– Deja eso hasta mañana. Estará bien esta noche.

Cuando terminaron la infusión de agujas de pino, él usó un palo para sacar la caja de las brasas. A ella la asaltó otra idea. Cogió otra camisa y envolvió con ella rápidamente la caja.

– La gente solía calentar ladrillos y envolverlos en tela que luego ponía entre las sábanas para calentar la cama -dijo mientras se arrastraba dentro del refugio con su calentador de cama rudimentario. Habían tirado toda la ropa que usaban como manta en el refugio y ella arregló rápidamente todo en capas, que funcionaban mejor para mantenerlos calientes; después puso el calentador improvisado en medio.

Había estado durmiendo con las botas puestas, pero ahora se las quitó, y suspiró con alivio mientras flexionaba los pies y los tobillos; después deslizó los pies bajo la caja. El calor empezó a filtrarse inmediatamente a través de los dos pares de calcetines que llevaba puestos.

Cam entró detrás de ella. Viendo lo que había hecho se rió y empezó a desabrocharse los chanclos de cuero, quitándoselos al mismo tiempo que los zapatos. Su hombro tropezó con el de ella al sentarse; se apoyó en la roca que tenían a la espalda, con los pies juntos.

A ella se le aceleró el corazón. Su conversación había sido banal, pero bajo la tranquila apariencia era consciente del constante chisporroteo del deseo. Cuando sus dedos se rozaban al pasarse la taza, o cuando ella tocó su cara al quitarle la venda, se había estremecido por la necesidad de tener más. Había querido que entrelazaran sus dedos, apoyar la mano en su mejilla rasposa por la incipiente barba y sentir la fuerza del hueso bajo la piel. Quería sentir sus brazos rodeándola, estrechándola fuertemente contra él, como lo había hecho durante las últimas noches.

Había pasado la vida sin sentirse nunca completamente segura y no se había dado cuenta hasta que durmió en sus brazos. No tenía lógica semejante atracción por él, porque jamás se había encontrado en una situación tan peligrosa, pero allí estaba. Encajaba con él, como dos piezas de un puzle unidas.

– Deberíamos dormir un poco -dijo Cam, observando fijamente cada expresión de ella-. Hemos tenido un día agotador.

El sol se había puesto y la oscuridad total estaba persiguiendo rápidamente al crepúsculo. «Pronto», pensó ella mientras se tumbaba y se acurrucaba bajo su manta. Él se puso los zapatos para salir a echar leña al fuego, después volvió a acostarse junto a ella. Enrolló su pesado brazo en torno a su cintura y la atrajo hacia él, dándole la vuelta de forma que la cabeza de ella quedara apoyada contra su garganta. Olía a aloe, a madera, a humo… y a hombre.

Puso la mano bajo todas las camisas que llevaba puestas y le acarició los pechos frotando con la parte áspera del pulgar su pezón, lo que provocó en él una erección hormigueante. Ella inhaló bruscamente. Había planeado permanecer tranquila, pero la tranquilidad estaba más allá de su capacidad. Su corazón latía tan fuerte que casi no podía respirar. Aquello no debería importarle tanto. Él no debería importarle tanto. Desgraciadamente, lo que debería o no debería ser no coincidía con la realidad.

La besó, apoyando suavemente su boca sobre la de ella. Estaba tan tensa que por un momento no pudo relajarse, no pudo responder. Justo cuando estaba empezando a abandonarse a él, a devolver la presión de su boca, él deslizó los labios hacia su sien.

– Buenas noches.

¿Buenas noches?

¡Buenas noches! Se quedó rígida de incredulidad. Había llegado a un frenesí de preocupación y expectación, ¿y él quería dormir?

– ¡No! -protestó, con furia en la voz.

– Sí. -La besó de nuevo, con la mano aún apoyada sobre su seno-. Tú estás cansada y yo también. Duérmete.

– ¿Quién demonios te has creído que eres? -preguntó ella furiosa. Ah, estupendo; se rebajaba a hacer sarcasmos de adolescente. Aquélla era la segunda vez en un día que había perdido la compostura, algo significativo en ella, que nunca dejaba que la confusión alterara la lisa superficie de su vida. Siempre había tenido mucho cuidado de no permitir que nadie le importara tanto; por esa misma razón…

Se quedó muy quieta hasta que renunció a seguir eludiendo la situación, porque, de todas formas, tampoco estaba funcionando. Podía racionalizar y dar todos los rodeos que quisiera, pero estaba perdiendo tiempo y esfuerzos. ¿Podía haberse enamorado de él en sólo cuatro días? Como él había señalado, el tiempo que habían estado juntos era el equivalente a diecinueve o veinte citas. Desde el punto de vista de la lógica, tenía razón.

Eso era amor. Así que esta dolorosa, vertiginosa, triste, gozosa, confusa explosión de emoción que no respondía a la razón era de lo que la gente hablaba. Era como estar borracha sin los efectos depresivos que hacían más lento el pensamiento y las funciones vitales. Era sentirse impotente y acelerada al mismo tiempo, como si su piel le quedara demasiado ajustada a su cuerpo.

Él no respondió a su sarcasmo. Se limitó a besarla en la frente, como si comprendiera la confusión que la embargaba. Bueno, ¿por qué no iba a entenderla? Él había estado enamorado antes. Tenía experiencia. Tal vez con suficiente experiencia no se encontraría actuando como una tonta, pero esperaba con toda su alma no sentirse así de nuevo. Una vez era suficiente. Si esto no funcionaba, se metería en un convento o quizá se trasladaría a Florida, donde estaría rodeada de gente lo suficientemente vieja para ser sus padres y no se vería tentada de nuevo.

Le quitó la mano del pecho de un manotazo y la apartó a un lado.

– Si no vamos a tener sexo, entonces quítame las manos de encima. -Darse cuenta de que probablemente estaba enamorada de él sólo servía para enfurecerla más. Y también darse cuenta de que estaba al borde de una rabieta era humillante. No iba a suplicar sexo. Y por todos los demonios que no lo iba a dejar, aunque le suplicara sexo. Quería darle una patada, agarrarle el pene y retorcérselo. Así aprendería. En vez de Charlie Diversión tendría que cambiarle el nombre y llamarlo Charlie Sacacorchos.

Pudo sentir que él se agitaba, pudo sentir su respiración desigual. El muy maldito estaba riéndose, aunque tenía el buen sentido de tratar de ocultarlo.

Bailey se apartó de él con furia renovada, porque no podía ni siquiera moverse para no tocarlo. Tenían que tocarse; tenían que estar pegados, tenían que compartir su calor.

Sólo para demostrarle lo poco que él le importaba, iba a quedarse dormida. Y esperaba roncar.

La tentación la corroía. Quería matarlo. Quería destrozarlo. Ah, demonios, tenía que ser amor.

Prefería tener la peste. Al menos tendría posibilidades de curarse.

Tardó más de media hora en tranquilizarse, media hora durante la cual pudo notar que él estaba despierto y atento, compenetrado con cada respiración suya. ¿Cómo se atrevía a estar preocupado por ella? Si verdaderamente estuviera tan preocupado, le habría dado lo que quería.

Fue una prueba para su fuerza de voluntad lograr dormirse.

Capítulo 30

Bailey despertó suavemente con el placer de su mano dura y cálida moviéndose de un pecho a otro, masajeando y acariciando. No tuvo sensación de desorientación; se dio cuenta inmediatamente; sabía quién la sostenía tan firmemente. Estiraba y pellizcaba delicadamente sus pezones con mano lenta y segura, mientras los endurecía y se ponían tensos. El placer se arremolinaba desde sus senos en ondas perezosas y se derramaba por todo su ser, empezando a evocar el calor y la plenitud del deseo.

Flotaba adormecida entre el placer y el sueño. Si quería más, todo lo que tenía que hacer era apretarse contra la erección que notaba a su espalda. Todo lo que necesitaba era una simple invitación…

Abrió los ojos de repente cuando el recuerdo la inundó.

– ¡Aparta esa maldita cosa de mí! -le dijo con dureza, y se alejó bruscamente tratando de liberarse tanto de las pesadas capas de ropa como de su brazo. Si creía que podía cambiar constantemente de opinión y que ella iba a bailar a su son, entonces su percepción era completamente errónea.

Él se dejó caer de espaldas riéndose tanto que ella creyó que iba a ahogarse. Pensó en ayudarlo a ahogarse. Finalmente se las arregló para darse la vuelta y quedar acostada sobre el vientre y levantarse apoyándose sobre los codos. Lo miró ferozmente a través del cabello que caía por su cara. Debía de venir de alimentar el fuego, aunque ella no se había despertado cuando había salido del refugio. La luz de la hoguera estaba destellando con fuerza, reflejándose en la roca que había detrás de él y arrojando suficiente luz al interior del refugio como para que ella pudiera verlo bastante bien mientras se agarraba el estómago y estallaba en carcajadas. Fulminándolo con la mirada, esperó a que se diera cuenta de que aquello no le hacía ninguna gracia.

– No puedo quitármelo y meterlo en el bolsillo cuando no lo uso -pudo decir por fin, secándose las lágrimas de los ojos.

– No me importa donde lo pongas -dijo ella rotundamente-. Sólo deja de empujarme con él.

– Te preguntaría si estás de mejor humor que cuando te quedaste dormida, pero a primera vista diría que no. -Todavía estaba sonriendo cuando se acostó de nuevo a su lado, colocando uno de sus musculosos brazos bajo la cabeza y estirando el otro para agarrarla por la cintura y arrastrarla otra vez a su sitio. Ella se puso tensa, malhumorada con la situación, pero consciente que tenían que dormir en esa postura. La otra opción era acostarse cara a cara, abrazados, lo que no estaba dispuesta a hacer, o tenerlo ella en su regazo, cosa que tampoco quería. Cam pegó sus muslos a los de ella, que apoyó los hombros en su pecho, y su calor la rodeó una vez más… Y el bulto de debajo de sus pantalones se apretó contra su trasero, justo como antes.

Le apartó un mechón de pelo de la cara y ella trató de alejar la cabeza con irritación ante aquel roce.

– He estado tratando de despertarte durante media hora -murmuró él.

– No sé para qué. Querías que durmiera, y estaba durmiendo. Déjame en paz.

Apretó su brazo en torno a ella.

– Estaba tratando de ser considerado. Estabas tan nerviosa que no lo hubieras disfrutado -explicó.

Ella apretó los labios.

– ¿Y cómo lo sabes? No me diste la oportunidad.

– No tenía sentido aprovechar la oportunidad. A medida que ha transcurrido la tarde te has ido poniendo cada vez más tensa. No sé qué ha sido lo que te ha molestado, pero podía esperar hasta que estuvieras preparada para hablar de ello o hasta que lo solucionaras tú sola.

– Deja de intentar ser tan comprensivo -replicó Bailey malhumorada-. No te pega. -Pero no lo apartó cuando él la arrimó más.

– ¿Entonces estás lista para hablar del asunto?

– No.

– ¿Te has reconciliado con ello, sea lo que sea?

– ¡No! Déjame en paz, ya te lo he dicho. Quiero dormir. -No tenía nada de sueño ahora, pero él no tenía por qué saberlo.

Le apartó el pelo y le frotó su cara contra la nuca; sus labios y su aliento le quemaban la piel.

– Sé que esto de confiar en alguien no es fácil para ti -murmuró; el movimiento de sus labios era la caricia más suave y ligera-. Te gusta estar sola.

No, no le gustaba; estaba más cómoda sola. Había una diferencia.

– Es arriesgado querer a alguien -continuó con ese tono suave, poco más que un susurro. Su voz la tranquilizaba como si fuera whisky añejo-. Y a ti no te gusta arriesgarte. Has mantenido a la gente a distancia porque sabes que eres una buenaza, y la mejor forma de protegerte es no permitiendo que nadie se te acerque.

Sintió un pequeño escalofrío, que dejó detrás una estela de pánico.

– Yo no soy una buenaza. -Actuaba de forma tranquila y distante porque era una persona tranquila y distante. No lloraba porque no era llorona. Definitivamente no era una buenaza.

– Eres una buenaza -repitió él-. ¿Crees que no me acuerdo de que me hablabas, después del accidente, cuando todavía pensabas que yo era un amargado envarado? Tu voz era tan delicada como si estuvieras hablando a un bebé. Me diste palmaditas.

– No lo hice.

¿Lo había hecho?

– Sí lo hiciste.

Quizá sí.

– No me acuerdo -gruñó ella-. Pero si lo hice fue porque estaba agradecida.

– Y una mierda. Por agradecimiento me habrías sacado del avión. No hubieras arriesgado tu vida tratando de cuidarme. No me habrías dado tu prenda de vestir más abrigada cuando te estabas congelando y obviamente la necesitabas.

Ella resopló.

– Me tomo en serio la gratitud.

– Ja, ja. Creo que eres un auténtico merengue. -Volvió a la carga deslizando la mano por el brazo de ella y en torno a su cintura para meterla bajo las camisas y apoyarla en su vientre. La ligera aspereza de las yemas de sus dedos raspó su suave piel cuando empezó a hacer círculos con ellos-. Pero a mí me gustan los merengues. Me gusta cómo saben, su tacto. -Los labios de él pasaron de su nuca al punto donde empieza la curva del hombro, y cerró delicadamente los dientes sobre ese músculo, mordiendo con extrema suavidad.