-Ya tendréis luego mucho tiempo para demostraros vuestro afecto -señaló Beatriz-, pero en este momento hay algo importante por resolver. Enrique os ha recibido, Isabel, pero ¿recibirá a vuestro esposo? Es lo que tenemos que considerar. Y pronto se sabrá que Fernando está de regreso, y que estáis aquí los dos juntos, con el rey. Una vez que esto llegue a oídos de Villena, el
marqués hará todo lo que pueda por impedir que la amistad se renueve entre vosotros. Mañana por la mañana, temprano, debéis pedir audiencia a Enrique y persuadirlo de que reciba a Fernando.
-Oh, lo hará; yo sé que lo hará.
-Debe hacerlo -insistió Beatriz-; es imperativo. Debe reconciliarse con vosotros dos. Pronto será Día de Reyes... ¿es mañana, o pasado mañana? Servirá de excusa para un banquete que ofreceremos Andrés y yo, y cuando se vea qué amistad os dispensa a los dos el rey, todos sabrán que reconoce vuestro matrimonio y os acepta, Isabel, como su heredera. Ahora, os dejo. Pero mientras el rey no haya recibido al príncipe Fernando, nadie, a no ser aquellos a quienes podemos tener absoluta confianza, debe saber que se encuentra aquí.
Fernando se había despojado de las ropas llenas de polvo con que había viajado e Isabel estaba en sus brazos.
-Parece que hubiéramos estado años sin vernos -murmuró el príncipe.
-Estas separaciones no deberían ser necesarias.
-A veces lo son, y hay que aceptarlas. ¿Cómo está nuestra hija?
-Bien, y feliz. Y estará encantada de ver a su padre.
-¿No lo ha olvidado?
-No más que yo. ¿Cómo está Aragón?
-Mi padre es un valiente guerrero y siempre alcanzará la victoria.
-Lo mismo que vos, Fernando.
Tras un momento de silencio, Isabel volvió a hablar:
-Fue realmente valiente la forma en que Beatriz combinó este encuentro entre nosotros y el rey...
-Es una mujer valiente, os lo concedo, pero...
-A vos no os gusta Beatriz, Fernando, y eso no debería ser. Es una de mis mejores amigas.
-Sus maneras arrogantes son impropias de una mujer.
-Allí reside su fuerza.
-Pues a mí no me gustan las mujeres arrogantes -insistió Fernando.
Aunque débilmente, Isabel se sintió alarmada. En su vida de
reina habría ocasiones en que debería tomar sus propias decisiones y todos los demás deberían respetarla.
Pero ahora Fernando había regresado a casa tras una larga ausencia y no era el momento de pensar en las dificultades que los esperaban. Eso pertenecía al futuro y era mucho lo que el presente tenía para ofrecerles.
Beatriz estaba eufórica. Sus planes para volver a unir a Isabel y Fernando con el rey habían alcanzado todo el éxito que ella había esperado.
Enrique era maleable y se inclinaba a ir hacia donde soplara el viento; allí en Segovia, en compañía del guardián de su tesoro y de la diligente y decidida esposa de éste pareció que su amistad con Isabel y Fernando se consolidara.
A caballo, montado entre Fernando e Isabel, bromeando y riendo con ellos por el camino, para gran alegría de su pueblo, el rey había concurrido a las celebraciones del Día de Reyes. Así, todos juntos recorrieron las calles de la ciudad para dirigirse al palacio episcopal, situado entre la catedral y el Alcázar, que era donde se realizaba el banquete de Reyes.
Supervisado por la infatigable Beatriz, el banquete fue un éxito. Los sirvientes se afanaban por servir y atender a los invitados, mientras en las galerías cantaban los trovadores. A la cabecera de la mesa, el rey tenía a su derecha a Isabel y a Fernando a su izquierda.
Con radiante satisfacción, Beatriz observaba a su amada señora y amiga; Andrés, entretanto, observaba a su mujer.
Percibía en el aire cierta tensión, una especie de alerta. Era inevitable, se dijo. Tanto conflicto, tanta zozobra, no podían disiparse en un solo y breve encuentro. Enrique comía y bebía con evidente placer y los ojos se le ponían un tanto vidriosos al posarse en una de las mujeres presentes, de sensual belleza. En tan breve tiempo, Enrique no se había convertido en un rey prudente, e Isabel no estaba todavía segura en su lugar.
Terminado el banquete, dio comienzo el baile.
Mientras miraba a Isabel, sentada junto al rey, Beatriz abrigaba la esperanza de que éste invitara a bailar a su hermana. ¿Qué podría haber de más simbólico?
Sin embargo, Enrique no bailó.
-Hermana querida -murmuró-, no me siento del todo bien. Vos debéis iniciar el baile... vos y vuestro esposo.
Fueron, pues, Isabel y Fernando quienes se levantaron, seguidos, al llegar al centro del salón, por los demás invitados.
Presurosa, Beatriz corrió junto al rey.
-¿Está todo bien, Alteza? -preguntóle con ansiedad.
-No estoy seguro -respondió Enrique-. Me siento un poco raro.
-Es posible que haga demasiado calor para Vuestra Alteza.
-No lo sé. Siento escalofríos.
Con un gesto, Beatriz llamó a la hermosa joven que durante el banquete había despertado la atención del rey, pero éste parecía ahora no advertir su presencia.
-Sentaos junto a él y habladle -susurró Beatriz.
Pero el rey, cerrando los ojos, se había desplomado en su asiento.
Durante toda la noche, el rey estuvo quejándose en su lecho, diciendo que estaba muy dolorido.
Por Segovia se difundió la noticia de que el rey estaba enfermo, y se decía que las características de la enfermedad -vómitos, diarrea y dolores de vientre- hacían pensar en un envenenamiento.
En las calles de Segovia, hombres y mujeres guardaban silencio; al regocijo de ayer sucedía la solemnidad.
¿Podía ser que hubieran inducido al rey a ir a Segovia para allí envenenarlo? ¿Quién era el responsable de su estado?
Había muchos entre los que habían contribuido a organizar el banquete, que podían desearle la muerte, pues casi todos los presentes eran partidarios de Isabel y Fernando.
El pueblo de Segovia no quería creer que su amada princesa pudiera ser culpable de semejante crimen.
Al enterarse de la enfermedad del rey, Isabel se horrorizó.
-Enrique no debe morir -dijo Beatriz-. Si eso sucede nos culparán de su muerte.
Beatriz admitió lo atinado de sus palabras.
-Recordad -dijo Isabel- el conflicto que se creó en Aragón
cuando el pueblo creyó que Carlos había sido asesinado. ¿Cuántos sufrieron y murieron durante esos diez años de guerra civil?
-Debemos salvar la vida del rey -asintió Beatriz-, y quien debe atenderlo soy yo. No sería prudente que vos estuvierais constantemente en la habitación del enfermo, porque si vuestro hermano muriera os culparían con toda seguridad.
Fue Beatriz, pues, quien se hizo cargo de la atención del rey y, tal vez gracias a su decisión de impedir su muerte, el enfermo empezó gradualmente a mejorar.
En compañía de sus tropas, el marqués de Villena entró en Segovia y se presentó imperiosamente en el Alcázar.
Isabel y Fernando lo recibieron con una calma que contrastaba con el estado de ánimo de Villena, furioso y alarmado.
El rey no era hombre de fiar. Tan pronto como él, Villena, le volvía la espalda, ya estaba Enrique en tratos con el lado opuesto. Tal vez ahora hubiera aprendido la lección.
Villena exigía que lo llevaran inmediatamente a presencia de Enrique.
-Me temo que mi hermano no se encuentra en condiciones de recibir visitas -le advirtió Isabel.
-Exijo ser llevado a su presencia.
-No es aquí donde podéis plantear exigencias -recordóle Isabel.
-Deseo asegurarme personalmente de que recibe la mejor atención posible.
-Haré llamar a nuestra anfitriona, para que ella os asegure que no hay motivos de alarma.
Cuando llegó, Beatriz explicó a Villena que el estado del rey era de franca mejoría, pero que aún no estaba lo bastante bien como para salir de Segovia.
-Debo verlo inmediatamente -insistió Villena.
-Lo siento, señor -el tono de Beatriz era de apaciguamiento, pero sus ojos lo desmentían-. El rey no está todavía en condiciones de recibir visitas.
-Pues me quedaré aquí hasta poder verlo -declaró el marqués.
-Desde el momento que tan cortésmente la pedís, no podemos negaros nuestra hospitalidad -le contestó Beatriz.
Pero ni siquiera ella pudo impedir que Villena viera al rey. Había hombres del marqués por todas partes, y no era insuperable la dificultad para hacer llegar a Enrique un mensaje anunciándole que Villena estaba en el Alcázar, y que si en algo valoraba su vida, el rey debía insistir en verlo sin dilación.
Al sentarse junto al lecho de Enrique, a Villena le asustó el aspecto del rey. La enfermedad lo había cambiado: se lo veía magro y con la tez amarillenta.
También Enrique pensó que Villena había cambiado. Hasta cierto punto, su intensa vitalidad había disminuido y la piel tenía un tinte grisáceo.
-Vuestra Alteza jamás debió cometer la tontería de venir aquí -empezó Villena.
-No podía saber que habría de atacarme esta enfermedad -murmuró Enrique, malhumorado.
-Para que os atacara fue, precisamente, para lo que os hicieron venir.
-¿Creéis que intentaron envenenarme?
-Estoy seguro. Y seguirán intentándolo mientras continuéis vos en este lugar.
-Confío en Isabel.
-¡Que confiáis en Isabel! Si lo que ella gana es un trono, que no puede ser suyo mientras viváis.
-Isabel está segura de que es la legítima heredera y está dispuesta a esperar.
-Pero no demasiado, al parecer. No, Alteza, es menester que os saquemos de aquí lo antes posible. Y no debemos permitir que permanezca ignorado este atentado contra vuestra vida.
-¿Qué plan sugerís? -preguntó Enrique, con desánimo.
-Enviaremos fuerzas sobre Segovia, para que entren furtivamente en la ciudad y se apoderen de los puntos vitales. Después tomarán presa a Isabel, acusándola de haber intentado envenenaros y entonces podremos someterla a proceso.
-Yo no creo que Isabel intentara envenenarme.
-Entonces no creéis en el testimonio de vuestros sentidos.
-Y la mujer de Cabrera me ha atendido con esmero.
-¡Esa envenenadora!
-Es buena enfermera y parecía determinada a salvarme la vida. Además, marqués, ¿no pensáis que debo reconocer que Isabel es la heredera del trono? Es a ella a quien quiere el pueblo y, con ayuda de Fernando, conseguirá sacar a Castilla de sus actuales dificultades.
-Pero vuestro testamento, del cual me habéis nombrado ejecutor, expresa claramente que la heredera del trono es vuestra hija Juana.
-Es verdad. La pequeña Juana, que no es más que una niña y se verá rodeada de lobos... lobos que buscan el poder. Mientras recorría las calles de la ciudad en compañía de Fernando y de Isabel, llegué a la conclusión de que las cosas se simplificarían si yo admitiera que Juana no es mi hija e hiciera de Fernando e Isabel mis herederos.
-Ya veo que el veneno ha sido parcialmente efectivo -se burló Villena-. Tan pronto como estéis en condiciones de viajar debemos salir de aquí rumbo a Cuéllar; allí haremos nuestros planes para la captura de Isabel. No estaremos seguros mientras no la tengamos encerrada a buen recaudo. Y mientras vos sigáis en este lugar seguiré yo temblando por vuestra seguridad.
-Pues yo no -declaró el rey-. No creo que Isabel permita que me acontezca ningún daño.
Mientras lo miraba desdeñosamente Villena se llevó una mano a la garganta.
-¿Es que os duele algo? -preguntó Enrique-. Parecéis tan enfermo como yo.
-No es nada; siento cierta sequedad en la garganta. Cierta incomodidad, nada más.
-Pero no se os ve de buen color, como antes.
-Es que apenas si he dormido desde que supe la noticia de que Vuestra Alteza estaba en Segovia en medio de sus enemigos.
-Ah, más feliz habría sido mi vida de haber sabido distinguir quiénes eran mis enemigos y quiénes mis amigos.
Villena se sobresaltó.
-Habláis como si vuestra vida hubiera terminado. No, Alteza, ya os recuperaréis de este atentado. Y no dejaremos que caiga en el olvido, ya nos aseguraremos de eso.
-Claro que si Isabel estaba al tanto de un plan para envenenarme -asintió Enrique- merece ser enviada a prisión.
En la ciudad de Cuéllar, donde Villena había hecho llevar al rey, tomaban forma los planes para la captura de Isabel.
-Las fuerzas entrarán en la ciudad y se arrojarán explosivos contra el Alcázar -explicó Villena-. Cuando los habitantes sean presa del pánico, no nos será difícil apoderarnos de Isabel.
Habían pasado varios meses desde la enfermedad del rey, pero Enrique no se había recobrado del todo y seguía teniendo ataques de vómitos.
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