– Estupendo. -Un tono de ironía se dejó vislumbrar en esa única palabra.
Bailey ocultó una sonrisa mientras leía.
– Bien…, bla, bla, bla…, ya he entendido esta parte. «Agarre la aguja con pinzas de modo que la punta se curve hacia arriba». -Miró la curvada aguja de sutura y luego al resto del contenido del botiquín de primeros auxilios. No había pinzas-. Esto es estupendo -dijo con sarcasmo-. Necesito unas pinzas. Suelo llevar un par en mi neceser de maquillaje, pero, caramba, nunca se me había ocurrido que las necesitara en vacaciones.
– Hay una pequeña caja de herramientas en el avión.
– ¿Dónde?
– Asegurada en el compartimento del equipaje.
– No la he visto cuando he sacado las maletas -dijo ella, pero se levantó para volver a asegurarse-. ¿Cómo es de grande?
– Como la mitad de un maletín. Sólo tiene unas cuantas herramientas básicas: martillo, alicates, un par de llaves inglesas y destornilladores.
Sintiéndose como si hubiera entrado y salido de los restos del avión tan a menudo como para haber dejado un surco en la tierra, Bailey volvió a entrar en el aparato, trepó al asiento de los pasajeros y miró por encima del respaldo en el compartimento del equipaje. El suelo del avión estaba combado por el impacto, así que allí todo estaba revuelto, pero la red de carga se había quedado en su sitio y había evitado que nada saliera despedido como había sucedido con su bolso. Justo cuando abría la boca para decirle que no encontraba nada, él dijo:
– Debería estar sujeta en unos ganchos contra la pared de atrás, justo en la parte interior de la puerta del compartimento. ¿La ve?
Ella miró hacia donde él le indicaba y allí estaba, convenientemente asegurada. Qué tonta era. Se había dedicado a mirar en el suelo del avión, no en las paredes.
– Sí. La tengo. -Con la caja de herramientas en la mano, salió del aparato.
Se sintió un poco mareada cuando se puso de pie, así que se quedó quieta un momento. ¿Era el mal de altura otra vez, aunque hubiera tenido cuidado de moverse lentamente? ¿O necesitaba un poco de azúcar? Tras un instante, el mareo pasó, así que se dirigió hacia el chocolate.
– Creo que necesito comer también -dijo, arrodillándose junto a él y dando un mordisco a la barra de Snickers-. No quiero desmayarme mientras le estoy clavando una aguja. -A este paso, le iría bien tenerlo cosido para la puesta del sol.
Pensar en la puesta del sol le recordó la hora, y se dio cuenta de que no había mirado el reloj ni una vez. No tenía ni idea de cuánto hacía que había recuperado la consciencia, o cuánto tiempo había transcurrido desde entonces, y mucho menos de lo que quedaba de día. Automáticamente se subió los puños de las camisas y se quedó mirando la muñeca izquierda, donde había estado su reloj.
– Mi reloj ha desaparecido. Me pregunto cómo ha sucedido.
– Probablemente se golpeó el brazo contra algo y se soltó el broche o se rompió un eslabón. ¿Era caro?
– No. Era uno barato sumergible que compré para las vacaciones. Voy a…, iba a hacer rafting con mi hermano y su mujer.
– Puede incorporarse al grupo mañana o pasado.
– Quizá. -Masticó lentamente la chocolatina, sin compartir con él su terrible sensación de aislamiento, como si el rescate estuviera muy lejano.
Sólo se permitió dar un mordisco, para ahuyentar el mareo, pero después se obligó a volver a lo que se traía entre manos. Tras envolver cuidadosamente el trozo de chocolate que quedaba y dejarlo a un lado, le quitó el paquete helado de la cabeza.
– Tengo que darle la vuelta, para que se quede con la cabeza mirando hacia la colina, al menos hasta que limpie la herida; salvo que quiera que el colutorio le empape toda la cara y le resbale hacia abajo.
– No, gracias. Pero puedo hacerlo yo; únicamente dígame qué quiere que haga.
– Primero deslícese hacia mí; no quiero que se salga de la manta a la nieve. Bien, bien. Ahora gire sobre el trasero, espere un momento, déjeme ponerle este trozo de hule bajo la cabeza. Eso es.
Sus giros provocaron que buena parte del montículo de ropa se cayera y ella se tomó un momento para ponerla en su sitio.
Para evitar que el colutorio le cayera en los ojos le inclinó la cabeza hacia atrás todo lo posible.
– Bueno. Allá va -dijo Bailey, utilizando la mano izquierda como barrera contra cualquier probable salpicadura, y empezó a verter cuidadosamente el líquido sobre la herida. Él se movió inquieto una vez, después se mantuvo inmóvil.
Examinó la herida en busca de cualquier resto de suciedad, pero todo lo que pudo ver fue la sangre que limpiaba. Las instrucciones decían que no se arrancaran los coágulos, así que ella trataba de no dejar que el colutorio cayera directamente en la cortadura. Cuando se acabó todo el líquido puso la tapa otra vez en la botella vacía y la dejó a un lado, entonces abrió una de las toallitas con alcohol y empezó a limpiar los bordes del corte.
No se permitió pensar en la gravedad de la herida, ni en lo fácil que sería que se infectara en aquellas circunstancias tan poco higiénicas. En vez de eso, se concentró en lo que tenía que hacer, paso a paso. Limpió sus manos, la aguja y los alicates con otra toallita. Después se puso los guantes desechables de goma y limpió todo de nuevo. Limpió su frente con un disco de algodón con yodo. Cuando había hecho todo lo que estaba en su mano para eliminar todos los gérmenes, preparó una sutura, respiró profundamente y empezó.
– Las instrucciones dicen que se empiece en el medio -murmuró mientras perforaba su piel con la aguja curvada y la empujaba hasta el otro extremo del corte-. Supongo que es para que no termine usted con un gran bulto de piel en un extremo si no lo coso como es debido.
Él no contestó. Tenía los ojos cerrados y estaba respirando acompasadamente. A pesar del hielo y el ibuprofeno, Bailey sabía que aquello tenía que resultar muy doloroso, pero evidentemente no era el martirio que ella temía causarle. En todo caso, él no se ponía tenso cada vez que lo pinchaba. Ella iba despacio, con miedo a cometer un error. Cada punto debía ser atado y cortado, de modo que cada uno de ellos fuera independiente de los otros, y las instrucciones decían que había que asegurarse de que el nudo se apoyara en la piel, no directamente en la herida. Se obligó a pensar que aquello era como coger el dobladillo a un par de pantalones, aunque no la consoló demasiado, porque coser no era su ocupación favorita y debía reconocer que tampoco era demasiado buena en esas lides.
La herida tenía unos veinte centímetros de largo. No tenía ni idea de cuántos puntos debía dar, así que simplemente cosió empezando por el medio y puso los que le pareció bien. Cuando terminó, le temblaban las manos y estaba segura de que le había llevado por lo menos una hora. Secó cuidadosamente la línea de puntos negros, limpiando las gotas de sangre donde la aguja había perforado la piel. Después dudó. ¿Debería aplicar una pomada antibiótica antes de poner un vendaje sobre la herida? Pensaba que los médicos no lo hacían ahora, pero, por otra parte, normalmente daban puntos en un ambiente estéril, con todos los medicamentos y la parafernalia necesaria. Ella y Justice estaban atrapados en la ladera de una montaña, en medio de la nieve, con muy poca comida. Pensó que su sistema inmunológico podría necesitar toda la ayuda posible.
Aplicó cuidadosamente la pomada, que también contenía un analgésico suave. Supuso que debía de ser bueno. Después cubrió la herida con gasas estériles y enrolló una venda alrededor; cuando terminó, usó la venda elástica para cubrir su cabeza. El resultado final le pareció bastante pulcro, si podía usar esa palabra, y la venda preservaría la herida de la suciedad.
– Listo -dijo finalmente, desplomándose sobre su trasero junto a él.
– Ya está hecho. Lo siguiente en la agenda: un refugio.
Capítulo 9
Maldición. Era sexy.
Cam nunca la había considerado así, pero ahora definitivamente sí…, y no por el aspecto que tenía, porque en aquel momento su aspecto era horrible. Tenía el pelo enredado, su cara estaba manchada de sangre y suciedad, y alrededor de sus ojos se empezaban a ver zonas amoratadas que probablemente a la mañana siguiente estarían negras. Su vestimenta le daba el aspecto de un cruce entre un montañero y una mendiga. Y a pesar de que acababa de pasar una hora haciéndole agujeros en la cabeza -o quizá por ello-, quería besarla.
Resopló interiormente ante aquel último pensamiento. Besarla, y un cuerno. Quería hacer mucho más que eso, así que supuso que era mejor que su condición física en ese momento no fuera óptima, porque ya se habría arriesgado a que le cortaran la cabeza y la presentaran en una bandeja por haberle tirado los tejos en serio.
Siempre se había preguntado qué era lo que motivaba a una mantis religiosa macho a cortejar a la muerte cuando se apareaba con la hembra letal. A lo mejor carecía de cerebro y, por tanto, el pobre ingenuo no tenía ni idea de que estaba literalmente follando hasta morir, o quizá algo en su evolución había sufrido un cortocircuito. Después de todo, un proceso que terminaba en la muerte del macho no podía ser bueno para la especie. Al mismo tiempo, admiraba a esos pequeños bastardos; se necesitaba ser un macho entregado para continuar follando mientras le arrancaban la cabeza y se la comían. Por primera vez entendió su motivación. Habría arriesgado mucho por tenerla desnuda debajo de él.
Suponía que la señora Wingate… Demonios, ¿cómo se llamaba? Lo sabía, pero tenía la costumbre de pensar en ella como señora Wingate y no recordó el nombre inmediatamente. En aquel momento su cerebro no estaba funcionando a pleno rendimiento. Sin embargo, recordarlo parecía importante, ya que no estaba bien pensar en desnudarla si no podía acordarse de su nombre.
Con semejante motivación, se concentró en recordar. Era un nombre poco común, como la marca de un licor. Empezó a repasar nombres mentalmente: Johnnie Walker, Jim Beam, J &B, Bailey's… Bailey, ése era. Se sintió triunfante. Ahora podía fantasear con la conciencia tranquila.
En cualquier caso, suponía que la señora Wingate -¡Bailey, maldita sea!- no iba a arrancarle la cabeza, pero le daba la sensación de que no era fácil, en el amplio sentido de la palabra. Era todo un desafío, tanto física como mentalmente. Había levantado un muro en torno a ella y él sospechaba que pocas personas habían visto a la mujer que estaba atrincherada en su interior. Sólo las duras condiciones que había provocado el accidente la habían hecho salir de esa fortaleza, y él había podido ver a la mujer real.
Pero la había visto, y le gustaba lo que veía.
Si hubiera imaginado antes -que no lo había hecho- lo que sería estar en un lugar aislado con ella, le habría dado la sensación de que se parecería mucho a un dolor de estómago. De cualquier modo, habría sido una lata. Y en lugar de eso, había resultado ser una persona tranquila y competente, que abordaba todos los problemas y situaciones con sentido común y con ingenio. Si no lo hubiese visto, jamás lo habría creído. Había hecho todo lo necesario, y probablemente le había salvado la vida. No había dudado en calentarle los pies congelados con su cálido cuerpo, ni se había ruborizado o enfadado cuando él descubrió que no llevaba sujetador.
Le gustaba ese tipo de actitud, y la seguridad interior que revelaba. Su divorcio le había enseñado algunas verdades sobre sí mismo, y no las había olvidado en sus contactos posteriores con las mujeres. Era un antiguo oficial del ejército y un piloto, dos profesiones que excluían a tipos tímidos y retraídos. Él estaba seguro de sí mismo y tenía sentido de la autoridad, estaba acostumbrado a mandar, a tomar decisiones y a lograr que la mayoría de la gente le obedeciera. Se necesitaba una mujer fuerte para lidiar con él en pie de igualdad, pero ahora, con treinta y muchos años, una relación entre iguales le seducía más que una en la que tuviera que contenerse para evitar herir los sentimientos de una mujer o abrumarla. No le gustaban los juegos, y no quería una mujer que tratara de hacerle pasar por el aro.
Quizá las personas así escaseaban, o quizá él había estado buscando en lugares equivocados, pero no había encontrado muchas mujeres que compaginaran ese tipo de atractivo mental con un fuerte atractivo físico. Karen, por ejemplo, era fuerte y enérgica, pero él no se sentía sexualmente atraído por ella. En el caso de Bailey, su rechazo a lo que él había pensado que era frialdad había anulado cualquier interés físico que hubiera podido sentir.
Ahora la situación era diferente. No sabía por qué había levantado un muro tan alto y frío en torno a ella, pero se había relajado temporalmente y había bajado la guardia, permitiéndole entrar dentro de las murallas, y él, con toda seguridad, pretendía quedarse allí. Aquella situación crítica había establecido un vínculo entre ellos, un vínculo de supervivencia. Cuando todo terminara y el grupo de rescate los encontrara, ella trataría de volver a la situación anterior. Pero él no iba a dejar que pasara semejante cosa. De alguna forma, entre un momento y otro tenía que ganarse su confianza para siempre.
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