– No tengo por costumbre hablar de mis relaciones íntimas, señor Mayne.

– Estamos ante una investigación por asesinato, lord Surbrooke, no buscando carne de cañón para posibles cotilleos -declaró el detective manteniendo su adusta expresión.

Sin hacer caso de la actitud de aquel hombre, Daniel, de una forma deliberada, contó mentalmente hasta diez antes de contestar.

– Blythe y yo somos… éramos viejos amigos.

¡Cielos, no era posible que estuviera muerta!

– ¿Y qué tipo de amigos eran? -insistió Mayne.

– No veo qué importancia tiene este hecho -declaró Daniel-. A menos que… -Enarcó una ceja y trasladó su mirada a Rayburn-. A menos que yo sea un sospechoso.

Mayne no lo negó y Rayburn lanzó una rápida y ceñuda mirada al detective.

– Estamos formulando las mismas preguntas a todos los asistentes a la fiesta por si alguien vio algo que nos conduzca al asesino. -Rayburn sacó una libretita del bolsillo interior de su chaqueta y preguntó-: ¿Vio usted algo o a alguien que pueda considerarse sospechoso?

Daniel reflexionó durante varios segundos y negó con la cabeza.

– No. Como de costumbre, la fiesta era muy concurrida. No vi nada fuera de lo común. ¿Tienen alguna razón para sospechar que el culpable era uno de los invitados?

– En este momento, no tenemos ninguna razón para creer nada, salvo que nos encontramos ante el asesinato de una mujer -interrumpió Mayne-. Un testigo ha declarado que usted estuvo hablando con lady Crawford ayer por la noche.

– Así es. Intercambiamos algunas palabras.

– ¿En la terraza? -preguntó Rayburn.

Cuando Carolyn se fue, Daniel se quedó en la terraza durante cerca de media hora, perdido en sus pensamientos. Blythe se acercó a él sacándolo de sus solitarias reflexiones.

– ¿De qué estuvieron hablando?

– De nada importante. Del tiempo, la fiesta… Sobre una velada musical a la que nos habían invitado a los dos la semana que viene…

– ¿Durante cuánto tiempo estuvieron juntos?

– No más de cinco minutos. El aire era fresco y húmedo y ella cogió frío. La acompañé de vuelta al interior y me fui.

– ¿A qué hora abandonó usted la fiesta?

– No estoy seguro, pues no consulté mi reloj, pero yo diría que eran cerca de las dos de la madrugada.

– ¿Y adónde fue?

Daniel arqueó las cejas.

– Aquí. Volví a casa.

– ¿Puede alguien corroborarlo? -intervino Mayne-. ¿Su cochero o alguno de sus sirvientes, quizá?

– Me temo que no. Cuando llegué a la fiesta le dije a mi cochero que podía irse y regresé caminando a casa. Cuando llegué mis empleados estaban durmiendo.

– ¿Incluso su mayordomo y su ayuda de cámara?

– Me temo que sí. Barkley y Redmond ya no son jóvenes. No les exijo que me esperen despiertos.

Rayburn realizó unas anotaciones en su libretita y levantó la mirada.

– ¿Conoce a alguien que quisiera hacerle daño a lady Crawford?

– No. Era una mujer agradable y encantadora. Seguro que su asesino era un atracador.

– Es posible -contestó Rayburn-, aunque está claro que el robo no era el motivo de su muerte.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Daniel.

– Porque lady Crawford conservaba todas sus joyas. Llevaba puesta una singular gargantilla de perlas.

La imagen de tres ristras de perlas exactamente iguales cruzó la mente de Daniel.

– ¿La gargantilla tenía un cierre con diamantes y rubíes?

El interés iluminó los ojos de Rayburn.

– Sí, ¿cómo lo sabe?

Como no tenía nada que esconder y, de todos modos, ellos podían descubrirlo con facilidad a partir de distintas fuentes, incluido el joyero, Daniel declaró:

– Podría ser una gargantilla que le regalé a Blythe.

– Una joya muy cara para regalarla a una simple amiga -señaló Mayne-. ¿Cuándo se la regaló?

– A finales del año pasado. Y sí, era bastante cara. Quizás el asesino quería robársela pero algo lo asustó antes de que pudiera hacerlo.

– Es posible -contestó Rayburn mientras realizaba otra anotación en su libreta-. ¿Sabe si lady Crawford tenía una… relación con algún hombre en la actualidad?

Daniel había oído un vago rumor acerca de que lord Warwick, alguien a quien ni admiraba ni le gustaba, era la última conquista de Blythe, pero como no tenía por costumbre repetir los cotilleos infundados, declaró:

– No estoy seguro. Ayer mismo llegué a la ciudad, después de una larga estancia en el campo. Sólo puedo asegurarles que no tenía ninguna relación íntima conmigo.

– En la actualidad -recalcó Mayne.

Daniel dirigió su atención al detective y sólo le dedicó una fría mirada. No tenía intención de mentir, pero de ningún modo diría algo que pudiera manchar la memoria de una difunta. Y mucho menos a aquel detective insolente que lo miraba con hostilidad como si él hubiera cometido el asesinato. Su aventura con Blythe había durado menos de dos meses; unas cuantas semanas tórridas que se habían inflamado con rapidez y, después, se habían apagado. Daniel no tardó mucho en darse cuenta de que debajo de su deslumbrante belleza se escondía una mujer egoísta, vanidosa y no especialmente agradable. Era posible que tuviera enemigos, pero él no sabía quiénes eran. Por otro lado, ella no se merecía morir de aquella manera tan espantosa.

– ¿Alguna otra cosa? -preguntó Daniel.

– Su disfraz -declaró Rayburn-. ¿Puede usted describírnoslo?

– Era muy sencillo. Camisa negra, pantalones ajustados, botas, máscara y una capa larga y negra.

– El exterminador de ratas vio a alguien vestido con una capa negra que salía de las caballerizas justo cuando él llegaba.

Daniel arqueó las cejas.

– Yo no era el único invitado a la fiesta que vestía una capa negra. Quizás el exterminador de ratas es el desalmado que están buscando.

– Quizá -contestó Mayne, pero con un tono de voz que dejaba claro que no lo creía.

Sin duda, todo en su actitud indicaba que consideraba a Daniel sospechoso.

– Esto es todo, milord -declaró Rayburn.

– Por ahora -añadió Mayne.

Daniel se levantó y los condujo al vestíbulo.

– Gracias por su tiempo, milord -declaró Rayburn cuando llegaron a la puerta.

– De nada. Por favor, avísenme si puedo ayudarlos en algo más.

– Así lo haremos -contestó Mayne, cogiendo su sombrero de manos de Barkley.

A continuación Mayne se despidió de Daniel con una leve inclinación de cabeza y salió seguido de Rayburn. Nada más cerrarse la puerta tras ellos, Samuel entró en el vestíbulo.

– ¿Y bien? -preguntó con sus manos enguantadas apretadas en sendos puños y la cara pálida y demacrada-. ¿M'están buscando a mí?

– No. -Daniel contó a Samuel y a Barkley la conversación que había mantenido con Rayburn y Mayne y terminó diciendo-: No puedo creer que esto haya sucedido. No me entra en la cabeza que Blythe esté muerta. Y que muriera de una forma tan horrible.

Samuel arrugó el entrecejo.

– Será mejor que vaya con cuidado, milor. Está claro que husmean en su dirección por este asesinato.

Daniel asintió de forma pensativa.

– A mí también me ha dado esa sensación. Sobre todo por Mayne, quien daba la impresión de que lo que más quería en este mundo era enviarme a la horca. Pero me han dicho que están interrogando a todos los que asistieron a la fiesta. Yo no soy el único que llevaba una capa negra o que habló con Blythe la noche pasada.

Ni tampoco era el único hombre con el que lady Crawford había tenido una aventura.

Sin embargo, en lugar de parecer aliviado, Samuel se vio todavía más preocupado.

– Pero el collar que llevaba puesto se lo regaló usté y sé cómo son esos hombres de la ley, milor. Se les mete una idea en la cabeza y no les importa mucho si están equivocados. Los he visto arrestar a más d'un inocente.

Daniel esbozó una sonrisa forzada.

– No hay por qué preocuparse. Sólo están realizando su trabajo de una forma concienzuda. La buena noticia es que sus indagaciones no tienen nada que ver contigo.

La rígida postura de Samuel se relajó un poco.

– Desde luego son buenas noticias.

Daniel consultó el reloj de aleación de cinc y cobre de la pared y se dio cuenta, aliviado, de que ya no era demasiado temprano.

– Voy a salir un rato. Cuando regrese, estaré dispuesto a conocer a Pelón.

Mientras tanto, tenía que ir a visitar a una diosa. Y ahora por una razón mucho más apremiante que hablar sobre su encuentro en la terraza. Con un asesinato sin resolver, tenía que asegurarse de que Carolyn estaba bien protegida.


Carolyn, con los pies clavados en el suelo de mármol blanco y negro del vestíbulo de su casa, contempló cómo Nelson cerraba la puerta detrás del señor Rayburn y el señor Mayne. El breve interrogatorio al que la habían sometido la había impresionado.

Sintiéndose todavía aturdida, regresó con paso lento al salón mientras intentaba asimilar la increíble y espantosa noticia de que lady Crawford estaba muerta. Asesinada.

Un escalofrío recorrió su espalda. No eran amigas íntimas, apenas unas conocidas, pero sí que conocía a la atractiva viuda. Carolyn les contó, al señor Rayburn y al señor Mayne, todo lo que sabía, que era prácticamente nada, y respondió a todas sus preguntas, aunque en ningún momento dejó de pensar que tenía que haberse cometido un terrible error.

Después de entrar en el salón y cerrar la puerta tras ella, Carolyn cruzó la alfombra turca hasta su escritorio y se sentó. Cogió la pluma e intentó reanudar la tarea que se disponía a realizar cuando el comisario y el detective de Bow Street llegaron: escribir una nota a lady Walsh agradeciéndole la encantadora fiesta del día anterior. Pero, como antes, lo único que consiguió fue contemplar la hoja de papel de vitela, que estaba en blanco. Y recordar.

A él.

El sonido de su voz. El roce de sus manos. El olor de su piel. El sabor de su beso. El calor que la había embargado hasta que creyó que iba a derretirse formando un charco a sus pies.

Con una exclamación de desagrado, dejó la pluma y se levantó de la silla. Recorrió la habitación de un lado a otro, se detuvo delante de la chimenea y levantó la vista para contemplar el hermoso rostro y los bonitos ojos verdes del esposo al que había amado tanto.

La noche anterior, nada más llegar a casa, se dirigió a aquella misma habitación, donde permaneció hasta el amanecer contemplando el retrato de Edward mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y un sentimiento de culpabilidad la consumía. No sólo se sentía culpable por lo que había hecho, sino por cómo lo había disfrutado y porque se había dado cuenta, con gran pesadumbre, de que una parte de ella misma deseaba que su encuentro con lord Surbrooke no hubiera terminado de una forma tan brusca. Que hubiera continuado. En un lugar más privado.

Sin embargo, otra parte de sí misma quería olvidar el encuentro desesperadamente y hacer desaparecer la vergonzosa e inesperada pasión que él despertaba en su interior. Pero no podía dejar de pensar en él. Incluso mientras contemplaba el amado rostro de Edward, lord Surbrooke se infiltraba en sus pensamientos. Se colaba en sus recuerdos de los valses y los besos que había compartido con Edward. Y, por esa razón, sentía un profundo rencor hacia él. Sin duda, había demostrado ser un salteador de caminos, pues había robado su sentido común y sus recuerdos íntimos con su marido.

Mientras amanecía y unas franjas de color malva se filtraban en la tranquila habitación, Carolyn finalmente subió la escalera que conducía a su dormitorio convencida de que veía aquel episodio de una forma más objetiva. Lo inusual de su sentido común se debía al anonimato que le había proporcionado la máscara. De no haber sido por el disfraz, ella nunca se habría comportado de una forma tan inusitada. Era Galatea, no Carolyn Turner, vizcondesa de Wingate, quien había perdido la cabeza. Ahora que se había despojado de su falsa identidad, no volvería a cometer semejante error. Quería continuar con su vida, pero como una viuda sobria, no como una aventurera en busca de placeres sensuales.

Por suerte, lord Surbrooke no sabía que ella era la mujer a la que había besado. Sólo tenía que borrar de su mente aquel encuentro y hacer ver que nunca había sucedido. Seguro que en uno o dos días lo habría olvidado.

En aquel momento, después de unas cuantas horas de sueño y con la luz del sol entrando a raudales por la ventana, de algún modo aquel episodio le parecía un sueño. Un sueño febril que sin duda estaba alimentado por sus ávidas lecturas de las Memorias. La lectura de aquella obra había despertado, de una forma inesperada, unas necesidades sensuales que ella creía haber enterrado mucho tiempo atrás. Unas necesidades que nunca esperó volver a experimentar.

Su mirada se posó en el cajón superior de su escritorio y lo abrió poco a poco. Desplazó a un lado varias hojas de papel de escritura y el ejemplar negro, delgado y encuadernado en piel apareció a la vista. Carolyn deslizó los dedos por las letras doradas que adornaban la cubierta. Memorias de una amante.