Aquella misma mañana había deseado quemarlo en la chimenea e intentó hacerlo, pero algo la contuvo. La misma inquietante sensación que le había impedido rechazar la invitación a bailar de lord Surbrooke. O su sugerencia a salir a la terraza. Se trataba de una sensación que no podía definir ni ignorar. Algo que la inquietaba profundamente.
Sacó el libro del cajón y lo abrió por una página elegida al azar.
… él profundizó el beso. Su lengua se acopló lentamente a la mía en una fricción embriagadora que me hizo anhelar el momento en que, por fin, su cuerpo se hundiera…
Exhaló un gemido y cerró el libro de golpe, produciendo un agudo restallido que resonó en la silenciosa habitación. Soltó un suspiro tembloroso, agarró el libro, levantó la barbilla y se dirigió con pasos resueltos y decididos a la chimenea.
Se detuvo frente a ésta apretando el libro contra su pecho. El suave fuego la calentó a través de su vestido matutino. Su mente exigía que lanzara el libro a las llamas, pero ella titubeaba.
Soltó un gemido y apoyó la barbilla en el borde del libro. ¿Por qué, por qué había tenido que leerlo? Antes de hacerlo, no se cuestionaba su vida. Ni sus decisiones. Sabía con exactitud quién era, la viuda de Edward. Vivía una existencia tranquila, comedida y circunspecta y, aunque algunos podían considerarla falta de emoción, a ella le iba bien. A la perfección. Tenía su rutina. Su correo. Su hermana y sus amigas. Sus bordados… aunque tenía que reconocer que odiaba bordar.
Pero entonces leyó aquel… libro maldito. Carolyn levantó la cabeza, lanzó una mirada furiosa al ofensivo libro y lo agarró con tanta fuerza que sus nudillos empalidecieron. Desde que lo había leído, en lo único en lo que podía pensar era en… aquello.
Aquello y lord Surbrooke.
Apretó los párpados y una imagen de él se materializó de inmediato en su mente. Pero no de él disfrazado de oscuro y seductor salteador de caminos, sino de él mismo, como era en la fiesta que se celebró en la casa de Matthew. Con sus ojos azul oscuro clavados en ella y su encantadora boca curvada en aquella mueca torcida típicamente suya. Con un mechón de su pelo, espeso y oscuro, cayendo sobre su frente.
El corazón de Carolyn se aceleró y ella abrió los párpados con lentitud. Contempló las danzarinas llamas naranja y doradas de la chimenea y se obligó a encarar la verdad. La atracción que sentía hacia lord Surbrooke había enraizado en ella mucho antes de que leyera las Memorias. Las semillas se plantaron durante la fiesta en la casa campestre de Matthew y ahora…, ahora habían florecido en algo totalmente inesperado. Totalmente indeseado. Y, aun así, totalmente innegable.
Y rotundamente inaceptable.
¡Santo Dios! Si tenía que experimentar atracción hacia un hombre, algo que, a decir verdad, nunca creyó posible, ¿por qué tenía que ser él? Tenía que admitir que, desde un punto de vista puramente físico, era muy atractivo. Pero ella nunca se había sentido atraída por un hombre sólo por su aspecto. Lo cierto era que, debido a la educación que había recibido, solía evitar a los hombres de aspecto imponente. Ella enseguida se sintió atraída por Edward quien, para ella, era extremadamente guapo, pero no de una forma aparente. Su belleza era discreta. Contenida. Como su ternura. Ella se enamoró de su comedido sentido del humor, de su integridad e inteligencia, de su profunda amabilidad y gentileza.
Lord Surbrooke, por su parte, con su aspecto deslumbrante, sus miradas apasionadas y su reputación de granuja encantador no era, en absoluto, el tipo de hombre que ella habría elegido.
Una vez más, contempló el libro que apretaba entre sus manos. Aunque las Memorias no hubieran encendido la llama de su indeseada atracción, sin duda la alimentaban con sus relatos sensuales e inculcando imágenes lujuriosas en su mente. Imágenes en las que lord Surbrooke tenía un papel sobresaliente. Imágenes que ella quería, desesperadamente, hacer desaparecer.
Estaba claro que librarse de aquel libro era el primer paso hacia ese objetivo y el segundo sería evitar a lord Surbrooke. Seguro que eso no le resultaría muy difícil, pues, sin duda, docenas de mujeres estaban pendientes de todas y cada una de sus palabras y ocupaban su tiempo. Mujeres con las que compartía todo tipo de intimidades. Mujeres a las que besaba con pasión en los bailes de disfraces…
Un estremecimiento ardiente recorrió su espina dorsal y, a continuación, se le formó un extraño nudo en el estómago que le produjo una molesta tensión que se parecía mucho a… los celos.
Carolyn arrugó el entrecejo. ¡Santo cielo! ¿A ella qué le importaba si él besaba a otras mujeres? ¿Si les hacía el amor? No le importaba. En absoluto. Como él no tenía ni idea de a quién había besado la noche anterior, sin duda sólo se había tratado de otro encuentro impersonal para él. Un encuentro que, probablemente, ya había olvidado. Además, gracias a Dios, había tenido el sentido común de interrumpir el beso. Seguro que ella misma lo habría interrumpido si él no lo hubiera hecho. Seguro que, si se hubieran besado durante unos segundos más, ella se habría apartado de él.
Su molesta voz interior recobró vida y murmuró algo que, sospechosamente, sonaba como «¡Ni por asomo!». Carolyn consiguió, aunque con algo de esfuerzo, ignorar aquella voz.
Sin embargo, una parte de ella, diminuta y opuesta a la anterior, estaba emocionada por haber despertado en él una reacción tan apasionada. Ella no sabía que era capaz de provocar semejante reacción en un hombre. Aunque Edward siempre había sido muy fogoso, ella nunca había causado en él semejante… falta de contención. Y desde luego nunca en una fiesta, ni en ningún otro lugar en el que pudieran ser descubiertos.
Una oleada de vergüenza la invadió ante estos pensamientos, que sólo podía considerar desleales. Era injusto y ridículo que comparara a Edward, quien había sido amable y educado sin límite en todos los aspectos de su vida, con un hombre al que apenas conocía y que, por lo poco que sabía de él, era capaz de un comportamiento poco menos que indecoroso.
Sin duda, la soledad que la había estado atormentando últimamente la empujó a actuar, durante la fiesta, de una forma por completo desacostumbrada en ella. Como no pensaba repetir aquellos actos, no tenía sentido que guardara algo que podía empujarla a volver a salir del confortable capullo que había tejido a su alrededor.
Inspiró hondo, se acuclilló delante del fuego y alargó poco a poco la mano en la que sostenía las Memorias. «Suéltalas -la apremió su mente-. ¡Échalas al fuego!»
Eso era lo correcto. Su sentido común, su buen juicio lo sabían.
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron y Carolyn se levantó de golpe. Un sentimiento de culpabilidad encendió sus mejillas y, aunque no estaba segura de cuál era la causa, enseguida escondió el libro debajo de uno de los cojines de brocado del sofá.
– ¡Adelante! -contestó.
Nelson abrió la puerta y se acercó a Carolyn con una bandeja de plata en la que había una tarjeta.
– Tiene usted una visita, milady -declaró el mayordomo tendiéndole la pulida bandeja.
Carolyn cogió la tarjeta y leyó el nombre impreso. Su corazón dio un complicado salto acrobático y se puso a latir con fuerza y rapidez.
¡Santo cielo! ¿Qué estaba haciendo él allí?
«¿Está usted en casa, milady?»
Carolyn tragó saliva.
– Sí, puede usted hacer entrar a lord Surbrooke.
Estas palabras salieron de su boca sin que ella pudiera evitarlo, pues en el fondo sabía que lo que tendría que haber dicho era justo lo contrario.
Nelson inclinó la cabeza y se retiró. En cuanto salió de la habitación, Carolyn corrió hacia el espejo que colgaba de la pared más lejana y, al ver su imagen, apenas pudo contener un ¡ay! de horror. No necesitaba pellizcarse las mejillas para tener algo de color, pues un color escarlata coloreaba su cutis haciendo que pareciera que acababa de meter la cabeza en un horno. ¡Cielo santo! Incluso sus ojos estaban enrojecidos, y también hinchados, debido a lo mucho que había llorado y lo poco que había dormido. O quizá sólo se trataba de un reflejo de sus acaloradas mejillas.
Apretó los labios y frunció el ceño. ¿Qué importancia tenía el aspecto que tuviera? ¡Ninguna en absoluto! No sentía ningún deseo de impresionar a lord Surbrooke. ¡Ninguno en absoluto!
Se oyeron unos pasos en el pasillo y Carolyn soltó un soplido y se alejó del espejo a toda prisa. Se detuvo frente a la chimenea y apenas tuvo tiempo de secar las húmedas palmas de sus manos en su vestido cuando Nelson apareció en la puerta.
– Lord Surbrooke -anunció Nelson.
Tras realizar una rápida reverencia, Nelson se apartó a un lado y lord Surbrooke apareció en el umbral. El corazón de Carolyn volvió a dar otro intrincado salto.
¡Vaya, el hombre era realmente atractivo! Como siempre, iba impecablemente arreglado. Desde la chaqueta de corte transversal de color azul oscuro que hacía juego con sus ojos y acentuaba la amplitud de sus hombros, pasando por su camisa blanca como la nieve, por su fular, que caía en cascada desde el perfecto nudo, por sus pantalones beige que se ajustaban a sus musculosas piernas y hasta sus botas negras y lustrosas.
Lord Surbrooke avanzó despacio hacia ella y Carolyn no pudo hacer otra cosa salvo mirarlo, enmudecida por la gracia de sus movimientos predatorios. ¡Cielos! Caminaba bien. Bailaba bien. Besaba… extraordinariamente bien.
El calor invadió el cuerpo de Carolyn, quien tuvo que realizar grandes esfuerzos para no abanicarse con la mano. Contemplar a lord Surbrooke la hacía sentirse como si estuviera junto a un fuego abrasador. «¡Estás junto a un fuego abrasador!», le recordó su voz interior.
Al recordarlo, Carolyn se sintió aliviada y se alejó varios pasos de la chimenea. Claro que se sentía acalorada. No le extrañaba que hiciera tanto calor en aquella habitación. Pero ése no tenía nada que ver con su visitante.
Por encima del hombro de lord Surbrooke, vio que Nelson cerraba la puerta de la habitación. Si hubiera estado atenta, le habría dicho que la dejara abierta, pero, por lo visto, no estaba nada atenta. Y además se había quedado sin habla.
Lord Surbrooke se detuvo dejando una respetable distancia entre ellos. Distancia que Carolyn sintió la penosa tentación de acortar.
Él dijo algo. Carolyn lo supo porque sus labios se movieron, pero sus palabras no llegaron a ella porque el recuerdo de su beso la embargaba de tal modo que lo único que podía oír eran los latidos de su propio corazón.
¡Vaya! Los labios de lord Surbrooke volvían a moverse. Aquellos labios bonitos y masculinos, de aspecto firme y tacto maravilloso. Aquellos labios… aquellos labios… ¡Cielo santo, había perdido por completo el hilo de la conversación! Por no mencionar la cabeza…
Apartó la mirada de la boca de lord Surbrooke, la fijó en sus ojos y se aclaró la garganta para encontrar su voz perdida.
– ¿Disculpe?
– Decía que temía que fuera demasiado temprano para una visita. Gracias por recibirme.
– De hecho, no es usted la primera visita del día.
– ¡Vaya! -Su mirada se agudizó a causa del interés-. ¿Sus otras visitas no serían, por casualidad, el señor Rayburn y el señor Mayne?
Carolyn asintió con la cabeza…
– Sí. ¿También lo han visitado a usted? Me comentaron que pretendían interrogar a todos los asistentes a la fiesta.
– Salieron de mi casa no hace mucho. La muerte de lady Crawford es algo impactante y terrible.
– ¡Espantoso! Espero que atrapen pronto al asesino.
– Yo también. Pero hasta entonces, debe usted extremar sus precauciones. No vaya a ningún lugar sola.
– No suelo hacerlo.
– Estupendo.
Se hizo el silencio. Carolyn buscó en su mente con desesperación algo que decir, tarea que le resultó muy difícil, pues ver a lord Surbrooke en su salón de algún modo le vaciaba la mente. Y, curiosamente, a pesar de lo espaciosa que era la habitación, su presencia parecía reducirla al tamaño de una caja.
Al final fue él quien rompió el silencio.
– ¿He interrumpido algo?
De repente, ella se acordó de lo que estaba haciendo cuando Nelson anunció la llegada de lord Surbrooke. Estaba a punto de lanzar las Memorias al fuego. Dirigió la mirada al sofá y se sintió desfallecer. Uno de los extremos del libro sobresalía del cojín.
– Nada -respondió ella con rapidez y quizá con un tono de voz un poco demasiado alto-. No ha interrumpido nada. Sin embargo, siento curiosidad por conocer la causa de su visita.
«¡Sí, por favor, dígamela. Deprisa. Y después, váyase. Para que pueda empezar a olvidarlo.»
Una sonrisa curvó una de las comisuras de los labios de lord Surbrooke.
– ¿Puedo sentarme?
«¡No! Cuénteme la razón de su visita y váyase. Y deje de sonreír.»
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