– ¿Lo has pelado? -dedujo Daniel por fin.

Samuel asintió con la cabeza.

– Tuve que hacerlo, milor. Para quitarle el pelo enmarañado y las pulgas.

– ¡Ah!

Guiños volvió a maullar y Daniel le dio al impaciente animal otro trozo de beicon con aire distraído.

– ¿Y dónde está ahora Pelón?

– En la cocina, milor. Durmiendo. Después de pelarlo y bañarlo, el cocinero le dio bien de comer. Después, la pobre bestia se acurrucó junto al fuego. Probablemente dormirá todo el día.

Seguro.

– ¿Quién, el cocinero? -bromeó Daniel con expresión seria.

– Pelón, milor. -Samuel titubeó y, después, añadió-: Entonces… ¿podemos quedárnoslo?

A Daniel le sorprendía que, después de tantos meses y tantos animales recogidos, Samuel no diera nada por descontado y siguiera pidiéndole permiso.

– Supongo que tenemos espacio para otra… pobre bestia.

Samuel relajó con evidente alivio sus anchos hombros que, sólo un año atrás, eran estrechos y huesudos.

– Eso esperaba yo, milor. Le conté a Pelón lo que usté había hecho por mí y el hombre bueno y decente que usté era.

¡Maldición! Una humillante oleada de algo que se parecía mucho a la vergüenza invadió a Daniel quien, de una forma momentánea, se encontró sin palabras. La gratitud de Samuel siempre conseguía reducirlo a aquel estado.

– Un hombre no debería ser halagado por hacer lo correcto, Samuel, simplemente por ayudar a una criatura abandonada.

– S'equivoca, milor-replicó Samuel con su habitualmente poco servicial forma de hablar-. Usté puede pensar que la amabilidad es fácil de encontrar, pero yo le digo que no es así. Y cuando uno tié la suerte d' encontrarla, tié que reconocerlo. Lo que usté hace es bueno. Sobre todo porque no tié por qué hacerlo. Y es probable que, por su bondá, sus muebles terminen todavía más mordisqueados.

– De hecho, eres tú quien es bueno, Samuel.

– Es verdá que yo encuentro a los animales perdidos y abandonaos, milor, pero es usté quien tié los medios p'ayudarlos. Los medios y el corazón. Si no fuera por usté, yo no podría hacer ná. -Su fácil sonrisa iluminó su cara-. Seguro que no, porque estaría en la tierra, alimentando petunias. Ahí es donde estaría.

– Bueno, eso no lo podemos permitir -comentó Daniel con un toque irónico en la voz-. Entonces, ¿quién sembraría el caos en mi casa con su conducta irreverente y un amplio surtido de animales sarnosos?

– Nadie, milor -contestó Samuel sin vacilación.

Así era, y en tal caso Daniel sufriría una gran pérdida.

– Nadie -corroboró Daniel con un suspiro exagerado de víctima.

Le guiñó el ojo a Guiños y la gata le respondió con una mirada fulminante de su único ojo que, con toda intencionalidad, trasladó de Daniel al beicon.

Samuel sonrió mostrando sus dientes delanteros, que estaban ligeramente torcidos.

– ¿Cómo va su dolor de cabeza, milor?

– Ha… -Daniel reflexionó durante unos segundos y, al final, soltó una carcajada de sorpresa-. Desaparecido.

– Lamento decir que ya se l'había dicho…

Daniel lanzó al joven una mirada de rabia fingida.

– No es verdad que lo lamentes. De hecho, creo que es una de las cosas que más te gusta decir.

– M'alegro que s'encuentre mejor, porque… -Samuel carraspeó-. Nunca adivinaría qué, milor.

Daniel se quedó paralizado. ¡Santo cielo, dos «Nunca adivinaría qué» en un día! Como Samuel solía soltar sus «He encontrado otra pobre bestia abandonada» con un volumen de voz acorde al tamaño del animal, Daniel supo que lo que venía a continuación era mayor que un cachorro.

– No consigo imaginármelo -murmuró Daniel, preparándose para la sorpresa mientras rascaba a Guiños detrás de las orejas-. ¿Un caballo? ¿Un burro? ¿Un camello?

Samuel pestañeó.

– ¿Un camello?

Daniel se encogió de hombros.

– Sólo era una suposición. Pero estoy seguro de que si un dromedario huérfano deambulara solo por Londres, tú lo encontrarías. Y lo traerías aquí.

– Desde luego, milor. Pero no es un camello.

– Mi alivio no conoce límites. No me lo digas. ¡Pelón viene con cinco amigos!

– No, milor. Por lo que yo sé, Pelón está solo en el mundo. Salvo, ahora, por nosotros, claro.

Samuel carraspeó y Daniel se dio cuenta de que parecía estar muy nervioso, y de que su piel había adquirido un leve tono verdoso que hacía juego con su librea, aunque no en el buen sentido.

– Se trata de que… Tiene usté visita, milor. Un tal señor Rayburn.

Daniel enarcó las cejas.

– ¿Charles Rayburn? ¿El comisario?

Samuel asintió con la cabeza.

– Sí, señor. Lo espera en el salón. Con otro hombre que dice llamarse Gideon Mayne.

– No conozco a nadie que responda a ese nombre.

– El hombre no lo dijo, pero juraría qu'es un detective.

Daniel examinó a su criado de tono verdoso y claramente nervioso.

– ¿Cuándo han llegado?

– Hará una media hora. Pasaba yo por el vestíbulo cuando Barkley los hacía entrar. Por casualidad oí quiénes eran. Barkley los condujo al salón y yo m'ofrecí a decirle a usté que estaban aquí, pos yo venía al comedor.

– ¿Y ahora me lo dices?

¡Mierda, de verdad tenía que hablar con Samuel sobre su falta de corrección en sus tareas! Tenía suerte de no haber entrado por casualidad en el salón tres horas más tarde y haber descubierto que el comisario y el detective estaban allí.

Samuel se encogió de hombros.

– Primero teníamos otros asuntos que tratar y quería que estuviera recuperado antes de soltarle la noticia de que la ley estaba aquí. Además, debo decir que no me molesta que esos tíos hayan tenido que esperarle a usté. Así es como debería ser. Usté es un hombre importante. Y es una hora muy mala pa que vengan a molestarlo. Sobre todo…

– ¿Sobre todo qué?

Samuel tragó saliva y la nuez de su garganta subió y bajó. Varios segundos transcurrieron antes de que contestara en un susurro:

– ¿Y si han venido por mí? -Y añadió antes de que Daniel pudiera contestar-: Yo no he hecho ná, milor. Lo juro. Por mi vida. Le prometí que no robaría y no l'hecho.

– Te creo, Samuel.

Esto pareció calmar un poco a Samuel, quien asintió con un movimiento brusco de la cabeza.

– Gracias.

– Estoy seguro de que, quieran lo que quieran, no tiene nada que ver contigo. Y si lo tiene, seguro que se trata de un malentendido que aclararemos.

El miedo ensombreció los ojos de Samuel, algo que Daniel no había visto desde hacía meses y que odió ver en aquel momento.

– Pero ¿y si es por algo que robé antes? ¿Antes de que usté m' ayudara? ¿Y si quieren llevarme con ellos?

– Nadie se va a llevar a nadie a ningún lado -declaró Daniel con determinación. Dejó con delicadeza a Guiños en el suelo y se puso de pie-. Voy a ver qué quieren.

– ¿Me lo contará? -preguntó Samuel con voz temblorosa-. ¿En cuanto s'hayan ido?

Daniel apoyó la mano en el hombro de Samuel.

– En cuanto se hayan ido. No te preocupes. Estoy seguro de que no es nada.

Daniel se dirigió a zancadas al salón esperando estar en lo cierto y con la certeza de que protegería a Samuel con todos los medios que fueran necesarios.

Cuando entró en el vestíbulo, Barkley enderezó su postura.

– ¿Puedo anunciarlo ya a las visitas, milord? -preguntó el mayordomo con la misma voz monótona y adusta que había empleado durante los diez años que llevaba al servicio de Daniel.

– Sí. Tengo entendido que llevan esperando un buen rato. -Lanzó al mayordomo una mirada de medio lado-. Aunque supongo que usted sabía que esto sucedería cuando permitió que Samuel me diera la noticia.

– Se merecen tener que esperar por venir a una hora tan intempestiva. -Barkley levantó la barbilla y dio un elegante respingo-. Sobre todo si han venido por Samuel.

«Si es así, se van a encontrar con una buena pelea.»

– Sólo hay una forma de averiguarlo.

Daniel siguió a Barkley a lo largo del pasillo y, después de que el mayordomo lo anunciara, entró en el salón. Charles Rayburn, el comisario, se levantó del sillón en el que estaba sentado, junto a la chimenea. Daniel dedujo que el alto y robusto hombre debía de tener cuarenta y tantos años. Se dio cuenta de que los agudos y verdes ojos de Rayburn registraron todos los detalles de su persona.

– Buenos días, milord -saludó Rayburn-. Me disculpo por esta visita tan temprana. -Señaló con la cabeza al otro hombre, quien estaba de pie junto a la chimenea-. Le presento al señor Gideon Mayne. El señor Mayne es un detective de Bow Street.

La primera impresión que Daniel recibió del señor Mayne era que era un hombre muy alto, muy musculoso y muy solemne. Su cara, que lucía una nariz que, sin lugar a dudas, le habían roto en alguna ocasión, parecía tallada en granito. Evidentemente, no se trataba de una visita de cortesía.

Tras saludarlos con una inclinación de la cabeza, Daniel señaló los sillones que había alrededor de la chimenea y preguntó:

– ¿Nos sentamos?

Por la expresión del señor Mayne, se diría que sentarse era lo último que deseaba hacer, pero no presentó ninguna objeción. Cuando se hubieron acomodado, Daniel preguntó:

– ¿Cuál es el propósito de su visita?

– Está relacionado con la fiesta de disfraces que se celebró ayer por la noche en casa de lady Walsh, milord -declaró Rayburn.

Daniel se permitió mostrar la sorpresa que experimentó, pero no el alivio. Estaba claro que la visita de aquellos hombres no estaba relacionada con Samuel.

– ¿Qué pasa con la fiesta?

– Usted iba disfrazado de salteador de caminos, ¿no es así?

– Así es.

Rayburn y Mayne intercambiaron una mirada rápida.

– Ayer por la noche lo vieron en compañía de una dama concreta, milord.

La imagen de Carolyn se materializó enseguida en la mente de Daniel.

– ¿Y qué?

– Me temo, milord, que esa dama ha sido asesinada.

Capítulo 5

Siempre me había considerado una persona recatada y, cuando miro hacia atrás, al principio de nuestra relación, lo era. Pero conforme ésta avanzaba, mi manto de recato se desintegró. Y me volví osada. Llena de pasiones y necesidades que nunca había imaginado poseer. Lo anhelaba. Anhelaba sus caricias, sus besos, el tacto de su piel…, como me imagino que un drogadicto anhelaría su droga.

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


Todo, en el interior de Daniel, se quedó helado. Un viento glacial parecía soplar por el agujero que las palabras del comisario habían producido en su cuerpo. Un silencioso «¡No!» resonó por toda su mente. Un «no» que, seguramente, habría gritado en voz alta si hubiera podido tomar el aliento suficiente. Un peso insoportable le apretó el pecho aplastando sus pulmones y estrujando su corazón.

«Carolyn… ¡Santo cielo, Carolyn no!»

– El cadáver de lady Crawford fue descubierto en las caballerizas que hay detrás de la casa de lady Walsh justo antes del amanecer -explicó Rayburn.

Las palabras del comisario se filtraron poco a poco a través del shock paralizante que envolvía a Daniel como una niebla negra. Frunció el ceño y, a continuación, parpadeó.

– ¿Ha dicho… lady Crawford?

– Sí, milord. Por lo visto, la golpearon hasta la muerte. Todavía llevaba puesto el disfraz. Una especie de vestido de damisela en apuros. No llevaba muerta mucho tiempo cuando un exterminador de ratas la encontró.

El profundo alivio que Daniel experimentó por el hecho de que la muerta no fuera Carolyn, lo dejó prácticamente mareado. Entonces las repercusiones de la noticia del comisario acerca de Blythe, lady Crawford, penetraron en su mente.

– ¡Santo cielo! -exclamó, llevándose las manos a la cara-. ¿Han capturado al responsable?

– No, milord. Acabamos de empezar nuestras pesquisas.

Daniel contempló al señor Mayne.

– ¿Usted lo está ayudando?

– Me ha contratado la familia de lady Crawford. El señor Rayburn me ha permitido, amablemente, estar presente durante sus indagaciones. -Contempló a Daniel con una mirada firme y unos ojos tan oscuros que resultaba imposible distinguir la pupila del iris-. Usted conocía a lady Crawford.

– Así es.

– Íntimamente.

Más que una pregunta, se trataba de una afirmación. Daniel mantuvo una expresión impasible y estudió a Gideon Mayne. Con sus adustas facciones, su ropa ligeramente arrugada y su oscuro cabello, que necesitaba un recorte, no podía considerarse guapo desde un punto de vista convencional, aunque tampoco podía decirse que no fuera atractivo. Sin embargo, tenía un aire intimidatorio que sugería que no dudaría en utilizar su considerable tamaño y su fuerza en caso necesario. La verdad era que parecía que acabara de tumbar a una docena de hombres y que no le importaría hacerlo otra vez. Empezando por él.