En cuanto a Villena, daba la impresión de que se hubiera agotado la tremenda energía que lo sostenía. Seguía haciendo planes y alimentando ambiciosas expectativas, pero el dolor de garganta aún lo atormentaba y se le hacía imposible comer ciertas cosas.
En el Alcázar de Segovia, Beatriz y su marido estaban al tanto del proyecto de capturar a Isabel y habían reforzado las guardias en todos los puntos vitales, de modo que cuando las tropas de Villena intentaron entrar furtivamente en la ciudad, fueron descubiertas y el plan se frustró.
Villena recibió la noticia casi con indiferencia.
Al día siguiente su moral se había derrumbado y aceptó el consejo de quedarse en cama que le daban sus servidores. En pocos días los dolores se habían hecho insoportables y le resultaba imposible tragar nada. Comprendió que no le quedaba mucho tiempo de vida.
En su postración, pensando en todas las ambiciones de su vida, se preguntaba si todo eso había valido la pena. Había alcanzado las cumbres del poder; había sido, en ocasiones, el hombre más poderoso de Castilla, y ahora todo había terminado: se veía reducido a permanecer en su lecho, víctima de un tumor maligno en la garganta, que conseguiría destruirlo, como no habían podido conseguirlo sus enemigos.
Finalmente, la que quedaba era Isabel. El pueblo empezaba a congregarse en torno de ella mientras él, Villena, el hombre que había jurado que la princesa jamás ascendería al trono, se moría sin remedio.
Cuando le dieron la noticia de la muerte de Villena, Enrique no podía creerla. Villena... ¡muerto!
«Pero... ¿qué haré?», se preguntaba. «Ahora, ¿qué haré?»
Continuamente rogaba y lloraba por su amigo. Él, que siempre había creído que moriría mucho antes que Villena, había perdido ahora a su amo y servidor y se sentía desvalido.
Su secretario, Oviedo, pidió hablar con él.
-Alteza, hay un asunto muy importante del que necesito hablaros -le dijo.
Con un gesto, Enrique indicó que lo escuchaba.
-En su lecho de muerte, el marqués de Villena puso en mis manos este papel. Es vuestro testamento, del cual él debía ser el ejecutor. Me he permitido echarle un vistazo, Alteza, y veo que es un documento de grandísima importancia, puesto que en él designáis heredera a la princesa Juana.
-Lleváoslo -se fastidió Enrique-. ¿Cómo puedo pensar en semejante cosa cuando mi querido amigo ha muerto y me encuentro completamente solo?
-Pero, ¿qué hago con él, Alteza?
-No me importa lo que hagáis con él. Lo único que deseo es que me dejéis en paz.
Con una reverencia Oviedo se retiró.
Al estudiar el testamento se dio cuenta de lo explosivo de sus términos, que de llegar a difundirse podían precipitar a Castilla en la guerra civil.
Sin poder decidir qué hacer, optó por guardarlo temporalmente en una caja que cerró con llave.
Sintiéndose no sólo enfermo, sino agotado por completo, Enrique regresó a Madrid. Sabía que Villena había sido un egoísta, un hombre tremendamente ambicioso, pero sin él se sentía perdido. Creía que el momento más desdichado de su vida había sido la época en que el marqués tomó partido por sus enemigos y brindó su apoyo al joven Alfonso, y recordaba la alegría que había sentido cuando volvió a contar con la lealtad del marqués.
-Y ahora estoy solo -murmuraba Enrique-. Él se ha ido antes que yo y todos los problemas de que estoy rodeado me enferman y me agotan.
Con frecuencia se sentía enfermo como consecuencia de la
enfermedad que había padecido en Segovia y de la cual jamás se había recuperado.
Muchas veces la compasión de sí mismo le llenaba de lágrimas los ojos, y sus médicos buscaban la forma de arrancarlo de su letargo, pero ahora no había nada que excitara su deseo de vivir. Sus amantes ya no le interesaban y nada había en la vida capaz de frenar al decaimiento de su espíritu.
Para cuantos estaban próximos a él en la corte se hizo evidente que Enrique tenía los días contados. Los nobles más ambiciosos empezaron a cortejar a Isabel. El cardenal Mendoza y el conde de Benavente, que primero habían apoyado a Alfonso y después a la Beltraneja, preparaban ahora un nuevo cambio de rumbo, esta vez en dirección a Isabel.
La infanta era la sucesora natural. Su carácter despertaba admiración; por su naturaleza, podría ser buena reina, y tenía en Fernando un marido enérgico y activo.
Por eso, entre otros, Mendoza y Benavente acudieron a la corte, para esperar allí la muerte del antiguo soberano y la designación del nuevo.
Era una fría noche de diciembre; corría el año 1474 y Enrique yacía en su lecho de muerte.
En torno de su cama se agrupaban los hombres que habían acudido a verlo morir y entre ellos estaban el cardenal Mendoza y el conde de Benavente. Por la habitación rondaba Oviedo, el secretario del rey, inquieto por la misión que tenía que cumplir.
-No puede durar mucho a juzgar por el estertor de su respiración -murmuró Mendoza al oído de Benavente.
-Imposible que le quede más de una hora de vida; es tiempo de administrarle los últimos sacramentos.
-Un momento, que intenta decir algo.
El cardenal y el conde cambiaron una mirada. Posiblemente sería mejor que nadie más que ellos escuchara lo que tenía que decir el rey.
-Alteza -murmuró el cardenal, inclinándose sobre el lecho-, vuestros servidores esperan vuestras órdenes.
-La pequeña Juana -murmuró el rey-. Apenas si es una niña... ¿Qué será de ella?
-Estará bien atendida, Alteza; no os preocupéis por ella.
-Imposible; fuimos tan descuidados... su madre y yo. Es mi heredera... la pequeña Juana. ¿Quién se ocupará de ella? Mi hermana Isabel es fuerte... y puede cuidarse... pero. La pequeña... es mi heredera, os digo. Es mi heredera.
-El rey divaga -se apresuró a decir el cardenal, y el conde hizo un gesto afirmativo.
-He dejado un testamento -continuó Enrique- y en él la proclamo mi heredera.
-¡Un testamento!
El cardenal se sobresaltó; la información era alarmante. Lo único que él y el conde esperaban para presentarse a rendir homenaje a Isabel era la muerte de Enrique y un testamento podía complicar considerablemente las cosas.
-Lo tiene Villena -murmuró el rey-. Se lo di a Villena...
-No cabe duda de que el rey delira -susurró el conde.
-Lo tiene Villena -insistió Enrique-. Él se cuidará de la princesa. Él salvará el trono para Juana.
Uno de los sirvientes se aproximó a los dos hombres que permanecían junto al lecho para preguntarles si debía llamar al confesor del rey.
-El rey está delirando -comentó el conde-. Cree que el marqués de Villena está aquí, en palacio.
Los ojos del rey se habían cerrado y la cabeza se le había caído hacia un lado. Su respiración era agónica. De pronto abrió los ojos para mirar a los que rodeaban su lecho, evidentemente sin reconocerlos.
-Villena -dijo después, y las palabras salían inciertas entre sus labios resecos-, ¿dónde estáis, amigo mío? Villena, aproximaos más.
-Su fin está próximo -suspiró el cardenal-. Sí, id a llamar al confesor del rey.
Mientras el conde y el cardenal salían de la cámara mortuoria, Oviedo corrió tras ellos.
-Señores míos, permitidme una palabra.
Los dos se detuvieron a escucharlo.
-El rey ha dejado en mi poder un documento que me inquieta
mucho -explicó Oviedo- y que estuvo en poder de Villena hasta la muerte de éste. El marqués me lo entregó para que se lo devolviera al rey, pero Su Alteza me dijo que lo guardara bajo llave y eso he hecho.
-¿Qué documentos es ése?
-Es la última voluntad del rey, señores míos.
-Pues debéis hacérnoslo ver sin demora.
Oviedo los condujo a una cámara donde guardaba sus documentos secretos y, abriendo la caja, sacó de ella el testamento y se lo entregó al cardenal.
De haber estado solo, el cardenal lo habría destruido; por el momento Benavente era su amigo, pero por entonces los ánimos cambiaban con gran rapidez en Castilla y Mendoza no se atrevió a destruir en presencia de testigos un documento de semejante importancia.
Benavente leyó sus pensamientos que compartía totalmente.
-No habléis con nadie de este documento -decidió el cardenal-. Llevádselo al párroco de Santa Cruz, en Madrid, y decidle que lo guarde bajo llave en lugar seguro.
Oviedo lo saludó con una inclinación y se retiró.
Durante unos segundos, el conde y el cardenal permanecieron en silencio.
-¡Venid! -exhortó después el cardenal-. Vamos a Segovia, a rendir allí homenaje a la reina de Castilla.
ISABEL Y FERNANDO
El día trece de diciembre del año de 1474, una procesión integrada por los nobles y los prelados más distinguidos de Castilla se dirigía al Alcázar de Segovia. Allí, bajo un rico dosel de brocado, rindieron homenaje a Isabel, reina de Castilla.
Todos la escoltaron hasta la plaza pública de la ciudad, donde se había levantado un estrado.
Ataviada con sus ropas ceremoniales, Isabel montó en su jaca y fue conducida hasta la plaza por los magistrados de la ciudad, mientras uno de sus funcionarios marchaba delante de ella, portador de la espada de estado.
Al llegar a la plataforma, Isabel desmontó para ascender a ella y ocupar su lugar en el trono que habían dispuesto allí.
Se sintió profundamente conmovida al mirar la muchedumbre que la rodeaba. Sentía que estaba viviendo uno de los grandes momentos de su vida, que empezaba a cumplir el destino para el cual había nacido.
Sólo había dos cosas que la apenaban; una era una desilusión, la otra la llenaba de amargura. La primera era que Fernando no estuviera presente para compartir con ella ese triunfo; pocas semanas antes de la muerte de Enrique había recibido una llamada urgente de su padre y había debido acudir a Aragón. La otra que su madre no pudiera saber lo que estaba viviendo ese día su hija.
Mientras Isabel, reina de Castilla por voluntad del pueblo de Segovia, ocupaba su trono, seguía resonando en sus oídos la voz de su madre:
-No olvides jamás que puedes ser reina de Castilla.
Y ella jamás lo había olvidado.
Oía cómo repicaban las campanas, veía las banderas y estandartes que ondeaban al viento, le llegaba el retumbar de los cañones y todo le decía: «He aquí a la nueva reina de Castilla».
Fueron muchos los que se arrodillaron ante ella para besarle la mano y jurarle fidelidad; e Isabel a su vez les decía con su joven voz dulce, musical, un tanto aguda y casi inocente, que haría todo lo que estuviera en su poder para servir a sus súbditos, por restaurar en Castilla la ley y el orden y por estar a la altura de su dignidad de reina.
-¡Castilla! -resonaban las voces entre la muchedumbre-. ¡Castilla para Isabel! ¡Castilla para el rey don Fernando y su reina doña Isabel, reina y propietaria de los reinos de Castilla y de León!
Oír que mencionaban a Fernando le alegró el corazón; ahora podría decirle que habían voceado su nombre y eso le agradaría.
Después descendió de la plataforma para encabezar la procesión que debía dirigirse a la catedral.
Allí Isabel escuchó el Te Deum y sinceramente rogó que le fuera concedido el auxilio divino para que jamás vacilara en el cumplimiento de sus deberes para con sus reinos y su pueblo.
Fernando se dio prisa en volver de Aragón e Isabel lo recibió con alegría.
¿Eran imaginaciones suyas o su marido llevaba la cabeza un poco más alta? ¿No se lo veía un poco más orgulloso, más dominador que antes?
-Primero sois mi esposa, Isabel, no lo olvidéis. Y sólo en segundo término, reina de Castilla -le susurró él durante un momento de pasión.
No esperaba respuesta, de modo que ella no le contradijo. Fernando había hablado como si las cosas no pudieran ser de otra manera, pero... no era así. Aun si Isabel no se hubiera dado cuenta antes, se le había hecho evidente después de las ceremonias celebradas en la plaza y en la catedral.
Aunque amaba a su marido con ternura -y con pasión-, aunque era esposa y madre, Isabel estaba casada con la corona, y el pueblo de Castilla, los sufrientes, los ignorantes, ésos eran sus hijos.
En ese momento no se lo diría, pero Fernando debía llegar a entenderlo. Y lo entendería, porque también él tenía su deber. Era menor que Isabel y, con toda su experiencia, tal vez fuera menos prudente, aunque... por nada del mundo ella se lo diría.
Ya entenderá, se dijo para sí; pero es menor que yo y no sólo en
años; además, es posible que por naturaleza yo sea más seria. Será necesario algún tiempo para que él entienda las cosas de la misma manera que yo.
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