Tenía que encontrar una manera de sujetar la manilla en posición de apertura o si no nunca podría abrir la puerta de una patada. No había nada a lo que sujetarla, suponiendo que tuviera algo con qué atarla, que, evidentemente, no lo tenía. Tendría que colocar algo por debajo para mantenerla abierta, y por el momento no veía nada que pudiera servirle.

Quizá hubiera algo debajo de alguno de los asientos. La gente siempre metía cosas bajo ellos. Estirándose, tanteó la parte inferior de cada uno. Nada.

Tal vez sirviera un calcetín. Se quitó uno de sus finos calcetines de ejecutivo y lo retorció hasta hacer una especie de cuerda que enroscó en torno a la manilla; después volvió a torcerlo para mantenerla asegurada. Reptando se dobló en el asiento del copiloto, en un ángulo tan estrecho como pudo, y apoyó los dos pies contra la puerta. La postura era increíblemente incómoda, pero usar el calcetín para sujetar la manilla le daba unos cuantos centímetros preciosos. Forzando su hombro y su brazo, tiró del calcetín, sintiendo de nuevo el crujido del metal al ceder. Con la otra mano agarró el extremo delantero del asiento para no irse hacia atrás, en cuyo caso no lograría nada.

– Por favor -susurró mientras empezaba a empujar lentamente.

Los músculos de la cadera se tensaron; los músculos más pequeños en torno a sus rodillas se volvieron duros como una piedra cuando ejerció presión sobre ellos. Sus dedos, clavándose en el borde del asiento, empezaron a protestar y después a resbalar. Se agarró furiosamente y con un esfuerzo final hizo todo lo que pudo por estirar las piernas.

La puerta crujió al abrirse, su mano resbaló del asiento y ella cayó hacia atrás por el impulso. Rápidamente se levantó, con el corazón latiendo con fuerza por la euforia. ¡Sí! Desenroscó el calcetín de la manilla y se lo volvió a poner, después apoyó los pies contra la puerta y empujó un poco más, logrando una apertura de unos treinta centímetros. Podía pasar por ahí, pensó triunfante, y se inclinó hacia delante para ver si había algo estorbando, como un árbol o un pedrusco. No vio obstáculos, así que maniobró hasta que se quedó tumbada sobre el vientre, después se deslizó más allá de Justice y, poniéndose de lado, se abrió camino a través de la puerta. El metal raspó su espalda y sus caderas, pero logró pasar y llegar al suelo cubierto de nieve.

El frío helado le traspasó los delgados calcetines. Necesitaba ponerse zapatos y calcetines secos, casi inmediatamente, para evitar el peligro de congelación. Pero sus pies tendrían que esperar hasta que se hubiera ocupado de Justice.

Observando el hueco, analizó el tamaño del cuerpo del piloto. No cabría; su pecho era probablemente más ancho. Tendría que abrir más la puerta. Agarrando el borde tiró de él hasta conseguir arrancar unos cuantos centímetros al metal deforme y casi inamovible. Eso tendría que servir, pensó, con la respiración más agitada de lo que quisiera. A esa altitud tenía que tener cuidado de no hacer demasiado esfuerzo, o podría verse afectada de un letal mal de altura. Ya sudaba un poco, y eso era peligroso en el frío. Llevaba sólo unos pantalones finos y holgados y una camiseta de seda, además de la ropa interior y los calcetines, y ninguna de aquellas prendas la ayudaba demasiado a mantenerse caliente. Tenía un montón de ropa en las maletas, pero sacarlas supondría un esfuerzo y primero tenía que ocuparse de Justice.

El piloto gimió de nuevo. Recordando lo lentamente que ella había recuperado el sentido, lo difícil que había sido incluso la más leve respuesta, empezó a hablarle mientras se agachaba en la puerta abierta y se estiraba hacia dentro, agarrándolo por debajo de los brazos.

– Justice, trate de despertar. Voy a sacarlo ahora del avión. No sé si tiene algún hueso roto, así que tendrá que hacerme saber si le estoy haciendo daño, ¿de acuerdo?

No hubo respuesta.

Bailey tensó los músculos de sus piernas y tiró hacia atrás. Desde su posición agachada no podía conseguir hacer palanca, pero estaba tirando de él pendiente abajo, así que la gravedad ayudaba. Cuando la cabeza y los hombros de él pasaron por la abertura, cambió de posición hasta colocarse debajo; el hombre era un peso muerto, completamente inerte e incapaz de ayudar, así que ella tendría que protegerle la cabeza. Hizo una breve pausa para recuperar el aliento, después levantó las rodillas, clavó los talones en el suelo y se empujó hacia atrás otra vez, arrastrándolo con ella. Justice resbaló hacia delante hasta caer fuera del avión, aterrizando sobre ella y hundiéndola en la nieve helada.

Oh, Dios. Ahora podía ver su cara: la horrible herida que empezaba unos diez centímetros atrás en el cuero cabelludo formaba un ángulo por toda la frente y terminaba justo sobre su ceja derecha. No sabía mucho de primeros auxilios, pero era consciente de que un mal corte en el cuero cabelludo podía ocasionar una grave pérdida de sangre. Prueba de ello es que le cubría toda la cara empapando su camisa y sus pantalones.

Pesaba una tonelada. Jadeando, culebreó para salir de debajo de él y luchó por ponerlo de espaldas. Su energía se estaba desvaneciendo rápidamente y se sentó un momento, con la cabeza hacia abajo mientras trataba una vez más de recuperar el aliento. Sus pies estaban sufriendo, estaban muy fríos, y ahora su ropa había quedado cubierta de nieve y se empapaba a pasos agigantados. El accidente no la había matado, pero la altitud y la hipotermia podrían hacerlo muy pronto.

Justice empezó a respirar más pesadamente, induciendo el movimiento de la garganta.

– ¿Justice? -dijo Bailey.

Él tragó y murmuró pesadamente:

– ¿Qué diablos?

Ella se rió fugazmente y sin aliento. Su situación no era menos grave, pero por lo menos él estaba recuperando la consciencia.

– El avión se ha estrellado. Los dos estamos vivos, pero usted tiene una fea herida en la cabeza y necesito detener la hemorragia.

Lentamente se puso de rodillas y se estiró hacia la cabina del piloto, buscando a tientas su único zapato y su chaqueta. Estaba helada, pero aunque la chaqueta fuera fina, era mejor que nada. Empezó a ponérsela, después se detuvo y extendió la mano. En lugar de eso, le dio la vuelta a una manga para buscar la costura y empezó a tirar de ella. Necesitaba algo que pudiera usar como venda para ponerlo sobre la herida y hacer presión, y eso era todo lo que tenía.

Él tosió y murmuró algo más. Ella se detuvo. No había entendido todo lo que él había dicho, pero le había parecido captar: «Botiquín de primeros auxilios».

Se inclinó sobre él.

– ¿Qué? No le entiendo. ¿Hay un botiquín de primeros auxilios?

Él tragó de nuevo. No había abierto los ojos todavía, pero estaba luchando por mantenerse consciente.

– Guantera -murmuró.

¡Gracias a Dios! Un botiquín sería la salvación. Si podía abrir la guantera, pensó. Se acurrucó y volvió a retorcerse para entrar por la puerta abierta. La guantera estaba frente al asiento del copiloto. Deslizando los dedos bajo el pestillo, tiró de él, pero no tuvo tanta suerte como con la puerta. La golpeó con el puño frío y tiró de nuevo. Nada.

Necesitaba algo resistente con un borde afilado para abrirla. Miró a su alrededor por enésima vez. Debía haber algo entre los restos que pudiera usar, como…, como esa palanca sujeta al borde delantero inferior del asiento del copiloto por un par de grapas. Miró hacia ella incrédula. ¿Ya estaba alucinando? Parpadeó, pero la palanca todavía estaba ahí. La tocó y sintió el metal frío y áspero. Era corta, de unos treinta centímetros, pero real, y justo lo que necesitaba.

Quitándola de las sujeciones, incrustó el extremo afilado en el medio, donde estaba el mecanismo de la cerradura, y empujó hacia arriba. La tapa se combó un poco y después saltó.

Agarró la caja de color verde oliva con una cruz roja y una vez más se abrió paso hacia el exterior. Se arrodilló junto a él en la nieve y forcejeó con los cierres de la caja. ¿Por qué todo tenía que tener una maldita cerradura? ¿Por qué las cosas no podían simplemente abrirse?

Él abrió los ojos sólo un poquito y se las arregló para levantar la mano hacia la cabeza. Bailey le agarró la muñeca.

– No. No lo toque. Está sangrando mucho, así que tengo que hacer presión sobre la herida.

– Claro -dijo con voz quebrada, cerrando los ojos para protegerse de la sangre que goteaba sobre ellos.

– ¿Qué?

Él respiró unas cuantas veces; hablar todavía le resultaba complicado.

– En la caja. Suturas.

Ella lo miró fijamente, espantada. Podía presionar la herida, limpiarla, poner esparadrapo para mantener juntos los bordes del corte. Podía también echarle pomada. ¿Pero él pretendía que lo cosiera?

– ¡Ah, mierda! -soltó ella.

Capítulo 6

Discutir con un hombre semiinconsciente no tenía sentido, pero Bailey parecía que no podía detenerse:

– No tengo ningún tipo de experiencia médica, a menos que se tenga en cuenta ver Urgencias. Nadie en su sano juicio querría que lo cosiera, pero, bueno, usted no está en su sano juicio, ¿verdad? Tiene una herida en la cabeza. Basándome en la teoría de que no es inteligente dejar que alguien con posible daño cerebral tome decisiones, voy a ignorar esa sugerencia. Además, no sé coser.

– Aprenda -murmuró él-. Sea útil.

Ella rechinó los dientes. ¿Útil? ¿Qué creía que había estado haciendo mientras él haraganeaba inconsciente? ¿Pensaba que había logrado salir del avión por sí solo? Estaba empapada y congelándose porque había tenido que echarse sobre la nieve y tirar de él para sacarlo del avión. Sus manos se estaban volviendo azules y temblaba tanto que se merecería que le hiciese daño si intentaba coserlo.

El frío la hizo pensar: la chaqueta. Se había olvidado de la chaqueta, lo que significaba que la conmoción o el frío -o ambas cosas- habían ralentizado su claridad mental. Se la puso, agradecida de protegerse contra la intemperie, aunque fuera con una prenda tan fina, pero se encontraba tan mojada que no estaba segura de que la hiciera entrar en calor a menos que se secara primero.

Silenciosamente abrió un paquete de gasas estériles y colocó dos sobre la herida de la cabeza de Justice, utilizando las manos para sujetarlas y hacer presión. Un áspero gemido de dolor sacudió la garganta del piloto, después lo contuvo y se quedó completamente quieto.

Probablemente debería hablarle, pensó ella, ayudarle a mantenerse consciente y concentrado.

– No sé qué hacer primero -confesó. La acometió un temblor convulsivo que la obligó a callarse, aunque sus dientes castañeteaban tan fuerte que, de todos modos, no habría podido pronunciar ni una palabra. Cuando cesó el temblor, se concentró vehementemente en mantener las gasas en su lugar-. Tengo que detener esta nemorragia. Pero estamos en medio de la nieve… -otro estremecimiento la interrumpió- y tengo tanto frío y estoy tan mojada que casi no puedo moverme. Usted perderá el conocimiento…

Él respiró unas cuantas veces, como preparándose para la difícil prueba de hablar.

– Equipo -logró decir finalmente-. Manta… al fondo del equipo.

El único equipo a mano era el de primeros auxilios. Dejando las gasas sobre su cabeza, empezó a sacar cosas del botiquín y a ponerlas sobre la tapa abierta. Debajo de todo, cuidadosamente doblada en una bolsa sellada, había una de esas mantas térmicas de emergencia. Abrió la bolsa y desplegó la manta. No sabía si serviría de mucho, ya que jamás las había utilizado, pero no se encontraba en situación de cuestionar nada que pudiera usar como barrera entre ellos y el frío. Estuvo tentada de arroparse con la manta y acurrucarse lo más posible hasta sentir que entraba un poco en calor, pero él había perdido mucha sangre y la necesitaba más que ella.

¿Qué debía hacer, poner la manta debajo de él para protegerlo de la nieve, o sobre él para ayudarle a conservar el calor corporal que tuviera? ¿Podía calentarse algo acostado sobre la nieve? ¡Maldición, no podía pensar! Tendría que actuar por instinto.

– Voy a extender la manta a su lado -dijo-. Ahora voy a ayudarle a moverse hacia ella, para que no esté sobre la nieve. Tendrá que colaborar. ¿Puede hacerlo?

– Sí -contestó él con esfuerzo.

– Bueno, allá vamos. -Se arrodilló sobre la manta y deslizó el brazo derecho bajo el cuello de él, le agarró la parte delantera del cinturón con la mano izquierda y lo levantó. Él la ayudaba lo que podía, utilizando los pies y el brazo derecho; le costaba menos trabajo que antes moverlo, porque no era un peso muerto. Tensando todos los músculos, lo deslizó hasta colocarle casi todo el torso sobre la manta, y decidió que ya estaba bastante bien. Rápidamente dobló el resto de la manta sobre él y la sujetó donde pudo.

Sintiéndose de repente mareada y con náuseas, se dejó caer al suelo a su lado. «Mal de altura», pensó. Estaba casi al límite de sus fuerzas. Si hacía un esfuerzo más acabaría tirada en la nieve, incapaz de levantarse, y moriría antes del amanecer, o probablemente antes del atardecer de aquel día.