– Claro.
Le indicó el sillón, pero él se acomodó en el sofá. Justo encima de las Memorias. Carolyn contempló, alarmada, el cojín. Alarma que se convirtió en pesadumbre cuando se dio cuenta de que la entrepierna de lord Surbrooke había atraído, de una forma irremediable, su mirada. Su absolutamente fascinante entrepierna.
Carolyn soltó un respingo y levantó la mirada. Y vio que él la examinaba de tal modo que dejaba claro que la había pillado mirándolo. Mirando su fascinante entrepierna.
¡Santo cielo! Aquella visita apenas había empezado y ya era un auténtico desastre. Bueno, al menos no podía ser peor.
Carolyn recobró la compostura, se sentó en el otro extremo del sofá y consiguió decir en un tono de voz perfectamente sereno:
– ¿Por qué deseaba verme, lord Surbrooke?
– Quería darle una cosa.
Lord Surbrooke le tendió un frasco de cristal sellado con cera y lleno de una sustancia de color ámbar.
Carolyn contempló el regalo sorprendida. ¿De dónde lo había sacado? Era evidente que lo llevaba en la mano desde que entró y ella no se había dado cuenta.
«Porque estabas ocupada contemplando sus labios. Y sus ojos. Y su fascinante entrepierna.»
Carolyn aceptó el frasco y lo sostuvo contra la luz.
– Parece miel.
El sonrió.
– Probablemente porque se trata de miel. De mis propias abejas. Conservo unas cuantas colmenas en Meadow Hill, la finca que poseo en Kent.
– Yo… Gracias -declaró Carolyn, incapaz de ocultar la sorpresa que sentía-. Me encanta la miel.
– Lo sé.
– ¿Lo sabe? ¿Cómo?
– Lo mencionó usted durante una de nuestras conversaciones en la fiesta de Matthew.
– ¿Ah, sí? -murmuró ella mucho más complacida de lo que debería sentirse por el hecho de que él recordara aquel pequeño detalle-. No me acuerdo.
– Yo quería regalarle algo, pero no estaba seguro de qué. Entonces usted me dijo que preferiría un regalo que me recordara a usted. Y la miel me recuerda a usted -declaró él con suavidad-. Es del mismo color que su pelo.
Carolyn frunció el ceño. Seguro que ella no le había dicho algo tan… directo.
– ¿Cuándo le dije eso?
Él alargó el brazo y tocó con delicadeza un tirabuzón del cabello de Carolyn. Y a ella, aquel gesto tan íntimo le cortó la respiración.
– Ayer por la noche. En la terraza. -Su mirada pareció traspasar la de Carolyn-. Galatea.
Carolyn sintió cómo la sangre abandonaba, materialmente, su cabeza dejando sólo un zumbido en sus oídos. ¡Cielo santo! ¿No había creído, un minuto antes, que la visita no podía ser peor? Sí, sí que lo había creído.
Y, obviamente, se había equivocado mucho. Pero mucho.
Capítulo 6
Antes de llegar a un acuerdo con lord X, yo creía que conocía bien lo que era el placer físico. Sin embargo, después del primer beso sospeché que no sabía tanto como creía. Y después del segundo estaba convencida de no saberlo; porque nunca había deseado un tercer beso con tanto anhelo.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Al ver que el color desaparecía del cutis de Carolyn, la mandíbula de Daniel se puso en tensión. Resultaba evidente que estaba atónita, y no de una forma placentera. La decepción lo invadió seguida, de inmediato, por un agudo ataque de celos. Y algo más que no pudo identificar con exactitud aparte de saber que lo hacía sentirse como si le hubieran arrancado un pedazo del corazón. A juzgar por la reacción de Carolyn, ella no sabía que había sido él a quien había besado.
¡Maldición! ¿Quién demonios creía que era el salteador de caminos? Daniel no lo sabía, pero estaba decidido a averiguarlo. Sin embargo, antes de que pudiera preguntárselo, ella se humedeció los labios y esa visión momentánea de su lengua lo distrajo. Apenas se había recuperado cuando ella le preguntó:
– ¿Cómo sabía que Galatea era yo?
– No me resultó difícil. Por su forma de comportarse, la curva de su barbilla, su risa. Usted es… inconfundible.
Durante varios y largos segundos, ella lo examinó a través de aquellos bonitos ojos suyos que a Daniel le recordaban un cielo de verano sin nubes. Entonces, sin pronunciar una palabra, ella se levantó y se dirigió a la chimenea. Tras dejar el frasco de miel sobre la repisa, se mantuvo de espaldas a Daniel y pareció contemplar las llamas.
– ¿Desde cuándo sabía que era yo? -preguntó Carolyn con calma.
Él titubeó. Su orgullo, herido por el hecho de que ella no lo reconociera en la fiesta, exigía que no admitiera que él sí que la había reconocido a ella desde el principio y que le dijera que no lo había adivinado hasta después de haberla besado. Si ella fuera cualquier otra mujer, esta mentira habría salido de sus labios sin ningún reparo. La seducción no era más que una serie de juegos intrincados que él sabía muy bien cómo jugar. De la misma forma que sabía reservarse la opinión y revelar lo menos posible de sí mismo a sus amantes. En el juego del amor, la información era como la munición. El hombre que daba a una mujer demasiada información sobre sí mismo se arriesgaba a que le pegaran un tiro.
Pero tratándose de Carolyn la mentira se quedó atascada en la garganta de Daniel, negándose a ser pronunciada. Por el bien de su maltratado orgullo, Daniel incluso tosió en un intento de desatascar su garganta, pero ésta se negó a obedecerlo dejándolo con una única opción: contarle la verdad desnuda. Eso era inusual en él, pero, sencillamente, no tenía otra alternativa. Daniel no conseguía comprender por qué se sentía de esa manera, por qué no tenía ninguna otra opción y la verdad era que odiaba sentirse tan confuso. Pero como ésa era la mano que le había tocado, no tenía más remedio que jugarla. ¡Mierda, no le extrañaba que nunca le hubieran gustado los juegos de cartas!
Se puso de pie y se acercó a la chimenea deteniéndose justo detrás de Carolyn. La piel de ella despedía un suave aroma a flores que incitó sus sentidos y Daniel inhaló hondo. ¡Cielos, qué bien olía! Como un jardín en un día soleado.
La mirada de Daniel se quedó clavada en la nuca de Carolyn. Aquella columna de piel cremosa flanqueada por dos tirabuzones de color miel, artísticamente separados de su cabello recogido, se veía tan suave, tan vulnerable… ¡Tan apetecible al tacto…!
– Supe que era usted en cuanto la vi -reconoció Daniel en voz baja.
Incapaz de resistirse, tocó con la yema de un solo dedo la tentadora piel de Carolyn, disfrutando al descubrir que era tan suave como parecía.
Saboreó el súbito respingo que realizó ella así como el ligero temblor que la recorrió.
– Era completamente consciente de que era usted con quien hablaba -continuó Daniel mientras deslizaba con delicadeza la yema de su dedo por la suave curva de la nuca de Carolyn-. Usted con quien bailaba. -Avanzó hasta que la parte frontal de su cuerpo rozó la espalda de ella y deslizó los labios por la piel que su dedo acababa de explorar-. A usted a quien besaba.
Ella permaneció totalmente inmóvil, de hecho, parecía que había dejado de respirar. Una profunda satisfacción invadió a Daniel. Excelente. Por culpa de Carolyn él comprendía perfectamente aquella sensación. Cada vez que pensaba en ella, las imágenes sensuales que le inspiraba hacían que, durante varios segundos, sintiera que sus pulmones habían dejado de funcionar.
Le rodeó la cintura con los brazos y la acercó levemente a su cuerpo mientras deslizaba los labios por su cuello e inhalaba… despacio, profundamente, ahogando sus sentidos en su suave aroma floral, en la excitante y casi dolorosa sensación de tenerla en sus brazos. Y, como le ocurría cada vez que estaba cerca de ella, su refinamiento se esfumó sumergiéndolo en una lucha contra la necesidad imperiosa de apretarla con fuerza contra su cuerpo, de acorralarla contra la pared más cercana… o inclinarla sobre la silla más próxima… o acostarla en el sofá o, simplemente, tumbaría en el suelo. Cualquier cosa que le permitiera satisfacer aquel fuego ardiente que lo abrasaba cada vez que la tocaba. Un fuego que ardía todavía con más intensidad ahora que había probado su sabor.
El esfuerzo que realizó para no ceder al deseo que lo consumía hizo que se echara a temblar, así que cerró brevemente los ojos obligándose a recobrar el dominio de sí mismo. ¡Por el amor de Dios, si apenas la había tocado! Nunca había experimentado una necesidad tan apremiante de poseer a una mujer. Sin embargo, su voz interior le advertía que no fuera demasiado rápido con Carolyn, pues corría el riesgo de asustarla, como había ocurrido la noche anterior.
Se apartó un poco y la hizo girarse con suavidad para mirarla a la cara. Al ver el vivo color de su piel y su expresión sofocada, no albergó la menor duda de que ella estaba tan alterada como él. ¡Gracias a Dios!, porque la próxima vez que la besara ella sabría con toda certeza que era él quien lo hacía.
Alargó el brazo y deslizó con dulzura los dedos por su suave mejilla.
– ¿Quién creía usted que la había besado ayer por la noche? -preguntó, formulando la pregunta que llevaba resonado en su mente desde el día anterior, aunque odió tener que formularla.
Ella lo examinó con una expresión indescifrable y él deseó con todas sus fuerzas poder leer sus pensamientos. Entonces, como si acabara de darse cuenta de que estaban tan cerca el uno del otro y de que las manos de él reposaban en su cintura, Carolyn se apartó poniendo varios centímetros de distancia entre ellos, centímetros que él tuvo que esforzarse para no acortar.
– Un osado salteador de caminos -respondió ella por fin-. Me temo que me vi arrastrada por la excitación y el anonimato de la máscara y…
Su voz se fue apagando y desvió la mirada al fuego de la chimenea. Aunque Daniel se sentía decepcionado por el hecho de que ella no supiera ni hubiera adivinado su identidad, experimentó un gran alivio cuando ella no mencionó a ningún otro hombre.
– ¿Y cedió a sus deseos? -sugirió él con suavidad al ver que ella permanecía en silencio.
Carolyn negó con la cabeza.
– No, cometí un error.
Se volvió hacia él y, por primera vez, Daniel se dio cuenta de que el borde de sus párpados estaba enrojecido y de que tenía unas leves ojeras bajo los ojos. Signos, sin duda, de haber pasado la noche en vela, de no haber dormido. Y, quizá, de haber vertido lágrimas. La idea de Carolyn llorando le causó un dolor que no pudo definir y despertó en él la necesidad de dar consuelo y protección, una necesidad que no había experimentado en mucho, mucho tiempo. Una necesidad que creía que había muerto en él mucho tiempo atrás.
Necesitó hacer acopio de toda su voluntad para no abrazarla.
– No fue un error -declaró Daniel con voz calmada pero implacable.
Un brillo de determinación y de algo más – ¿angustia, quizás?- apareció en la mirada de Carolyn, quien levantó la barbilla.
– Le aseguro que fue un error, lord Surbrooke. Yo no quería…
– Daniel.
Carolyn titubeó y, después, continuó:
– Yo no pretendía que las cosas fueran tan lejos. No debí acompañarlo, bueno, al salteador de caminos, a la terraza. Sólo puedo decirle que cometí un error. Y pedirle perdón.
– Te aseguro que no hay nada que perdonar. -Sin poder reprimirse más, Daniel se acercó a ella. Se preguntó si ella se apartaría, pero se alegró al comprobar que ella no se movió-. Supongo que yo también debería pedirte perdón, pero me temo que no puedo. No siento lo que ocurrió. De hecho, lo único que siento es que te marcharas de una forma tan repentina.
Carolyn sacudió la cabeza.
– Lord Surbrooke, yo…
– Daniel. Por favor, llámame Daniel. -Sonrió con la esperanza de que ella le devolviera la sonrisa-. Después de lo que ocurrió entre nosotros ayer por la noche, creo que podemos tutearnos. Al menos eso espero… ¿lady Wingate?
Como, a pesar del tono exagerado de su pregunta, ella no lo invitó a que la tuteara, que era lo que él esperaba, Daniel añadió:
– Al menos eso espero… mi querida ¿lady Wingate?
Animado por la leve curva que realizaron las comisuras de los labios de Carolyn, Daniel continuó:
– Mi extremadamente encantadora y muy querida… ¿lady Wingate?
Una chispa minúscula de diversión se reflejó en los ojos de Carolyn.
– ¿Hasta cuándo piensa seguir en esta línea?
– Tanto como sea preciso, mi extremadamente encantadora, muy querida y sumamente talentosa lady Wingate.
Carolyn arqueó una ceja.
– ¿Sumamente talentosa? Está claro que no me ha oído cantar nunca.
– No. -Daniel se llevó las manos al pecho en una pose dramática-. Pero estoy seguro de que su voz rivaliza con la de los ángeles.
– Sólo si las voces de los ángeles suenan como las ruedas chirriantes y desafinadas de un carruaje.
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