Cuando miró el reloj vio con sorpresa que llevaban en el aire casi hora y media; el tiempo parecía que había pasado lentamente, pero quizá había dormitado más de lo que creía.
– ¿Dónde estamos? -preguntó levantando la voz para que él pudiera oírla.
Cameron levantó un auricular y la miró por encima del hombro.
– Dígame -contestó; su expresión era fría, pero su tono fue educado.
– ¿Dónde estamos? -repitió ella.
– Llegando a Idaho.
Ella miró a través del parabrisas y vio enormes montañas con las cumbres nevadas cerniéndose delante de ellos. Su corazón dio un brinco y no pudo reprimir un grito ahogado; parecía que estaban a punto de chocar contra aquellos picos a menos que aquel avioncito pudiera elevarse, y elevarse mucho.
El piloto volvió a colocarse el auricular, y a ella le pareció vislumbrar un gesto de satisfacción en su boca. Desde su ángulo de visión no podía asegurarlo, pero si la había oído gritar no le cabía la menor duda de que lo encontraba divertido. «Gilipollas», pensó con irritación.
Se volvió a acomodar en su asiento y miró las montañas. Todavía estaban a gran distancia, pero su tamaño era tan imponente que parecía que estaban agazapadas justamente frente a ella, como enormes bestias prehistóricas, esperando a que se acercara para levantarse y atacar.
¿Qué pasaba con las montañas? Siempre habían espoleado su imaginación. En realidad no eran más que enormes pliegues de tierra. Desde el aire le recordaban una hoja de papel que hubiera sido arrugada y después estirada a medias. Excepto si se trataba de volcanes, las montañas de hecho nunca hacían nada. Entonces, ¿por qué le parecían siempre tan vivas? No se refería a «vivas» en el sentido de que tuvieran árboles o animales de todos los tamaños merodeando en ellas, sino vivas en el sentido de que ellas mismas parecían vivir y respirar, tener personalidad propia, comunicarse unas con otras. Cuando era pequeña pensaba que las colinas eran hijas de las montañas y que cuando crecieran se convertirían en montañas; entonces a medida que fueran aumentando de tamaño, todas las casas construidas sobre ellas resbalarían. Recordaba que se sentía aterrorizada cada vez que iban de visita a una casa que estaba situada sobre el más pequeño desnivel, pues pensaba que en cualquier momento el suelo empezaría a levantarse bajo sus pies y comenzarían a deslizarse hacia la muerte.
Al crecer, sus conocimientos también se ampliaron, pero nunca olvidó completamente la sensación de que las montañas eran seres vivos.
Frente a ellos se estaban formando nubes grises que avanzaban y chocaban contra las cumbres a medida que una tormenta se preparaba para estallar. Las ancianas estaban vistiéndose de gala, pensó ella; las nubes rodeaban los hombros de las montañas como sucias estolas, con las cumbres nevadas destacándose arriba y las amplias bases verdes en la parte inferior.
Cuando se aproximaron más a las montañas, Justice empezó a ascender. El sonido del motor cambió cuando el aire se volvió menos denso. Los jirones de nubes se enroscaron en torno a ellos, y después se dispersaron; el aparato dio unos cuantos botes en el aire que la zarandearon.
Inclinándose hacia delante, trató de ver el altímetro, pero tropezaron con otra turbulencia y no pudo leer los números con claridad.
– ¿A qué altitud estamos? -preguntó en voz alta.
– A cuatro mil quinientos metros -dijo él sin quitar las manos de los controles ni mirarla-. Estoy subiendo a cinco mil trescientos.
El viento se volvió más suave cuando superaron la zona térmica de turbulencias. Ella miró hacia abajo, haciendo la operación mentalmente. Estaban a más de cuatro kilómetros de altura. El Titanic se había hundido a una profundidad parecida en el océano, casi a tres kilómetros y medio. Era una gran profundidad, pensó imaginándose el brillante transatlántico con las luces apagadas deslizándose hacia abajo, destrozado y oscuro, sin vida. Tembló repentinamente a causa del frío, y alargó la mano para coger la chaqueta. Pero se detuvo antes de ponérsela al ver la primera ondulación de tierra gigante deslizarse debajo de ellos.
El motor tosió.
Sintió un vuelco en el estómago, como si estuviera en una montaña rusa. De repente el corazón le estaba golpeando con fuerza en el pecho. Se inclinó de nuevo hacia delante.
– ¿Qué ha sido eso? -Su tono era un poco tenso, con una nota de alarma.
Él no contestó. Su postura había cambiado en una milésima de segundo, de relajada a completamente alerta. Eso la asustó más que la ligera interrupción en el monótono zumbido del motor. Se agarró al borde del asiento, clavando las uñas en el cuero.
– ¿Algo va mal?
– Todas las lecturas son normales -respondió él brevemente.
– Entonces, ¿qué…?
– No lo sé. Estoy descendiendo un poco.
Un poco estaba bien, pensó ella sin poder reaccionar, mirando fijamente las montañas enormes y afiladas, que de repente parecían estar demasiado cerca de ellos y que se aproximaban cada vez más. No podía bajar mucho o chocaría contra las cumbres. Pero el motor parecía haberse suavizado; si ese pequeño hipo hubiera sido síntoma de algo grave, ¿no se habría repetido?
El motor tosió de nuevo, tan fuerte que el avión se estremeció. Bailey estaba petrificada, mirando la neblina en las hélices, escuchando el motor mientras deseaba que el sonido se normalizara de nuevo. «Sigue funcionando, sigue funcionando -suplicaba para sus adentros-. Sigue funcionando». Se imaginaba el sonido uniforme, la hélice dando vueltas tan rápido que no pudiera verla. En su mente el avión se elevaba por encima de las montañas, si se concentraba con la suficiente energía ocurriría de verdad…
El motor petardeó durante unos segundos… y se paró.
El silencio fue repentino y absoluto. Con una muda emoción vio cómo el movimiento de la hélice se hacía más lento y las aspas se volvían visibles con toda claridad. Y entonces… se detuvieron.
Capítulo 5
– ¡Mierda!
El capitán Justice escupió la palabra entre dientes; movió las manos rápidamente mientras trataba de volver a arrancar el motor, de mantener el morro del aparato hacia arriba. Estaban tan cerca de las montañas que si el avión se inclinaba hacia abajo chocarían directamente contra ellas. El paisaje a sus pies presentaba un contraste duro e inhóspito: peñascos y pedruscos cubiertos de nieve, una nieve tan blanca que era casi azul, las sombras tan oscuras que eran negras. Las laderas eran tan pronunciadas y dentadas que caían en ángulos agudos, casi verticales. No había ningún lugar donde aterrizar, ningún terreno ni remotamente plano.
Bailey no se movía, no respiraba. No podía. Una horrible parálisis de absoluto terror e impotencia atenazaba su cuerpo, su voz. No había nada que pudiera hacer para ayudar, nada que pudiera hacer para cambiar lo que se avecinaba. No era capaz siquiera de gritar una protesta; todo lo que podía hacer era mirar y esperar la muerte. Iban a morir; no veía salida. En unos minutos, quizá incluso en unos segundos, se estrellarían contra la cima rocosa y cubierta de nieve de aquella montaña. De momento, durante un precioso instante congelado, parecieron flotar en el aire, como si el avión no se hubiera rendido a las leyes de la gravedad, o las montañas estuvieran jugando al ratón y al gato con ellos, dándoles una esperanza débil, irracional, antes de arrebatársela.
– Mayday, mayday, mayday!
Oyó vagamente a Justice gritando en la radio la señal de socorro, la denominación de su avión y su posición; después soltó una horrible maldición y se quedó callado mientras luchaba contra lo inevitable. El avión descendió bruscamente, un movimiento que le hizo saltar el estómago a la garganta, y ella cerró los ojos para no ver los picos rocosos acercándose apresuradamente a ellos. Entonces el ala izquierda se elevó mientras la derecha caía y las dos cayeron hacia la derecha, una maniobra que le causó náuseas y le hizo tragar saliva convulsivamente. Unos segundos después, se elevó el ala derecha y durante un momento breve -muy breve- estuvieron nivelados. Entonces cayó el lado izquierdo y se balancearon hacia la izquierda.
Ella abrió los ojos. Durante un momento no pudo fijar la vista en nada; su visión se volvió estrecha, borrosa, y le dolió el pecho. Se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento y exhaló con esfuerzo, después tragó oxígeno. Otra respiración, y su visión se aclaró un poco, lo suficiente para permitirle verlo a él. Era todo lo que podía ver, como si su imagen estuviera aumentada y el resto permaneciera sumergido en la niebla. Podía distinguir su mandíbula recta, los músculos apretados en tensión, la capa de sudor, incluso la curva de sus pestañas y la leve sombra de sus patillas recién afeitadas.
Por su mente cruzó un pensamiento angustiado: ¡él era la última persona que vería! Tomó otra bocanada de aire y la inhaló profundamente. Moriría con él, con aquel hombre al que ni siquiera le caía bien; uno debería morir por lo menos cerca de alguien a quien le importara. Sin embargo, lo mismo podría decir él. Sintió una profunda tristeza por ambos. Él estaba…, él estaba… Su pensamiento se dividió, captando su atención. ¿Qué demonios estaba haciendo? Comprendió con toda lucidez e incredulidad. Estaba pilotando el avión, con el timón y con una habilidad y determinación implacables, y también con todas las oraciones que sabía, probablementes. El motor estaba apagado, pero él todavía estaba haciendo volar el maldito avión, manteniéndolo de alguna forma bajo un control rudimentario.
– Agárrese -ordenó él ásperamente-. Estoy tratando de descender a la línea de árboles, pero no sé si lo conseguiremos.
Bailey sentía el cerebro como una losa, casi incapaz de moverse, de funcionar. ¿La línea de árboles? ¿Qué importaba eso? Pero sacudió la niebla de su mente inducida por el terror, lo suficiente como para ajustar más su cinturón de seguridad, apoyar con firmeza la cabeza contra el respaldo de cuero y agarrarse fuertemente a la parte inferior del asiento.
Cerró los ojos con fuerza para apartar la vista de la muerte que se acercaba, pero notaba cómo el avión se inclinaba primero a un lado, después al otro. «Térmicas», pensó; era la única palabra capaz de abrirse paso en su cabeza. Él estaba utilizando el movimiento de las corrientes de aire para elevarlos un poco, para ganar segundos preciosos. El avión era demasiado pesado para funcionar como un planeador, pero las capas de aire estaban haciendo algo más lento el descenso; si eso iba a ser suficiente para marcar una diferencia, no lo sabía, pero el capitán Justice debía tener algo en mente, ¿verdad? ¿Por qué otro motivo estaría luchando con tanto ahínco para controlar el avión? Si el resultado final era el mismo, entonces, ¿para qué molestarse?
Con una sensación de fatalidad, ella esperó el aplastante impacto, la última fracción de segundo de consciencia. Esperaba que morir no fuera muy doloroso. Esperaba que encontraran rápidamente sus cuerpos, de forma que su familia no tuviera que soportar una larga búsqueda. Deseaba… deseaba muchas cosas, ninguna de las cuales sucedería en aquel instante.
Le parecía que había transcurrido una hora desde que el motor se había detenido, aunque lógicamente sabía que sólo habían pasado minutos… No, ni siquiera minutos. Menos de un minuto seguramente, aunque ese minuto parecía interminable.
¿Por qué el maldito avión tardaba tanto tiempo en estrellarse?
Él. Justice. Él era la razón de que aquello se estuviera alargando. Todavía estaba luchando contra la ley de la gravedad, rehusando rendirse. Ella sintió una urgencia irracional de golpearlo, de decir: «¡Deje de prolongar esto!». ¿Cuánto terror se suponía que debía sentir antes deque su corazón sucumbiera bajo la presión? No es que eso significara ninguna diferencia, en esas circunstancias…
¡Zas!
La sacudida le hizo apretar los dientes; la siguió instantáneamente un chasquido horrendo y ensordecedor de metal chirriante y de crujidos atronadores, más ruidos raros y un impacto tan fuerte que todo se volvió negro. La cinta del cinturón de seguridad se tensó casi insoportablemente sobre su hombro. Fue consciente de inclinarse hacia la derecha y después caer; el cinturón de seguridad la mantuvo en su sitio aunque sus brazos y sus piernas se bamboleaban como los de una muñeca rota. Entonces, el lado derecho de su cabeza se golpeó contra algo rígido y la invadió la oscuridad.
Bailey tosió.
Su cerebro registró levemente la respuesta involuntaria. Algo iba mal; no estaba recibiendo suficiente oxígeno. Sintió una vaga sensación de alarma y trató de moverse, de levantarse, pero ni sus piernas ni sus brazos respondieron. Se concentró, con todo su ser centrado en moverse, pero el esfuerzo fue demasiado y derivó de nuevo hacia la nada.
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