-Vuestra Alteza debe perdonarme. En cada ocasión en que he tenido el honor de encontrarme en vuestra compañía, he percibido agudamente vuestros estados de ánimo. Cuando sonreíais, me alegraba; ahora que he creído veros preocupada, estaba ansioso por eliminar la causa de vuestra preocupación. ¿Lo consideráis una impertinencia, Alteza?

Juana lo observaba. El desconocido le hablaba con la deferencia que se debe a una reina, pero sin intento alguno de disimular la admiración que despertaba en él la mujer. Juana oscilaba entre

la desaprobación y el deseo de seguir oyéndolo. Finalmente, lo perdonó. En la corte de Enrique, los modales eran los que dictaba el rey, es decir que habían llegado a cierto grado de tolerancia.

Al mirar a los bailarines, vio cómo la mano de Enrique se apoyaba en el hombro de Alegre, acariciante.

-¡Qué mujer insolente! -comentó con voz colérica el joven desconocido.

-¿Decíais, señor? -reprobó la reina.

-Ruego a Vuestra Alteza que me perdone. Me he dejado llevar por mis sentimientos.

Juana decidió que él le gustaba, y que quería mantener la con- versación.

-Hasta yo dejo a veces que mis sentimientos vayan más allá de la dignidad propia de una reina -coincidió.

-Es que en tales circunstancias... -asintió él, apasionadamente-. Pero lo que me deja atónito es... ¿cómo es posible?

-¿Os referís al galanteo del rey con mi dama de honor? Conozco a ambos, y os aseguro que nada hay de qué asombrarse.

-El rey ha sido siempre aficionado a las damas.

-Eso me han dicho, desde antes de que viniera.

-En otro momento, era comprensible. Pero con una reina como... Alteza, os ruego que me perdonéis.

-Otra vez os habéis dejado ganar por vuestros sentimientos. Fuertes y violentos han de ser, para llegar a prevalecer sobre vuestros modales.

-Muy fuertes son, Alteza.

En los ojos oscuros ardía la adoración. Juana perdonó a Enrique, y perdonó incluso a Alegre, porque si ellos no se hubieran visto de tal manera abrumados por el recíproco deseo, no estaría ella, en ese momento, aceptando las atenciones de ese tan apuesto caballero.

Era, y Juana se felicitó al notarlo, mucho más guapo que el rey; era también más joven, y a él no habían empezado todavía a notársele las huellas del desenfreno. Juana había dicho desde el primer momento que si dejaba que el rey hiciera su vida, ella haría la suya, y ya podía imaginarse una vida muy placentera con ese joven caballero.

-Quisiera saber -expresó- el nombre del dueño de tan poderosas pasiones.

-Es Beltrán de la Cueva, que se pone en cuerpo y alma al servicio de Vuestra Alteza.

-Gracias -respondió la reina-. Estoy cansada de contemplar la danza.

Se puso de pie y apoyó la mano en la de él; y mientras bailaba con Beltrán de la Cueva Juana se olvidó de observar cómo se conducían el rey y su dama de honor.

En su aposento, mientras sus damas la preparaban para acostarse, la reina advirtió que Alegre no se encontraba entre ellas.

¡Qué mujerzuela!, pensó. Pero, por lo menos, tiene la decencia de no presentarse esta noche ante mí.

Preguntó a otra de sus camareras dónde estaba Alegre.

-Alteza, le dolía la cabeza y nos pidió que si advertíais su ausencia os rogáramos que la perdonarais por no asistir. Se sentía tan mareada que apenas si podía tenerse en pie.

-Excusada está -aceptó la reina-. Pero habréis de advertirle que sea más cuidadosa en estas ocasiones.

-Le haré presente vuestra advertencia, Alteza.

-Decidle que si descuida su... salud, puedo verme precisada a enviarla de nuevo a Lisboa. Tal vez el aire de su país natal sea mejor para ella.

-Eso la alarmará, Alteza. Está enamorada de Castilla.

-Me pareció advertirlo -comentó secamente la reina.

Estaba lista ya para acostarse. Sus doncellas la llevarían al lecho y, una vez acostada, la dejarían. Poco después el rey, tras haber sido a su vez preparado por sus servidores, vendría a re-unírsele, como lo había hecho todas las noches desde su matrimonio.

Pero, antes de que las damas de honor se hubieran retirado, llegó un mensajero del rey.

Su Alteza se hallaba un poco indispuesto, y esa noche no visitaría a la reina. Le enviaba su más devoto afecto y sus deseos de que pasara una buena noche.

-Os ruego que digáis a Su Alteza -respondió Juana- que me aflige profundamente saberlo indispuesto. Sin tardanza iré a ver si tiene todo lo necesario. Aunque sea su reina, soy también

su esposa, y creo que es deber de una esposa cuidar de su marido en salud y enfermedad.

El mensajero se apresuró a explicar que aunque la indisposición de Su Alteza era muy leve, su médico le había administrado un somnífero que sólo sería eficaz si no se lo molestaba hasta la mañana siguiente.

-Cuánto me alegro de haberos comunicado mis intenciones -declaró Juana-. Me habría afligido muchísimo en caso de haberlo molestado.

El mensajero del rey fue acompañado a la puerta de la cámara de la reina, y las damas de honor de ésta, más silenciosas que de costumbre, terminaron con la ceremonia de acompañarla al lecho y se despidieron de ella.

Juana se quedó durante algún tiempo cavilando sobre el nuevo estado de cosas.

Estaba muy enojada. Era demasiado humillante verse descuidada por obra de su dama de honor y no le cabía duda de que tal era lo que sucedía.

¿Qué debería hacer al respecto? ¿Hablar con Enrique de su descubrimiento? ¿Asegurarse de que algo así no pudiera volver a suceder?

Pero, ¿de qué manera conseguirlo? La reina empezaba ya a entender a su marido. Enrique era débil; quería preservar la paz a cualquier precio. ¿A cualquier precio? Casi a cualquier precio. Cuando se trataba de ir en pos del placer su decisión era tan inflexible como la de un león o la de cualquier otra fiera en pos de su presa. ¿Hasta qué punto permitiría que Juana se inmiscuyera si lo que estaba en juego era separarlo de su nueva amante?

La reina había oído la historia de su predecesora. Hasta último momento, la pobre Blanca había creído hallarse a salvo, pero Enrique no había tenido el menor escrúpulo en enviarla de vuelta a su corte. Blanca había tenido doce años de experiencia con ese hombre y ella, Juana, era una recién llegada en Castilla. Tal vez fuera una imprudencia desencadenar la cólera de su marido. Quizá fuera mejor esperar para ver cuál era la mejor manera de vengarse de la infidelidad de su marido y de la deslealtad de su dama de honor.

Sin embargo, estaba decidida a descubrir si realmente estaban juntos esa noche.

Se levantó de la cama, se envolvió en un peinador y entró en el aposento contiguo, donde dormían sus camareras.

-¡Alteza! -varias mujeres se sentaron en la cama, y había alarma en el tono de las exclamaciones.

-No os alarméis -las tranquilizó la reina-. Por favor, que una de vosotras me traiga un vaso de vino. Tengo sed.

-Sí, Alteza.

Alguien salió en busca del vino y Juana regresó a su habitación, pero ya había visto lo que quería: la cama que debería haber ocupado Alegre estaba vacía.

Le trajeron el vino y Juana se quedó mirando con aire ausente el juego de la luz oscilante de las velas sobre las paredes cubiertas de tapices, mientras bebía lentamente y empezaba a planear cuál sería su venganza.

Le enfurecía pensar que una de sus sirvientas hubiera pasado por encima de ella, de Juana de Portugal.

«Haré que sea enviada de vuelta a Lisboa», masculló. «No importa lo que él diga; insistiré. Tal vez Villena y el arzobispo se pongan de mi parte. Después de todo, lo que ellos desean es verme encinta sin demora».

Entonces oyó las dulces notas de un laúd que tocaba bajo su ventana, y escuchó cómo la voz del ejecutante se elevaba en una canción de amor que esa misma noche había escuchado Juana en el salón de baile.

Las palabras eran las de un amante que suspira por su amada, declarando que preferiría la muerte antes que verse rechazado por ella.

La reina tomó una vela y se aproximó a la ventana.

Allí abajo estaba el joven que tan ardorosamente había hablado con ella en el baile. Durante unos momentos, los dos se contemplaron en silencio; después, él empezó nuevamente a cantar, con voz profunda, vibrante, apasionada.

La reina regresó a su lecho.

Lo que sucediera en algún rincón del palacio entre su marido y su dama de honor había dejado de importarle. Sus pensamientos eran solamente para Beltrán de la Cueva.




LOS ESPONSALES DE ISABEL

Isabel se despertó de su sueño. Se sentó en la cama, diciéndose que no podía ser aún de día; estaba demasiado oscuro.

-Despiértate, Isabel.

Era la voz de su madre, y un escalofrío de aprensión recorrió a la niña. Allí estaba la reina viuda, sosteniendo en la mano un candelabro, el pelo flotante sobre los hombros, enormes los ojos en el rostro pálido y desencajado.

La infanta empezó a temblar.

-Alteza... -murmuró-, ¿es ya de mañana?

-No, no. No has dormido más que una hora o poco más. Hay una noticia maravillosa... tanto que he decidido despertarte para hacértela saber.

-Una noticia... ¿para mí, Alteza?

-Vaya, qué niña dormilona eres. Deberías estar bailando de alegría. Esta noticia maravillosa acaba de llegar de Aragón. Tendrás marido, Isabel. Es una gran alianza.

-¿Marido, Alteza?

-Ven, no te quedes allí. Levántate. ¿Dónde está tu abrigo? -la reina viuda dejó escapar una aguda risa-. Estaba resuelta a traerte yo misma esta noticia; no quería que nadie más te la diera. Toma, niña. Envuélvete en esto. ¡Así! Ahora, ven conmigo. Este es un momento solemne. Han pedido tu mano en matrimonio.

-¿Quién la ha pedido, Alteza?

-El rey Juan de Aragón, en nombre de su hijo Fernando.

—Fernando -repitió Isabel.

-Sí, Fernando. Claro que no es el hijo mayor del rey, pero he oído decir, y sé que es la verdad, que el rey de Aragón ama más las uñas de Fernando que el cuerpo todo de los tres hijos que tiene de su primer matrimonio.

-Alteza, ¿es que tiene las uñas tan diferentes de las de otras personas?

-Ay, Isabel, Isabel, qué niña eres todavía. Y Fernando es un poco menor que tú... un año casi, once meses. Es decir que aún es apenas un muchachito, pero estará tan encantado de establecer una alianza con Castilla como tú con Aragón. Y yo, hija mía, estoy contenta. Tú ya no tienes padre, y tus enemigos en Madrid harán todo lo posible por privarte de tus derechos. Pero el rey de Aragón te ofrece su hijo. El matrimonio se celebrará tan pronto como tengáis la edad necesaria. Entretanto, puedes considerarte comprometida. Ahora, debemos orar. Debemos agradecer a Dios esta enorme buena suerte, y al mismo tiempo pediremos a los santos que cuiden bien de ti, que te guíen hacia un gran destino. Ven.

Juntas se arrodillaron en el reclinatorio que había en el cuarto de Isabel.

Para la niña, ¡a impresión de estar levantada a esa hora era fantástica; la vacilante luz de la vela tenía algo de espectral, la voz de su madre sonaba imperiosa, como si en vez de rogarles, diera instrucciones a Dios y a sus santos sobre lo que debían hacer por Isabel. La infanta sentía que le dolían las rodillas, siempre un poco magulladas de tanto estar arrodillada, y tenía la sensación de no estar completamente despierta, como si todo lo que sucedía fuera una especie de sueño.

«Fernando», murmuró para sí, tratando de hacerse una imagen de él, pero lo único que podía pensar era en esas uñas tan amadas.

¡Fernando! Algún día se conocerían, hablarían, harían planes. Vivirían juntos, como habían vivido su madre y el rey, en un palacio o en un castillo, probablemente en Aragón.

Isabel jamás había pensado en vivir en otro lugar que en Madrid o en Arévalo; jamás se le había ocurrido que pudiera tener otros compañeros que su madre o Alfonso, y tal vez Enrique, si es que alguna vez regresaban a Madrid. Pero esto sería diferente.

Fernando. Se repitió una y otra vez el nombre; tenía una calidad mágica. Fernando sería su marido, y ya desde ahora tenía el poder de hacer feliz a su madre.

La reina había vuelto a levantarse.

-Ahora volverás a acostarse -indicó-. Ya hemos dado las gracias por esta gran bendición.

Cuando besó a su hija en la frente, su sonrisa era calma.

Isabel agradecía en silencio a Fernando que fuera capaz de hacer feliz a su madre.

Pero el estado de ánimo de la reina cambió repentinamente, en esa forma imprevista que aún seguía sorprendiendo a Isabel.

-Quienes hayan pensado que tú no tenías peso alguno tendrán que cambiar de opinión, ahora que el rey de Aragón te ha elegido como novia de su hijo bienamado.