-Bien -dijo Andrés-, ¿qué es lo que estáis tramando?

-Enrique viene aquí con frecuencia -le recordó Beatriz.

-Así es.

-A veces, sin Villena.

-Exactamente.

-¿Qué sucedería si Isabel estuviera también aquí? ¿Si combináramos un encuentro entre los dos?

-¡Que Isabel venga aquí... a territorio enemigo!

-¿Cómo podéis llamar a mi casa territorio enemigo? Cualquiera que intentara hacerla prisionera en mi casa tendría que pasar antes sobre mi cadáver.

Andrés posó la mano en el hombro de su mujer.

-Habláis con demasiada ligereza de la muerte, querida mía.

-El que gobierna este país es Villena. Gobierna al rey; os gobierna a vos.

-Eso no. Eso jamás lo conseguirá.

-Bueno, entonces, ¿por qué no hemos de invitar aquí a Isabel? ¿Por qué no ha de encontrarse ella con Enrique?

-Primero sería necesario tener la autorización de Enrique -le advirtió Andrés.

-Bueno, de eso me encargaré yo... siempre y cuando él venga aquí sin Villena.

-Estáis jugando un juego peligroso, querida mía.

-¡Al diablo con el peligro! -exclamó Beatriz, haciendo chasquear los dedos-. ¿Tengo vuestro permiso para hablar con el rey, la próxima vez que venga aquí solo?

Andrés soltó una carcajada.

-Querida Beatriz -le respondió-, bien sé que cuando me pe-

dís permiso es una simple formalidad. ¿De manera que habéis decidido hablar con Enrique en la primera oportunidad que se os presente?

Beatriz hizo un gesto afirmativo.

-Sí, lo he decidido -declaró.

Sabía que no le resultaría difícil.

La próxima vez que, mientras Villena estaba ocupado en Madrid, el rey fue al palacio de Segovia, Beatriz le pidió autorización para hablar con él.

-Alteza -comenzó-, ¿me perdonaréis el atrevimiento de haceros cierta pregunta?

Inmediatamente Enrique se alarmó, temeroso de que fueran a perturbar su paz.

Sin hacer caso de su expresión preocupada, Beatriz se apresuró a seguir hablando.

-Sé que, lo mismo que yo, Vuestra Alteza ama la paz por encima de todas las cosas.

-En eso tenéis razón -asintió Enrique-. Desearía que no hubiera más conflictos. Desearía que los que me rodean aceptaran las cosas como son y las dejaran así.

-Hay quien eso quisiera, Alteza, pero hay otros, próximos a vos, que provocan las tensiones. Y sin embargo, bien fácil sería tener paz en toda Castilla mañana mismo.

-¿Cómo, pues? -quiso saber Enrique.

-Pues bien, Alteza, sin ser experta en política, sé que en esta rencilla se enfrentan dos opiniones. Parte del país apoya a Vuestra Alteza y la otra parte a Isabel. Si hicierais de ella vuestra heredera, aplacaríais a aquellos que se os oponen, y los que son vuestros partidarios seguirían siéndolo. Por consiguiente se pondría así término al conflicto.

-Pero la heredera del trono es mi hija Juana.

-Alteza, el pueblo jamás la aceptará. Como bien sabéis, he servido a Isabel y la amo tiernamente. Sé que lo que ella ansia es el fin de las hostilidades. Isabel es verdaderamente vuestra hermana; de ello no hay sombra de duda. Pero en lo tocante a la princesa Juana... hay por lo menos grandes dudas respecto de su legitimidad. Si os avinierais solamente a un encuentro con Isa-

bel... a hablar con ella... a dejarla que os diga cuánto la aflige el conflicto planteado entre vosotros...

-¡Encontrarme con ella! Pero, ¿cómo? ¿Dónde?

-Podría venir aquí, Alteza.

-Eso no sería permitido.

-Pero Vuestra Alteza lo permitiría... y en cuanto a los que no lo harían, no es necesario que estén al tanto.

-Si le enviara yo un mensaje se enterarían inmediatamente.

-Alteza, si yo fuera a buscarla y os la trajera aquí, no se enterarían.

-Si partierais vos hacia Aranda, donde entiendo que en este momento se encuentra Isabel, todos conjeturarían cuál es el fin de vuestra misión y sabrían que vuestro propósito es traerla aquí para que se reúna conmigo.

Los ojos de Beatriz destellaron.

-Pero, Alteza... es que no iría a título personal. Iría disfrazada.

-Señora mía, esto no es más que un disparatado proyecto vuestro -declaró Enrique-. No penséis más en ello.

-Pero, si pudiera yo traerla a vuestra presencia... secretamente... ¿la recibiríais, Alteza? -insistió Beatriz.

-No podría negarme a un encuentro con mi hermana. Pero terminemos con esto.

Beatriz inclinó la cabeza y cambió de tema.

Enrique pareció quedarse contento, pero no sabía que Beatriz había empezado a dar forma a sus planes.

Solitaria, Isabel cavilaba en el palacio de Aranda. Pensaba en Fernando y estaba preguntándose cuánto debía prolongarse la separación de ambos.

Sentada con una de sus damas junto a un gran fuego, dedicadas a sus labores de aguja, al levantar de vez en cuando la mirada la princesa veía por las ventanas cómo caía la nieve. Pensó que los caminos debían estar helados y se estremeció al imaginar el tiempo en Aragón.

Estaba cosiendo una camisa, pues Isabel se había mantenido fiel a su voto de hacer ella misma todas las camisas que usara Fernando, cosa que, además, se había convertido entre ellos en una pequeña broma íntima.

-Cada una de vuestras camisas la coseré yo, hasta la última puntada -habíale dicho-. Ninguna otra mujer debe coseros vuestras prendas... únicamente yo.

Fernando, a quien siempre conmovían profundamente esos gestos femeninos, estaba encantado. Isabel suspiró. Para Fernando, era más digna de amor su femineidad que su inclinación a gobernar; prefería verla ocupada en la costura y no en los asuntos de estado.

Una de sus damas, sentada en el asiento de la ventana, mirando hacia afuera, anunció que había entrado en el patio una campesina que llevaba en el arzón de su silla un gran paquete.

-Pobre mujer, parece que tuviera frío y hambre. Quién sabe si traerá algo para vender.

Isabel dejó a un lado su labor para acercarse a la ventana. Sentía que era su deber interesarse por todos sus súbditos y estaba enseñando a la pequeña Isabel que fuera considerada con todos. Algún día, le recordaba, podrían ser sus súbditos, ya que si ella y Fernando no llegaban a tener hijos varones, su primogénita llegaría a ser reina de Castilla.

-¡Pobre mujer, ciertamente! -exclamó-. Bajad pronto, no sea que la hagan salir, y haced que la inviten a entrar y comer algo. Y si trae mercancías para vender es probable que tenga algo que nos haga falta en casa.

La doncella partió a cumplir las órdenes recibidas, pero no tardó en regresar con la consternación pintada en el rostro.

-Alteza, la mujer pregunta si puede veros.

-¿Qué es lo que quiere?

-Se negó a decirlo, Alteza, pero se mostró muy insistente. Además, Alteza, no habla como una campesina, aunque sea ése su aspecto.

Isabel suspiró.

-Decidle que estoy ocupada -ordenó-. Pero preguntadle qué es lo que quiere y después venid a decirme qué os contesta.

La infanta se detuvo y levantó una mano a modo de advertencia, pues acababa de oír una voz que protestaba acaloradamente y cuyo acento de autoridad era inconfundible. Y ella conocía esa voz.

-Id inmediatamente a buscar a esa mujer para traerla a mi presencia -ordenó.

Momentos después la mujer se detenía en el umbral de la puerta. Ella e Isabel se miraron y, despojándose de su capa raída, Beatriz le tendió los brazos. El momento no admitía ceremonias y la princesa corrió hacia ella para abrazarla.

-¡Beatriz! Pero, ¿por qué? ¿Cómo habéis venido así?

-¿Podríamos hablar a solas? -preguntó Beatriz y con un gesto Isabel indicó a las demás mujeres que se retiraran.

-Era la única manera de venir -explicó Beatriz-, así que vine así... y sola. Si hubiera procedido de otra manera Villena se habría enterado. Se trata de que vengáis a Segovia, donde se encuentra en este momento el rey; la reunión será un secreto mientras no hayáis podido encontraros y hablar con él. Es la única manera.

-¿Enrique ha expresado el deseo de verme?

-Enrique os verá.

-Beatriz, ¿qué significa esto?

-Que sabemos, señora querida, que la reconciliación entre vos y Enrique significaría para el pueblo de Castilla la posibilidad de dejar de vivir bajo la amenaza cotidiana de la guerra civil.

-Pero... ¡Enrique lo sabe!

-Enrique está ávido de paz, y no será difícil persuadirlo... si podemos evitar la influencia de Villena.

-Beatriz, me estáis pidiendo que acuda a un encuentro con Enrique. ¿Habéis olvidado ya que trataron de capturarme y de hacerme prisionera? ¿No recordáis lo que hicieron con Alfonso?

-Lo que os pido es que vengáis al Alcázar de Segovia. Allí no puede aconteceros ningún daño. Está bajo la vigilancia de Andrés... y Andrés está bajo la mía.

-Fuisteis siempre una mujer decidida -rió Isabel-. ¿Acaso Andrés os ama menos por eso?

Beatriz miró de frente a su amiga.

-También vos sois fuerte -señaló-. ¿Acaso Fernando os ama menos por eso?

Y advirtió que una leve sombra atravesaba el rostro de Isabel mientras su amiga respondía:

-No lo sé.

Isabel entró en Segovia en compañía del arzobispo de Toledo.

Enrique la recibió con ternura y, mientras la abrazaba, los ojos se le llenaron de lágrimas.

-Sabéis, hermana querida, que todo este conflicto no es obra mía.

-Bien que lo sé, Enrique -contestó Isabel-, y el estado de nuestro país es para mí causa de tanto dolor como para vos.

-Ansioso estoy de tener paz -afirmó Enrique, con vehemencia desacostumbrada.

-Lo mismo que yo.

-Entonces, Isabel, ¿por qué no podemos tenerla?

-Por los nobles celosos que nos rodean... y que se disputan entre sí el poder.

-Pero, si nosotros somos amigos, ¿qué importancia tiene todo lo demás?

-Es por el asunto de sucesión, Enrique. Vos sabéis que yo soy la verdadera heredera de Castilla. Soy vuestra medio hermana... el único miembro de vuestra familia.

-Pero... está mi hija.

-Ni vos creéis que Juana lo sea, Enrique.

-Su madre lo juró.

-Tampoco a ella le creéis, Enrique.

-¿Quién puede decirlo? ¿Quién?

-Ya veis -prosiguió Isabel-, que sólo con que me aceptarais como heredera del trono, ya no habría más conflicto. Si vos y yo fuéramos amigos y nos dejáramos ver juntos, qué felicidad reinaría en Castilla y en León.

-Ansioso estoy de verlos felices.

-Entonces, Enrique, podríamos empezar por corregir estos errores, y así devolveríamos el país a la ley y el orden. No tiene sentido este conflicto referente a quien ha de ser la heredera, cuando hay tantas cosas importantes que esperan consideración.

-Ya lo sé. Bien lo sé.

Sin esperar a que lo anunciaran, el arzobispo se acercó a ellos; había asumido completamente la autoridad.

-Si os avenís a caminar por la ciudad llevando las riendas del palafrén de la princesa, con la intimidad que conviene entre her-

mano y hermana, Alteza, con ello daríais gran alegría al pueblo de Segovia.

-Mi único deseo es darles alegría -repitió Enrique.

El pueblo de Segovia había expresado vocingleramente su júbilo al ver al rey caminando por las calles y llevando las riendas del palafrén de su hermana. Eso era una buena noticia. La amenaza de la guerra civil estaba superada. El rey se había sacudido el yugo de Villena y empezaba a pensar por sí mismo; sin duda ahora aceptaría como heredera a Isabel.

Cuando los hermanos regresaron al Alcázar, el pueblo se reunió ante sus puertas para gritar.

-¡Castilla! ¡Castilla! ¡Castilla para Enrique e Isabel!

Con lágrimas en los ojos Enrique saludaba al pueblo.

Hacía mucho tiempo que no lo aclamaban de esa manera.

A altas horas de aquella noche, Beatriz acudió, presurosa, al dormitorio de Isabel.

La infanta estaba ya dormida.

-Isabel -susurróle Beatriz al oído-, despertaos. Ha llegado alguien que os espera para veros.

Sobresaltada, Isabel se enderezó en la cama.

-¿Qué sucede, Beatriz?

-Shh -la silenció su amiga-. Todo el palacio duerme.

Se dio vuelta entonces para hacer un gesto, e Isabel distinguió una figura, alta y familiar, que entraba en la habitación.

Dejó escapar un grito de alegría en el momento en que Fernando se arrojaba sobre la cama para tomarla en sus brazos.

Beatriz los contemplaba, riendo.

-Ha llegado en buen momento -comentó.

-Cualquier momento en que él venga es bueno -respondió Isabel.

-Isabel, querida mía -murmuraba Fernando.