Tanto era lo que hablaba de él con Alfonso, que su hermano menor le decía:

-Se diría que Fernando estuviera realmente aquí con nosotros. Nadie creería que tú no lo has visto jamás.

Esas palabras afectaban a Isabel, ya que para ella era casi una ofensa que le recordaran que jamás había visto a Fernando. A veces pensaba también que había infringido su habitual decoro, al hablar tanto de él, y que era algo que debía evitar.

Pero aunque no lo hablara con su hermano, eso no le impedía seguir pensando en Fernando. Le era imposible imaginarse la vida sin él.

Por él y para él estaba decidida a ser una perfecta esposa, una reina perfecta, pues creía que, pese a su hermano Carlos, Fernando sería algún día rey de Aragón. Isabel ya era experta en labores de aguja y no sólo quería ser maestra en el bordado, sino también en la costura.

-Cuando esté casada con Fernando -dijo en una ocasión a su hermano-, yo le haré todas las camisas. No le dejaré usar ninguna cosida por otras manos.

También se interesaba por los asuntos de estado.

Sabía que ya no era una niña y pensaba que tal vez al cumplir los quince o dieciséis años se casaría. Fernando era un año menor y tal vez eso fuera causa de alguna demora, ya que sería ella quien tendría que esperar a que él llegara a la edad casadera.

-Pero no importa -se consolaba-. Así tendré más tiempo para perfeccionarme.

De vez en cuando le llegaban noticias de la corte de su medio hermano. Al parecer, Enrique era muy mal rey y la niña comprendía que, indudablemente, su madre había tenido razón al insistir en que ella y su hermano debían vivir retirados, como ermitaños. Esa era la mejor manera de prepararse para su matrimonio con Fernando.

Como lo había hecho desde que era muy pequeña, Isabel escuchaba las conversaciones de los mayores y rara vez las interrumpía; procuraba disimular su interés, que era la forma más segura de conseguir que todos se olvidaran de su presencia.

Un día oyó muchos susurros y murmuraciones.

-¡Qué escándalo!

-¡Cuándo se oyó que un arzobispo se condujera de ese modo!

-¡Y el arzobispo de San Jaime, además!

Finalmente Isabel consiguió descubrir en qué había consistido el delito del arzobispo. Aparentemente éste se había quedado tan impresionado por los encantos de una joven novia que había intentado secuestrarla y violarla cuando ella salía de la iglesia después de la boda.

Los comentarios sobre el escándalo eran muy esclarecedores.

-Pues, ¿qué se puede esperar? No es más que un reflejo de lo que sucede en la corte. ¿Cómo puede el rey censurar al arzobispo cuando él se conduce de manera no menos escandalosa? Habéis oído decir, me imagino, que la principal de sus amantes es una dama de honor de la propia reina. Dicen que ha dispuesto para ella aposentos tan espléndidos como los de la reina, y que personas de la importancia del arzobispo de Sevilla intentan conseguir su favor.

-Pero es que además no es la única amante del rey. ¡Si el último escándalo es que una de sus damas quería hacerse abadesa, imaginaos! Y ¿qué hace nuestro enamorado rey? Pues destituye a la piadosa y noble abadesa de un convento de Toledo para poner en lugar de ella a su querida. No es de asombrarse que haya es-

cándalos fuera de la corte cuando los que hay en ella son tan sonados.

Por su madre y sus maestros, Isabel empezó a saber lo mal gobernada que estaba Castilla; le hicieron tomar conciencia de los terribles errores que insistía en cometer su medio hermano.

-Hija mía -le decía su confesor-, toma como una lección las acciones del rey y, si alguna vez te lleva el destino a colaborar en el gobierno de un reino, asegúrate de no caer en trampas semejantes. Se están exigiendo impuestos al pueblo y ¿con qué fin? Pues para que el rey pueda mantener a sus favoritas. Los mercaderes, que son uno de los medios de que el país se haga de riquezas, se ven sometidos a tan pesados gravámenes que no pueden dedicar lo mejor de sus esfuerzos al país. Y lo peor de todo es que se ha adulterado la moneda. Debes tratar de entender la importancia que esto tiene. Donde teníamos antes cinco casas de moneda hay ahora ciento cincuenta; eso significa que el valor del dinero ha descendido a un sexto de su valor anterior. Trata de comprender, hija mía, el caos que esta situación puede provocar. Si las cosas no se arreglan, el país entero estará al borde de la insolvencia.

-Decidme -preguntó con seriedad Isabel-, ¿mi hermano Enrique es el culpable de todo eso?

-Es frecuente que los gobernantes de un país sean los culpables de que éste pase por épocas difíciles. Deber del gobernante es postergarse por el amor a su país. El deber de reyes y reinas para con su pueblo debería estar antes que el placer. Si alguna vez fuera tu destino gobernar...

-Mi país sería lo primero en mi consideración -terminó Isabel, uniendo las manos. Y lo decía con la voz con que podría hablar una novicia refiriéndose al momento de hacer sus votos.

En tales ocasiones se imaginaba siempre gobernando junto a Fernando; empezó a darse cuenta de que ese novio que le estaba destinado, que tan real era para ella aunque jamás lo hubiera visto, se había constituido en la fuerza dominante en su vida.

Tiempo después, les llegó la noticia de que Enrique había decidido encabezar una cruzada contra los moros. No había nada que pudiera ganarle el apoyo del pueblo con tanta seguridad como un proyecto tal. A los españoles les escocía saber que hacía ya siglos que los moros estaban en España, y que las grandes

provincias del sur seguían aún bajo el dominio de ellos. Desde la época de Rodrigo Díaz de Vivar, el famoso castellano del siglo XI que pasó a la historia como el Cid Campeador, los españoles buscaban otro hombre que fuera capaz de conducirlos en la batalla; y toda vez que aparecía alguno que proponía organizar una campaña con la intención de expulsar a los moros de la península ibérica, se elevaba el clamor: «He aquí que ha renacido el Cid y está entre nosotros».

De manera que cuando Enrique declaró su propósito de combatir a los moros, su popularidad se incrementó.

El rey necesitaba dinero para sus campañas, ¿y de dónde habría de salir éste sino de los bolsillos de su sufrido pueblo? Los ejércitos se adueñaron de las riquezas de la campiña con el fin de equiparse para la campaña del rey.

Enrique, sin embargo, era de aquellos militares que saben encabezar un ostentoso desfile, marchando por las calles a la cabeza de sus tropas, pero a quienes no les va tan bien en el campo de batalla.

Repetidas veces, sus fuerzas fueron derrotadas; regresó de sus guerras para hacer deslumbrante exhibición de su caballería, pero sin haber realizado conquista alguna y los moros siguieron tan firmes en sus posiciones como siempre.

Enrique declaró que era parco en arriesgar la vida de sus hombres porque, en su opinión, la vida de un solo cristiano valía más que la de un millar de musulmanes.

Esperaba que su sentimental declaración despertara ecos favorables en el pueblo, pero el pueblo se quejó, especialmente en las regiones en donde había tenido lugar la lucha.

Parecería, decía la gente, que el rey nos hace la guerra a nosotros, no a los infieles.

Y cada día, en la escuela del palacio de Arévalo, Isabel se enteraba de las hazañas de Enrique y de ellas tenía que aprender sus lecciones.

-Jamás emprendas una guerra -le decían- a menos que tengas bien fundadas esperanzas de victoria. Con un hermoso uniforme no se hace un buen soldado. Antes de ir a la guerra asegúrate de que tu causa es justa y de que la has abrazado de todo corazón.

-Jamás -les decía su preceptor, instruyendo a Isabel y a Al-

fonso- tuvo un futuro gobernante mejor oportunidad para sacar provecho de las locuras de su predecesor.

Les explicaban por qué, en todos los sentidos, Enrique era un mal rey. No les hablaban de sus aventuras amorosas, pero el tema quedaba insinuado y en la categoría única de «favoritos» iban incluidos amantes y ministros.

La extravagancia del rey rozaba los límites del absurdo. Su política consistía en sobornar a los enemigos, en la esperanza de convertirlos en amigos, y a los amigos para que no dejaran de serlo.

En ambos casos, política equivocada, oían decir Isabel y Alfonso. A los amigos hay que conservarlos en virtud de la recíproca lealtad y a los enemigos hacerles frente con el puño armado, no con la mano que ofrece riquezas.

-Aprended bien vuestras lecciones, niños, pues puede llegar un momento en que las necesitéis.

-Debemos aprender nuestras lecciones, Alfonso -insistía Isabel-, porque bien pudiera ser que un día el pueblo se hartara de Enrique, y si él no tiene hijo varón te llamarán a ti para ocupar el trono de Castilla. En cuanto a mí, algún día ayudaré a Fernando a gobernar Aragón, de manera que ciertamente debemos aprender bien nuestras lecciones.

Así, con esa seriedad, escuchaban ambos lo que se les decía y les parecía que los años en Arévalo eran los años de espera.

Isabel se demoraba pensativamente en su bordado.

Pensaba que en cualquier momento podía haber cambios. En cualquier momento, el pueblo podía decidir que estaba harto de Enrique y entonces marcharían sobre Arévalo para llevarse a Alfonso y coronarlo rey.

La infanta había oído decir que la desvalorización de la moneda había provocado el caos en ciertos sectores de la comunidad y que, como resultado, se habían incrementado los robos.

Algunas de las familias más nobles de Castilla, declarando que estaban al borde de la bancarrota habían perdido todo sentido de la decencia y convertíose en salteadores de caminos. Viajar era, por aquel entonces, menos seguro de lo que lo había sido durante siglos y los castillos, que otrora fueran los hogares

de las familias nobles, eran poco menos que guaridas de ladrones. Algunos de tales nobles llegaban incluso al punto de remediar sus contratiempos apoderándose de cristianos y cristianas en pueblos y aldeas, para después venderlos como esclavos a los moros.

Semejante conducta era en verdad deplorable y era evidente que en Castilla imperaba la anarquía.

Se necesitaban muchas reformas, pero lo único que al rey parecía importarle eran sus fantásticos desfiles y el placer de sus favoritos.

Isabel rogaba por el bienestar de su país.

«Ah, ¡qué diferentes seremos Fernando y yo, cuando gobernemos juntos!», decíase para sus adentros.

Un día su madre vino a verla sumamente alterada e Isabel recordó aquella noche en que la había sacado de la cama para dar gracias a Dios porque el rey de Aragón la había pedido en matrimonio para su hijo Fernando.

-Isabel, hija mía, tengo una noticia maravillosa. El príncipe de Viana nos pide tu mano en matrimonio. Es un ofrecimiento brillante. Carlos no sólo es heredero de Aragón, también es el gobernador de Navarra. Mi querida Isabel, ¿por qué me miras tan azorada? Deberías regocijarte.

Isabel se había puesto pálida; levantó la cabeza y se enderezó en toda su estatura, olvidadas por una vez las reglas del decoro.

-Habéis olvidado, Alteza, que estoy ya comprometida con Fernando -objetó.

La reina viuda soltó la risa.

-Eso... vaya, olvidémoslo. ¿Fernando de Aragón? Un matrimonio muy conveniente, pero no es más que un segundón. Carlos, el heredero de Aragón, el gobernador de Navarra, pide tu mano. No *reo por qué habría de demorarse el matrimonio.

Fue una de las pocas ocasiones de su vida en que la joven Isabel perdió el control. Se arrodilló y, aferrándose a las faldas de su madre, la miró implorante.

-Pero, Alteza -gimió-, yo soy la prometida de Fernando.

-Esa promesa no es una obligación, hija mía. Este matrimonio es más adecuado. Debes admitir que tus mayores saben lo que es mejor para ti.

-Alteza, el rey de Aragón se enojará. ¿Acaso las uñas de Fernando no le son más caras que todo el cuerpo de su hijo mayor?

Las palabras de la infanta hicieron sonreír a su madre.

-Carlos ha reñido con su padre, pero el pueblo de Aragón ama a Carlos y él es el único a quien reconocerán como rey. Los territorios de Navarra también le pertenecen. Vaya, si no podrías esperar matrimonio mejor.

Isabel se mantuvo rígidamente erguida y, por primera vez, mostró claramente los signos de su naturaleza obstinada.

-Mi casamiento con Fernando es una cuestión de honor.

Su madre se rió, no con su risa de excitación descontrolada, sino apenas con una tolerancia levemente divertida; pero en ese momento Isabel no estaba en situación de preocuparse por las emociones de su madre.