Todo el cuerpo de Bailey se puso tenso. La oleada de deseo fue tan repentina e intensa que su cabeza cayó hacia atrás y su columna se arqueó.

– Me gusta saborear un merengue. -Su lengua le produjo un ligero cosquilleo, después mordisqueó el músculo de nuevo con los dientes mientras su mano subía a sus senos y repetía la acción con sus pezones.

De repente, su corazón empezó a latir alocadamente y su respiración se volvió entrecortada y jadeante mientras entre las piernas comenzó un profundo latido. Nunca antes se había excitado tan rápida e intensamente, pero su cuerpo estaba acostumbrado ya a su contacto. Esta era la cuarta noche que dormía en sus brazos. La había besado, la había tocado. Su cuerpo estaba preparado mucho tiempo antes de que su mente se diera cuenta.

En una larga caricia, él deslizó la mano hasta su vientre de nuevo y metió los dedos bajo la cinturilla elástica de su chándal. El calor de su piel quemó el frío de su nalga cuando su mano se movió hacia abajo y después hacia arriba. Cuando volvió a hacer el movimiento, sintió el tirón en sus pantalones, y se dio cuenta de que tiraba de ellos para desnudarla.

Se encontraba tan tensa que temblaba, pero era una tensión muy diferente a la que había sufrido antes. Aunque estaba todavía completamente vestida excepto las nalgas, y aún cubierta con sus capas protectoras, aquella parte de ella se sentía angustiosamente desnuda, con los pliegues húmedos entre sus piernas, expuestos y vulnerables.

Él fue directo allí, a su corazón. Sus dedos delgados y duros cavaron en los pliegues, la encontraron, la abrieron.

– También me gustan los melocotones -susurró mientras metía dos dedos profundamente en ella-. Jugosos y tibios por el sol. Levanta un poco las piernas, cariño. ¡Qué rico!

Jugaba con ella, el suave movimiento de su mano pasaba sobre terminaciones nerviosas exquisitamente sensibles, haciéndolas dolorosamente vivas. Ella ahogó un gemido mientras la mano seguía y seguía, enloqueciéndola y complaciéndola a la vez. Entonces sus dedos abandonaron su cuerpo, dejándola jadeando, temblando, anhelante. Se quedó quieta, paralizada por el deseo. Cerró los ojos con fuerza mientras oía que se bajaba la cremallera, un ligero ruido cuando abrió un condón y se lo puso, después corrigió un poco su posición y se apretó contra ella.

Su respiración se agitó, atrapada en un sufrimiento de suspenso mientras esperaba. Levantó la mano para tocar su cara y, deslizársela por la nuca.

Lentamente, muy lentamente, él empujó… sólo un poco, después retrocedió. La carne de ella sólo había empezado a ceder, a abrirse a él. Esperó y él volvió, con un placentero movimiento balanceante que aplicaba sólo la presión suficiente para empezar a entrar antes de retirarse de nuevo.

– Cam… -Susurró su nombre, el sonido flotó en la oscuridad. El aire era frío, pero en el refugio estaban cómodos, abrazados, el calor ardía entre ellos en los lugares donde su carne desnuda se tocaba. Ella decía su nombre, sólo su nombre, y no necesitaban nada más.

Él vino a ella de nuevo. Con la palma de la mano plana sobre su vientre, la sujetaba, la sostenía mientras aplicaba presión y la agarraba firmemente. Ella sintió que su carne empezaba a humedecerse, a abrirse. El impulso de empujar hacia atrás, de acelerar el proceso, era casi irresistible, pero lo que él estaba haciendo era demasiado delicioso para privarse de ello. Oyó un quejido. Supo que era de él, que, sin embargo, se mantenía firme.

Nunca había sido tan agudamente consciente de su propio cuerpo, ni de la ardiente realidad del acto sexual. La gruesa cabeza bulbosa de su pene apretaba sencillamente, exigiendo entrar, y su cuerpo cedía con lentitud a la exigencia hasta que repentinamente la entrega fue completa y se estiró en torno a él cuando la punta se hundió en ella.

No penetró más, sino que se mantuvo ahí mientras ella temblaba, acostumbrándose al volumen caliente del intruso. Quedó sorprendida por la intensidad de la sensación, que casi le resultó dolorosa. Había pasado mucho tiempo desde la última vez y esperaba sentirse algo incómoda, pero no aquella conmoción, aquella sensación arrolladura.

Con el mismo movimiento lento y angustiosamente gradual, salió de ella. Su carne soltó la de él con tanta reticencia como la había aceptado; sus músculos internos se contrajeron, tratando de sujetarlo. La respiración de él silbó, mientras se arrastraba hacia fuera.

– ¿Qué haces? -protestó ella.

– Jugar -dijo él; la palabra salió áspera, casi gutural. Una vez más sus caderas empujaron, la carne de ella se abrió y él alojó su glande en su interior antes de retirarse. Una y otra vez ella aceptó esa penetración superficial hasta que él se deslizó fácilmente dentro y fuera de ella, hasta que su cuerpo estuvo ardiendo, y su mente tan nublada que no era consciente de nada más que de él, no quería nada más que a él. Confusamente se dio cuenta de que él también estaba temblando por el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse, de que su respiración era entrecortada y de su garganta salían desgarrados sonidos, bajos y ásperos, cada vez que hundía el pene en su cuerpo. Se alegró de que él también estuviera sufriendo. Ella quería alcanzar el orgasmo, lo necesitaba desesperadamente, pero la postura en la que estaban se lo impedía. Deseaba poner las piernas alrededor de él. Si ella no podía tener lo que quería, era justo que él tampoco lo tuviera.

No supo cuánto tiempo pasó antes de que, de repente, su «juego» alcanzara una intensidad mayor de la que los dos podían soportar. Él salió de ella de un tirón y la hizo girar para que se quedara frente a él, tirando violentamente de sus pantalones en un esfuerzo por quitárselos. Ella trató de ayudar pateando y retorciéndose, intentando bajárselos, y se las arregló para sacar una pierna antes de que él estuviera encima, empujando sus piernas entre las de ella y abriéndolas completamente antes de avanzar a fondo hacia su interior.

Bailey enganchó sus piernas en torno a las de él, le aferró el trasero con las manos lo atrajo hacia ella tan fuerte como pudo, y alcanzó el éxtasis en ese primer golpe, con la espalda arqueada y profiriendo gritos animales. Cam la embistió durante todo el orgasmo y su cuerpo estaba empezando a relajarse cuando él comenzó a sacudirse con su clímax.

Ella sintió casi como si se hubieran estrellado de nuevo.

Quedó a la deriva, despertando a la consciencia antes de hundirse de nuevo. Su corazón martilleaba con un eco extraño que gradualmente reconoció como el galope del latido de él. El pecho de Cam subía y bajaba como un fuelle cuando tragaba aire. El calor subía en oleadas de sus cuerpos, y aunque estaba medio desnuda y destapada en gran parte, no tenía frío. Pensó que tal vez no volviera a tener frío nunca.

– Santo cielo -dijo él finalmente, con voz agotada.

Bailey aleteó con la mano flácida durante un momento antes de palmearle el hombro.

Con esfuerzo, él consiguió separarse de ella y se dejó caer a su lado, tiró de algunas de las prendas que habían apartado hasta que pudo arrastrar una o dos sobre sus cuerpos.

– No te duermas -advirtió él, aunque su voz sonaba como si estuviera medio dormido-. Tenemos que arreglar esto… Tienes que vestirte…, tengo que revisar el fuego… -Su voz se apagó. Transcurrido un minuto soltó una palabrota y se sentó-. Y si no lo hago ahora mismo, me quedaré dormido yo.

Se quitó el condón y se limpió, después empleó unos segundos en ponerse la ropa, arreglarse y subirse la cremallera antes de salir a ver el fuego.

Lo bueno de los condones, pensó Bailey medio dormida, es que ella no tenía que limpiarse. Lo único que tenía que hacer era dormir.

Le pasó por encima una oleada de aire helado y refunfuñó. Adiós a aquello de no volver a sentir frío nunca más. Se sentó y logró desenredar los pantalones de la pierna, ponérselos y subírselos, y empezó a poner orden en el completo caos de sus prendas.

Cam volvió a entrar en el refugio, bloqueando momentáneamente con sus anchos hombros el resplandor de la hoguera. La ayudó a colocarse, después se acostó junto a ella y arregló la última capa de ropa sobre ellos antes de caer de espaldas y acercarla a su costado.

Bailey apoyó la cabeza en su hombro de una forma tan natural como si hubieran dormido juntos durante años.

Se sentía un poco aturdida… No, bastante aturdida. Y relajada. Y saciada. Quizá un poco dolorida. Pero, sobre todo, sentía que encajaban de una forma aterradoramente perfecta.

Capítulo 31

Logan Tillman, el hermano de Bailey, apareció en las oficinas de J &L la mañana del quinto día. Bret supo quién era inmediatamente, antes incluso de que se presentara. Bailey y él no se parecían mucho. Logan era más alto, tenía el pelo más oscuro, los ojos más azules. Pero había algo en su expresión, cierta reserva, que hacía ver en ellos una semejanza. Además de eso, su rostro estaba demacrado por el dolor, al igual que el de la mujer alta y pecosa que estaba a su lado.

– Soy el hermano de Bailey, Logan Tillman -dijo cuando se presentó ante Karen-. Esta es mi esposa, Peaches. Yo…, nosotros no podíamos quedarnos en Denver sin contacto, sin noticias. Es mejor estar aquí. ¿Sabemos algo nuevo?

Bret salió de su oficina para estrecharles la mano.

– No, nada. Lo siento. -Estaba tan demacrado como ellos; desde que Cam había desaparecido, sólo había dormido de forma intermitente. A pesar de eso, había empezado a volar de nuevo, porque el negocio tenía que continuar. Financieramente estaba cayendo en picado, algo con lo que nunca había contado cuando él y Cam formaron su sociedad. Habían actuado con inteligencia, habían contratado seguros que cubrieran los aviones y a ellos dos, de forma que el negocio continuara si les ocurría cualquier cosa; pero no habían pensado en la inclinación natural de las compañías de seguros a retrasar el pago del dinero.

Aunque el avión de Cam había desaparecido del radar sobre un terreno extremadamente accidentado -lo que significaba que se había estrellado-, como no se habían encontrado los restos del aparato ni se había recuperado el cadáver del piloto, por lo que respecta a la compañía de seguros todavía estaba vivo hasta que se encontraran sus restos o un tribunal lo declarara muerto. La dura realidad era que a Bret le faltaban un avión y un piloto, y por lo tanto tenía menos ingresos. Por la noche no hacía más que dar vueltas preocupado por las deudas que no podía pagar. No podía creer que hubieran sido…, que él hubiera sido tan miope. Tendría que contratar a otro piloto, por supuesto, pero encontrar uno que reuniera las cualidades de Cam llevaría tiempo.

Se dio cuenta de que Karen estaba lanzándole una de sus miradas de soslayo, que prometía una penitencia si no hacía lo que ella quería. Respiró cansinamente. Ella estaba esperando que le contara al hermano de Bailey lo que habían averiguado sobre el combustible.

Tenía razón: Logan debía saberlo. Bret no quería ser el encargado de decírselo, pero no tenía elección.

– Vamos a mi oficina -dijo resoplando-. ¿Quieren un café?

Peaches lanzó una mirada a su marido, como sopesando si necesitaba o no una dosis de cafeína.

– Sí, por favor -dijo, y cogió de la mano a Logan. Él le apretó la mano como respuesta y logró un esbozo de sonrisa.

Bret los llevó a su oficina, y les ofreció dos sillas para que se sentaran.

– ¿Cómo quieren el café?

– Uno con leche y el otro solo -contestó Peaches. Su voz era como la de Campanilla, suave y rápida. Bret había hablado mucho con Bailey cuando la llevaba de viaje y recordaba cuánto le gustaba su cuñada. Logan parecía ser el único miembro de su familia con el que mantenía contacto; era el único que ella había mencionado alguna vez.

Su dolor era tan intenso que un velo de sufrimiento parecía cubrirlos. Tenía que salir de allí.

– Voy a buscar el café -dijo y salió rápidamente de su oficina. Fuera se encontró con que Karen ya estaba preparando el café, porque, por supuesto, había estado escuchando. Ella le lanzó una mirada rápida y penetrante, leyendo su expresión.

– Aguántate, jefe -dijo, lanzándole una mirada irónica. Nada de compasión, pero cualquiera que esperara compasión de Karen Kaminski estaba muy equivocado. Se fijó en que se había vuelto a teñir el pelo; antes habían sido unas cuantas llamativas mechas negras en el pelo rojo, pero ahora su cabello era más negro que pelirrojo. Se preguntó si ésa era su manera de llevar luto.

Había encontrado una bandeja en alguna parte y colocado tres tazas en ella, unas tarrinas individuales de leche condensada y cucharillas, y después había echado el café. Bret cogió la bandeja en silencio y la llevó a su oficina, donde la puso sobre el escritorio.

Logan se inclinó hacia delante, cogió una taza de café solo y se la dio a su mujer. Bret miraba mientras echaba la leche condensada en su café y recordó que Bailey también lo tomaba así. El recuerdo le resultó inesperadamente vivido y doloroso.