El almirante Enríquez, abuelo de Fernando, estaba encantado con el giro que tomaban los acontecimientos y acudió a ponerse a las órdenes de su nieto.
Al día siguiente del regreso de Fernando se presentó ante él y lo abrazó con lágrimas en los ojos.
-Es éste el momento de mayor orgullo en mi vida. Seréis rey de Aragón y lo sois ya de Castilla.
Fernando parecía un poco mohíno.
-Aquí se oye hablar mucho de la reina de Castilla y muy poco del rey.
-Pues es algo a lo que hay que poner remedio -prosiguió el almirante-. Isabel ha heredado Castilla sólo porque aquí no existe, como en Aragón, la ley sálica. Si aquí tuviera vigencia seríais vos, en vuestra condición de primer varón en la línea de sucesión del trono, que os viene de vuestro abuelo Fernando, el rey de Castilla, e Isabel simplemente vuestra consorte.
-Exactamente -asintió Fernando- y eso es lo que yo desearía. Pero dondequiera que vayamos, es Isabel... Isabel... sin que jamás dejen de recordarme que ella es la rema propietaria. Es casi como si me aceptaran por resignación.
-Eso habrá que cambiarlo -aseguró el almirante-. Isabel hará todo lo que le pidáis.
Fernando sonrió con presunción, recordando la pasión con que su mujer lo había recibido, confiado en que tal fuera la verdad.
-Pues se cambiará, Isabel me adora y no es capaz de negarme nada.
Isabel lo escuchó consternada.
Fernando hablaba riendo, rodeándola con un brazo, rozándole el pelo con sus labios.
-Entonces será así, amor mío. El rey y su consorte bienamada, ¿eh? Es mejor así. Bien lo veréis vos, que sois tan razonable.
Aunque Isabel se sentía ahogada por la congoja, había firmeza en su voz al contestar:
-No, Fernando, no lo veo.
Con el ceño desagradablemente fruncido, él la soltó.
-Pero sin duda, Isabel...
No me habléis con esa frialdad, quería gritar ella, pero no dijo nada. Volvió a ver al pueblo congregado en la plaza... a esas buenas gentes que tanto habían sufrido bajo el mal gobierno de su medio hermano. Siguió sin decir nada.
-Entonces, ¡en tan poca estima me tenéis! -protestó Fernando.
-Os tengo en la mayor estima. ¿No sois acaso mi marido y el padre de mi hija?
El se rió con amargura.
-¡Me habéis traído aquí como semental! ¿Es eso todo lo que significo para vos? Que cumpla la función para la que lo han destinado, que aparte de eso, ¡poco cuenta!
-¿Cómo podéis decir eso, Fernando? ¿Acaso no os pido consejo? ¿No os escucho? ¿No gobernamos juntos estos reinos?
Fernando se irguió en toda su estatura. Por primera vez, Isabel advirtió en sus ojos la luz de la codicia, el gesto arrogante de la boca; percibir esos defectos, sin embargo, no fue causa de que lo amara menos, aunque la confirmó en la creencia de que debía ser ella quien reinara sobre Castilla y León.
-Soy vuestro marido -subrayó él-, y os corresponde escuchar mi consejo.
-En algunas cosas, sí -asintió Isabel, dulcemente-. Pero, ¿habéis olvidado que soy yo la reina de Castilla?
-¡Olvidarlo! ¿Cómo podría hacerlo, si vos no me lo permitiríais? Ya veo que al permanecer aquí me rebajo. Bien veo que no cuento aquí para nada. Señora... Alteza, no deseo ya permanecer aquí. ¿Es necesario que para retirarme solicite el permiso de la reina de Castilla?
-Oh, Fernando... Fernando... -rogó Isabel, cuyos ojos habíanse llenado de lágrimas.
Pero, tras una brusca cortesía, él ya se había retirado.
Fue la primera rencilla, pero Isabel se daba cuenta de lo fácilmente que habrían podido producirse otras.
Hasta ese momento Fernando había creído que no tendría dificultad alguna para relegarla a segundo plano.
Isabel deseaba ir a buscarlo, quería decirle que todo lo que ella poseía era de él también. ¿Qué me importa el poder, habría querido decirle, si por tenerlo pierdo vuestro amor?
Pero no podía olvidar la expresión con que él se había alzado ante ella, su Fernando, un poco vanidoso, un poco ávido. El apuesto y varonil Fernando, a quien le faltaban la modestia y la decisión de servir que eran características de Isabel.
Desde ese momento hasta el final de sus días, no podría haber en Castilla más que un gobernante, y ese gobernante debía ser Isabel.
La reina esperó, luchando con las lágrimas, procurando apaciguar su angustia.
No es el placer lo más importante; no es la felicidad, se recordaba sin descanso. Es cumplir con el propio deber, sea cual fuere la condición que nos haya asignado Dios.
En la corte no ignoraban que Isabel y Fernando habían reñido.
Complacido, el arzobispo de Toledo sonreía astutamente. Ésa era una situación grata a su corazón. El almirante le había llenado la cabeza al gallito de su nieto, pero el arzobispo estaba dispuesto a triunfar sobre el almirante, y si eso requería que Fernando se volviera enfurruñado a Aragón, pues era una lástima.
El arzobispo estaba encantado ante la perspectiva de domeñar la arrogancia de don Fernando.
-En Castilla no hay ninguna ley -precisó ante el Consejo del reino- que impida a una mujer heredar la corona. Por ello no se puede plantear siquiera que Isabel sea la consorte del rey Fernando. Es Fernando el consorte de la reina Isabel.
Fernando se puso furioso.
-No me quedaré aquí para que me insulten -declaró-. Me vuelvo a Aragón.
La noticia se difundió por el palacio y llegó a oídos de Isabel.
-Fernando está preparándose para regresar a Aragón... para siempre.
Fernando estaba un poco alarmado por la tormenta que había provocado.
Aunque él se sintiera ofendido y humillado, su padre le diría que era un tonto si regresaba a Aragón. Y bien que lo sería.
Era rápido de genio e impulsivo, pero jamás debería haber expresado su intención de regresar. Ahora no le quedaba más remedio que irse o colocarse en una posición aun más humillante si se quedaba.
En el palacio estaba difundiéndose ya la noticia de que había un desacuerdo entre Isabel y Fernando, ¡porque Fernando quería tener prioridad e Isabel se la negaba!
Al darse cuenta, por primera vez, de que en realidad era todavía muy joven, Fernando se sintió atónito.
Junto al palacio habían empezado a reunirse pequeños grupos de gente, en espera de la noticia de que el matrimonio, que tan ideal había parecido, se había deshecho, y de que Fernando regresaba a Aragón.
Todos respaldaban firmemente a Isabel, pensó Fernando mientras los miraba por la ventana, al observar la mirada hosca en sus rostros, y si persistía en su actitud, un clamor de hostilidad lo expulsaría de Castilla.
Pero, ¿qué podía hacer?
Sus sirvientes aguardaban órdenes.
-Me volveré a Aragón -había gritado Fernando en presencia de todos ellos-. ¡Estoy impaciente por sacudirme de los zapatos el polvo de Castilla!
Y ahora... esperaban.
Al oír que alguien entraba en la habitación, Fernando no se apartó de la ventana.
Cuando una voz pronunció con suavidad su nombre, se dio la vuelta.
Allí estaba Isabel; había dado a todos los sirvientes orden de retirarse y los dos estaban solos.
Durante unos segundos, él la miró hoscamente, y su amor por Fernando aceleró los latidos del corazón de la reina, que lo veía en ese momento como un niño malcriado, como la pequeña Isabel, la hija de ambos.
-Vamos, Fernando -murmuró Isabel-, no debemos ser enemigos.
-Parece que tal fuera vuestro deseo -masculló él, sin poder mirarla a los ojos.
Su mujer se acercó a tomarle la mano.
-No, está muy lejos de serlo. Era yo tan feliz, y ahora...
Se arrodilló a los pies de Fernando y levantó los ojos hacia él.
Durante un momento, Fernando pensó que Isabel venía a pedirle perdón, a ofrecerle todo lo que quisiera, con tal de que se quedara con ella.
Después, se dio cuenta de que hasta ese momento no había conocido a Isabel. Había conocido a una mujer dulce, que estaba ansiosa de agradarle, que lo amaba con una mezcla de pasión y de ternura; y él, demasiado atento a Fernando para ser capaz de atender a Isabel, había creído que la entendía.
Ella le tomó una mano y se la besó.
-Fernando -preguntó Isabel-, ¿por qué ha de haber entre nosotros esta rencilla? Estamos riñendo por el poder como riñen los niños por un puñado de dulces. Un día, vos seréis rey de Aragón, y tal vez alguna vez queráis pedirme que os ayude a resolver algún problema que se os plantee en el gobierno de vuestro país. Y yo sé que haré lo mismo con respecto al mío. Pensad que si en este asunto se respetara vuestro punto de vista y se introdujera en Castilla la ley sálica, nuestra pequeña Isabel ya no sería la he redera de Castilla y de León. Pensad en eso, Fernando. Vamos, esposo mío, os ruego, os suplico que no llevéis a la práctica la amenaza de abandonarme, porque yo os necesito. Sin vos, ¿cómo podría gobernar estos reinos? Cien veces por día os necesitaré, Fernando. Soy yo, Isabel, quien os lo pide... quedaos.
Su marido la miró. En sus ojos vio el brillo de las lágrimas, la vio arrodillada ante él. Pero aunque estuviera de rodillas, Isabel seguía siendo la soberana de Castilla.
Y le ofrecía una forma de salir del atolladero. <.Cómo podía Fernando regresar a Aragón con nobleza? Y lo que ella le decía era: «¿Cómo puedo vivir sin vos, Fernando, cuando os necesito tanto?»
-Tal vez me haya apresurado -murmuró-. Para un hombre, no es fácil...
-No, no es fácil -dijo ansiosamente Isabel, pensando en Fer-
nando el mimado de su padre y de su madre... y de ella. No, no era fácil para él limitarse a ser el consorte de la reina, cuando creía que debería haber sido el rey-. Pero sois ya el rey de Sicilia, Fernando, y un día lo seréis de Aragón. Y Aragón y Castilla se unirán. Fernando, no debemos permitir que se arruine la gran felicidad que nos hemos dado el uno al otro. Y pensad en la gran felicidad que aportaremos a Castilla y a Aragón.
-Creo que tenéis razón -admitió Fernando.
Ella le sonrió, y su sonrisa era radiante.
-Y como vos decís que me necesitáis tanto...
-Es verdad, Fernando, ¡es verdad! -exclamó Isabel, poniéndose de pie para arrojarse en sus brazos.
Durante un momento siguieron inmóviles, abrazados.
-Ya veis, Fernando -continuó la reina-, somos muy jóvenes y tenemos mucho por hacer y toda la vida por delante.
-Es verdad, Isabel -admitió él, tocándole la mejilla y mirándola como si la viera por primera vez y acabara de descubrir en ella algo que hasta entonces le había pasado inadvertido.
-Quiero que todos sepan que las cosas están bien -declaró Isabel- ... que todos puedan ser tan felices como nosotros.
Lo llevó hacia la ventana para que el pueblo los viera, a los dos, allí de pie.
Isabel puso la mano en la de Fernando, que se la llevó a los labios para besarla.
La comprensión popular fue inmediata.
-¡Castilla! -empezaron a gritar-. ¡Castilla para Isabel... y para Fernando!
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