido varios hijos ilegítimos.
Jamás había habido un hombre que tan fervientemente deseara la paz, ni tampoco uno a quien de manera tan constante la paz se le hubiera negado.
Imposible dejar de dar la noticia a Villena; si él se demoraba en hacerlo, el marqués la sabría de alguna otra fuente.
Pidió a un paje que hiciera venir a su presencia a Villena y cuando el marqués acudió, el rey con un gesto de impotencia, le entregó la carta de Isabel.
La furia tiñó de púrpura el rostro de Villena.
-¡Entonces el matrimonio se ha realizado! -gritó el marqués.
-Es lo que ella dice.
-Pero, ¡es una monstruosidad! ¡Fernando en Castilla! Bien sé lo que podemos esperar de ese hombre. Nadie hay más ambicioso que él en toda España.
-No creo que Isabel intentara usurpar el trono -señaló débilmente Enrique.
-¡Isabel! ¿Cree Vuestra Alteza que algo pesará ella en los asuntos de estado? Se verá empujada a la revuelta. Madre de Dios, de un lado ese marido joven y ambicioso, y del otro mi tío Carrillo, siempre dispuesto al combate... Ese matrimonio debería haber sido evitado a toda costa.
-Hasta el momento no han causado mucho daño.
Con un gesto hosco Villena apartó su mirada del rey.
-Hay una cosa que debemos hacer -afirmó-. La princesa Juana tiene ya casi nueve años. Encontraremos para ella un novio adecuado y la proclamaremos la verdadera heredera de Castilla -Villena empezó a reírse-. Entonces tal vez nuestro galante joven advenedizo de Aragón empiece a preguntarse si, a fin de cuentas, ha hecho un matrimonio tan brillante.
-Pero son muchos los que apoyan a Isabel. Cuenta con el firme respaldo de Valladolid y de muchas otras ciudades.
-Y nosotros tenemos a Albuquerque; tenemos a los Mendoza. Y no dudo de que muchos otros se plegarán a nuestra causa. ¡Pluguiera a Dios que vuestra reina no estuviera dando tales escándalos en Madrid! Con eso se da cierto viso de verdad a la calumnia de que la princesa Juana no es vuestra hija.
-Mi querido Villena, ¿vos creéis que lo es?
El rostro de Villena se empurpuró un poco más.
-Creo que la princesa Juana es la verdadera heredera de las coronas de Castilla y de León -replicó-; y, por Dios y todos sus santos, ¡que la desgracia caiga sobre todo aquel que así no lo
crea!
Enrique suspiró.
¿Por qué será tan fatigosa la gente?, se preguntaba. ¿Por qué es tan belicoso Villena? ¿Por qué tenía Isabel que contraer ese matrimonio que les traía tantas complicaciones a todos?
-¿Es que jamás tendremos paz? -preguntó con irritación.
-Sí -respondió Villena, desdeñoso-; cuando Isabel y su ambicioso Fernando aprendan que no deben interponerse en el paso de la auténtica heredera de Castilla.
-No creo que jamás lo aprendan -señaló con displicencia Enrique, pero Villena no lo escuchaba.
Estaba ya urdiendo nuevos planes.
En Dueñas, la corte era desusadamente pequeña. El dinero era tan escaso que con frecuencia se hacía difícil mantener al reducido grupo de sus integrantes, pero pese a ello jamás se había sentido tan feliz.
Estaba profundamente enamorada de Fernando y encontraba en él al más apasionado y bondadoso de los maridos, encantado a su vez de que la inteligencia de su mujer estuviera a la altura de sus encantos físicos y de que tuviera tan profundo conocimiento de los asuntos políticos.
Tal vez esos meses fueron para los dos tan preciosos porque ambos sabían que no eran más que transitorios. No siempre habrían de vivir en tal pobreza. Había de llegar el día en que dejarían su humilde alojamiento para residir en alguno de los castillos, rodeados por toda la pompa y las ceremonias que eran características de los soberanos de Castilla y de León.
Fernando estaba ansioso de ver llegar ese día y, en cierto modo, Isabel también. Perderían entonces, tal vez, las deliciosas intimidades de la vida que ahora llevaban, pero por más placer que encontrara en ella, Isabel no debía olvidar que ella y Fernando no se habían unido para deleitarse en placeres sensuales, sino para hacer de España un país poderoso, para unir a todos los españoles y llevarlos a la religión verdadera, para liberar al país de la anarquía y restaurar la ley y el orden, y para rescatar de la dominación de los infieles hasta el último palmo de suelo español.
Pocos meses después de su matrimonio descubrió Isabel, con gran alegría, que se encontraba encinta.
Al saber la noticia, Fernando la abrazó, encantado.
-Vaya, Isabel mía -exclamó-, ¡sois realmente dueña de todas las virtudes! No sólo sois bella y de gran inteligencia, sino también fecunda. Es más de lo que me habría atrevido a esperar. ¡Y se os ve satisfecha, amor mío!
Y por cierto que Isabel lo estaba. Sabía que de ella nacerían grandes gobernantes, porque tal era su destino.
En el monasterio de Loyola, no lejos de Segovia, habíanse reunido el rey, el marqués de Villena, el duque de Albu-querque y varios miembros de la influyente familia Mendoza, amén de otros nobles de alcurnia, con los embajadores franceses.
Entre los presentes estaba también alguien a quien no se veía con frecuencia en tales reuniones: tratábase de Juana, reina de Castilla, que había venido desde Madrid para desempeñar un papel muy especial en la asamblea.
Sentado entre Villena y la reina, Enrique se dirigió a los reunidos.
-Amigos míos -comenzó-, estamos aquí reunidos con un motivo especial y os ruego que me prestéis atención y me brindéis vuestro apoyo. Nos hallamos en mitad de un conflicto que en cualquier momento podría llevarnos a la guerra civil. Tal como hizo antes que ella su hermano Alfonso, mi medio hermana, Isabel, se ha erigido en heredera de Castilla y de León. No es mi intención olvidar que un día yo mismo la designé heredera del trono. Eso fue en el tratado de Toros de Guisando, por el cual ella accedía a no casarse sin mi aprobación. Isabel no ha cumplido su palabra y yo declaro, por tanto, nulo y vacío el tratado de Toros de Guisando, y proclamo que mi hermana Isabel ya no es heredera de los tronos de Castilla y de León.
Entre los concurrentes, iniciado por Villena, Albuquerque y los Mendoza, se elevó un murmullo de aprobación que rápidamente fue subiendo de tono.
Enrique lo acalló con un gesto de la mano.
-Hay alguien cuyo lugar Isabel está usurpando, y es mi hija, la
princesa Juana, que tiene actualmente nueve años. Su madre se ha hecho presente hoy aquí para jurar, al mismo tiempo que yo, que la princesa es hija mía; y cuando vosotros hayáis oído y aceptado su testimonio estaréis de acuerdo conmigo en que no puede haber más que una heredera: la princesa Juana.
-¡La princesa Juana! -aclamaron los presentes-. ¡Castilla para Juana!
-Ahora, pediré a la reina que declare bajo juramento que la princesa Juana es la legítima heredera de España.
Juana se puso de pie. Aunque seguía siendo una mujer hermosa, llevaba firmemente grabadas en el rostro las huellas de la depravación, y en su porte se advertía cierta insolencia que muy poco tenía de regio. Juana estaba bien al tanto de que todos los presentes sabían que un cortejo de amantes la aguardaba en Madrid, y no ignoraban que había hijos, fruto de esos amores; pero era evidente que todo eso la tenía sin cuidado.
-Juro -exclamó- que la princesa Juana es hija del rey, y no de ningún otro.
-¡Castilla para Juana! -gritaron los reunidos.
El rey se levantó para tomar de la mano a su mujer.
-Juro, con la reina, que la princesa Juana es mi hija, y no de ningún otro.
-¡Castilla para Juana!
El rey se volvió después hacia los embajadores franceses, entre quienes se contaba el conde de Boulogne. El conde se adelantó.
-Con gran placer -continuó Enrique- anunciamos formalmente el compromiso de mi hija Juana con el duque de Guiana, hermano del rey de Francia, y con la aprobación de los nobles de Castilla se celebrará ahora la ceremonia del compromiso, en la que el conde de Boulogne actuará como representante de su señor.
-¡Viva el duque de Guiana! -exclamaron todos-, ¡Castilla para Juana!
Entretanto, en la casa de Juan de Vivero Isabel se preparaba para dar a luz.
Se sentía realmente bienaventurada, vuelta hacia adentro en
un puro contacto con su felicidad. Estaba leyendo historia, convencida de la necesidad de sacar provecho de la experiencia de otros. También estudiaba los asuntos de estado y, como era habitual en ella, dedicaba mucho tiempo a la oración y a conversaciones con su confesor. Su vida se dividía entre el estudio, que la infanta consideraba necesario para quien como gobernante, podía verse enfrentada con una difícil tarea, y sus deberes domésticos de esposa y madre, ya que Isabel estaba decidida a no fracasar en ninguno de los dos papeles.
Le encantaba sentarse con Fernando a hablar de las reformas que se proponía introducir en Castilla. Cuando le llegaban historias del terrible estado de cosas existente, tanto en los distritos campesinos como en las ciudades, Isabel se ponía a planear la forma de llegar a una situación más justa. Quería imponer en Castilla un nuevo orden, y sabía que lo conseguiría, con ayuda de Fernando.
Esas conversaciones íntimas eran tanto más deleitables cuanto que sólo ellos dos las compartían. Antes, todas las discusiones políticas se realizaban bajo el auspicio del arzobispo de Toledo, a quien Isabel se había vuelto porque confiaba en su lealtad y su prudencia. Pero, con la llegada de Fernando, prefería analizar los problemas con él.
¿Qué podía haber de más placentero que una conversación seria que fuese, al mismo tiempo, un téte-á-tete entre amantes?
Para el arzobispo la situación estaba lejos de ser placentera.
En cierta ocasión en que Fernando se dirigía a las habitaciones de Isabel se encontró con el arzobispo, que se encaminaba al mismo destino.
-Voy a ver a la princesa -anunció Fernando, dando a entender que el arzobispo tendría que esperar.
Alfonso Carrillo, que había sido siempre hombre de genio rápido, recordó al príncipe quién era el principal asesor de Isabel.
-No dudo de que ella misma os dirá que, a no ser por mí, jamás habría sido proclamada heredera del trono.
Fernando era joven y de genio no menos rápido.
-Mi mujer y yo no queremos que nos molesten -replicó-. Ya os haremos llamar cuando os necesitemos.
Los ojos del arzobispo se abrieron, horrorizados.
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