– Sí, ésa era una solución estupenda. Si Seth ha visto una luz, es la que hay encima de la barra de su club favorito.

– Sí -asintió ella, suspirando-. Si Seth empezaba a actuar como una persona adulta y madura, entonces se suponía que yo le debía entregar el control de los fideicomisos; pero Seth no podía conocer esta parte del acuerdo. Jim decía que su hijo era lo bastante listo para simular un cambio de actitud si lo creía necesario durante el tiempo suficiente para tener el control y después volver a actuar como de costumbre. Jim estaba seguro de que eso funcionaría. Hasta ahora no ha sido así.

– No tenía por qué haberse casado contigo -señaló Cam-. Sencillamente, podía haber modificado las cláusulas del fideicomiso.

– Sin embargo, casarse conmigo era parte del palo que usaba para golpear a Seth con el fin de corregirle. Si yo sólo era la fideicomisaria, Seth podría estar cabreado por ello, pero en el fondo no se sentiría humillado. Todo giraba en torno a mí: soy más joven que Seth; supuestamente me aproveché de un hombre viejo y moribundo; me trasladé a la casa de su madre. Hacer saber a la gente que Jim me daba el control de su dinero se suponía que era el golpe definitivo.

– Bueno, eso contesta una pregunta -repuso él.

– Y esa pregunta es…

– Por qué se casó contigo.

– ¿No era de eso de lo que trataba toda esta conversación? ¿Qué más hay? ¿Cuál es la otra pregunta?

– ¿Por qué te casaste tú con él?

Bailey creía que había contestado a eso. Frunció el entrecejo por encima del hombro en dirección a Cam, aunque probablemente él no pudo darse cuenta con la tenue luz que llegaba de la hoguera.

– Ya te lo he dicho: era parte del trato.

– Pero ¿por qué lo aceptaste? El matrimonio es un paso decisivo.

No en su familia. Sus padres habían considerado el matrimonio como una conveniencia legal, que podía disolverse en cualquier momento que tuvieran el capricho de querer cambiar. Pero no quiso explicar todo eso. En vez de ello, dijo cansinamente:

– Nunca he estado enamorada. Así que pensé: «¿Por qué no?». Él se estaba muriendo. Yo haría eso por Jim y a cambio él se ocuparía de que yo estuviera económicamente segura.

– Entonces si te dejó dinero.

– No. -El alivio se había desvanecido y se estaba empezando a hartar de esta conversación-. Tengo privilegios, como vivir en la casa; mis gastos están cubiertos y me pagan un sueldo muy bueno por administrar los fondos, pero no heredé nada. Todos esos privilegios terminarán si me vuelvo a casar, pero el sueldo continúa mientras haga el trabajo.

– Ya entiendo. Ni siquiera voy a preguntar lo que consideras un sueldo «muy bueno».

– Eso está bien, porque no es asunto tuyo -replicó ella severamente.

La atrajo más hacia él y apoyó la mejilla de ella en su hombro.

– Pero siento curiosidad: ¿verdaderamente nunca has estado enamorada? ¿Nunca?

El cambio de tema le causó incomodidad, provocando que se moviera inquieta.

– ¿Tú sí?

– Claro. Varias veces.

Hizo una mueca ante la palabra «varias». Si fuera amor verdadero, ¿no sería sólo una vez? El amor verdadero no debería desaparecer. El amor verdadero se expandía, dejaba sitio para hijos y mascotas y una legión de amigos y parientes. No llegaba con fecha de vencimiento para que después de esa fecha pasaras a otro.

– Cuando tenía seis años, me enamoré locamente de mi profesora de primer curso. Se llamaba señorita Samms -dijo él con tono evocador, y ella pudo percibir en su voz que estaba sonriendo-. Ella acababa de salir de la universidad, tenía unos ojos grandes y azules y olía mejor que nada de lo que había olido en toda mi vida. Estaba comprometida también con un bastardo que no le llegaba ni a la suela de los zapatos, y yo estaba tan celoso que quería darle una paliza.

– Supongo que fuiste lo suficientemente listo para no intentarlo -dijo Bailey, relajándose. No podía tomar en serio un enamoramiento de un niño de seis años por su profesora.

– Casi. No quería hacer sufrir a la señorita Samms matando a su novio.

Ella se rió por lo bajo y él la castigó con un pellizco.

– No te rías. Era tan serio como un ataque al corazón. Cuando creciera iba a pedirle a la señorita Samms que se casara conmigo.

– ¿Y qué pasó con ese gran amor?

– Empecé segundo curso. Era mayor, más maduro.

– Ah, ejem, maduro.

– La siguiente vez el objeto de mi interés amoroso fue más apropiado. Se llamaba Heather, estaba en mi clase y un día se levantó la falda y me enseñó las bragas.

Ella casi no logró contener otra risita.

– Dios mío, Heather era muy precoz.

– No puedes ni imaginártelo. Me rompió el corazón cuando la encontré enseñándole las bragas a otro chico.

– Eso debió de suponer un gran desengaño. Me pregunto cómo tuviste fuerza para seguir adelante.

– Después, cuando tenía once años…, Katie. Podía golpear una pelota más fuerte que nadie. Se mudó antes de que yo pudiera armarme de valor para intentar ligar con ella, pero volvió cuando tenía catorce años. Cuando tenía dieciséis, Katie me tumbó y se aprovechó de mí.

– ¡No puede ser! Perdona, pero ¡qué valor tienen algunas chicas!

– Era fuerte -dijo él en serio-. Le tenía tanto miedo que la dejé hacer lo que quiso conmigo durante un par de años.

Ella se echó hacia atrás y le devolvió el pellizco.

– ¡Ay! ¿Qué forma es ésa de tratar a un hombre? Te estoy contando cómo fui utilizado, y en lugar de sentir pena abusas de mí otro poco.

– Pobrecito. Puedo decir que estabas traumatizado. Por eso llamaste a cierta parte del cuerpo Charlie Diversión.

– Pensé en la posibilidad de llamarla Vete Despacio Joe, pero tenía que hacer caso a mi corazón.

Bailey ya no pudo aguantar más la risa, que había ido en aumento.

– Justice, estás tan lleno de ti mismo que hay que hacer más sitio en el refugio.

– ¿Estás riéndote de todas mis experiencias y tribulaciones en el campo del amor? No sé si debería contarte el resto.

– ¿Cuántas más hay?

– Sólo una, y ésta es seria. Me casé con ella.

Aquello sí era serio, y Bailey dejó de reírse. Por el cambio en su tono de voz podía saber que ya no estaba bromeando.

– ¿Qué pasó?

– Para ser sincero, no lo sé. No la engañé y no creo que ella me engañara. Nos casamos cuando yo todavía estaba en la Academia; su padre era oficial, había crecido con el estilo de vida militar, así que sabía a qué atenerse. Se llamaba… bueno se llama Laura. Todas las mudanzas de una base militar a otra, las separaciones, las soportó. Lo que no pudo controlar, supongo, fue la vida civil. Cuando me salí del ejército, todo se fue al garete. Si hubiéramos tenido hijos supongo que habríamos aguantado, pero sin ellos lo cierto es que no nos amábamos lo suficiente para continuar juntos.

– ¡Gracias a Dios, no teníais hijos! -dijo ella impetuosamente, sin poder contenerse-. Perdón. Es que…, bueno…

– Has pasado por ello.

– Demasiadas veces.

– Supongo que por eso tienes miedo de querer a alguien -dijo él, y el corazón de Bailey saltó con violencia en su pecho. Ella sabía por qué mantenía a la gente a distancia, pero nunca había revelado tanto de sí misma a nadie. Demasiado tarde, se dio cuenta de que el humor relajado de Cameron había hecho que bajara sus defensas y le había dado una enorme ventaja, que no dudaría en utilizar.

Como para corroborar aquel pensamiento, él emitió un sonido grave de satisfacción, el sonido de un depredador con la presa entre las garras, y exclamó:

– Ahora ya te tengo.

Capítulo 27

– ¡Hombres! -murmuró Bailey mientras caminaban con dificultad por la nieve-. No se puede razonar con ellos, y tampoco matarlos.

– Te he oído -dijo Cam por encima del hombro-. Además no tienes un arma.

– Quizá lo pueda asfixiar mientras esté dormido -musitó para sí. Su voz se amortiguó bajo la tela que le tapaba la mitad inferior de la cara, pero evidentemente no lo suficiente.

– También he oído eso.

– Entonces supongo que puedes oír esto: eres un idiota machista, testarudo y terco como una mula, y si te mareas y te caes, probablemente te romperás unos cuantos huesos aunque la caída no te mate de inmediato; ¡y juro que te dejaré sangrando en la nieve! -Su voz fue aumentando de volumen hasta que se encontró gritándole.

– Yo también te amo. -Estaba riéndose. A ella le entraron ganas de darle una patada.

Pocas veces había estado tan furiosa con alguien como lo estaba con él; claro, que casi nunca se enfadaba. Tenía que importarle mucho para enfadarse de verdad, un hecho que la puso aún más furiosa. No quería preocuparse por Cam. Había tomado lo que ella consideraba una decisión estúpida y deseaba desentenderse por completo, pero no sin soltarle que era un hombre adulto y podía cargar con las consecuencias de sus propias decisiones. En cambio, estaba inquieta. Y angustiada por él. Dejando que su imaginación se desbocara, pensaba en todo tipo de cosas horribles que podrían pasarle sin que ella fuera capaz de evitarlas porque, era un idiota machista, testarudo y terco como una mula.

Iba tirando del trineo que había hecho, cargado con las cosas imprescindibles para el camino, además de un artefacto que él había añadido esa mañana: la batería. Sacarla de los restos del avión había supuesto un esfuerzo hercúleo que lo había dejado pálido y sudoroso; una gran parte del problema era que la batería era muy pesada, casi cuarenta kilos. Pero la había probado y todavía tenía líquido. Había decidido llevarla para que si a él le pasaba algo ella pudiera encender un fuego.

Ella le había gritado que se las arreglarían sin fuego de todos modos. Justice había dicho que no, y que tan pronto salieran de la nieve y encontraran leña seca, él podría hacer fuego por fricción, porque había sido boy-scout y sabía cómo hacerlo.

– Bien -dijo ella-. Entonces puedes enseñarme, ¡y no necesitaremos arrastrar una batería de cuarenta y cinco kilos por ahí! Tú tienes una conmoción. Has perdido un montón de sangre. ¡No deberías hacer semejante esfuerzo!

– No pesa cuarenta y cinco kilos -había replicado él, ignorando por completo el resto de su comentario, aparte del hecho de que el peso de la batería no andaba muy lejos de lo que ella había señalado.

Así que había conseguido ponerla en el trineo y el peso había provocado que los esquíes de madera sobre los que se deslizaba se hundieran en la nieve. Viendo que no podía disuadirlo de llevar la batería, ella había agarrado las riendas y empezado a tirar del trineo, pero Cam la había quitado de en medio y se había hecho cargo de aquel trabajo.

– Tú puedes llevar la mochila -había dicho exasperado, refiriéndose a su maletín, al que le había colocado unas correas.

Estaba tan furiosa que le habían entrado ganas de arrojarle una bola de nieve, pero temía el daño que pudiera hacerle cualquier golpe en la cabeza, aunque fuera débil.

Tampoco quería mojarle la ropa, después de haberse tomado tantas molestias para mantenerlo tan caliente como le había sido posible. Sin embargo, asfixiarlo mientras dormía… era una posibilidad.

El terreno era condenadamente escarpado y bajo la nieve había peligros ocultos. A veces la pendiente era tan pronunciada que tenía que sujetar el trineo desde atrás para evitar que se deslizara delante de él y lo arrastrara montaña abajo. En otras ocasiones no había forma de bajar sin cuerdas y equipo de escalada, así que tenían que dirigirse trabajosamente hacia arriba y rodear hasta que descubrían una vía de descenso menos peligrosa. Después de caminar durante tres horas, según él, ella dudaba que hubieran descendido más de treinta metros, pero habían zigzagueado durante kilómetros. Y Bailey todavía estaba enfadada.

Las raquetas de nieve entorpecían el avance y requerían que tuviera que levantar las rodillas a cada paso, como si estuviera desfilando en una banda de música. Le dolían los músculos por el esfuerzo. Hubo un momento en que quizá no levantó el pie lo suficiente, y la punta de su raqueta derecha de repente se enredó en algo enterrado en la nieve y la catapultó hacia delante.

Se las arregló para poner las manos y aminorar el golpe, así que cayó sobre la rodilla derecha y después giró hasta quedarse sentada. Le escocían las manos y la rodilla, pero además sintió un dolor agudo en el tobillo derecho. Maldiciendo por lo bajo, se sujetó la espinilla y giró suavemente el tobillo para ver si había sufrido alguna lesión.

– ¿Te has hecho daño? -Cam se apoyó sobre una rodilla a su lado. Pudo vislumbrar un brillo de preocupación en sus ojos grises en medio de la franja de franela roja que le cubría la nariz y la boca.

– Un esguince, pero creo que puede mejorar caminando -dijo ella. Al doblar el tobillo le dolió, pero después de la punzada inicial el dolor pareció disminuir. Trató de levantarse, pero se lo impedían las raquetas de nieve, que continuaban firmemente atadas a sus pies. Si la derecha se hubiera soltado al caer, su tobillo probablemente no habría sufrido en absoluto-. Ayúdame a levantarme.