Y la cordura volvió a él. Trayendo con ella una saludable ráfaga de enojo hacia sí mismo por su falta de control.

– Lo siento -se disculpó Daniel, obligando a sus brazos a soltarla-. No pretendía…

«Dejarme llevar por algo que no puedo explicar.»

– ¿Besarme hasta que los huesos se me derritieran? Créeme, no tienes por qué disculparte.

Carolyn se rozó los labios con la yema de los dedos y él se maldijo a sí mismo interiormente.

– ¿Te he hecho daño?

– No. Yo… simplemente no tenía ni idea de que pudiera inspirar una pasión tan desenfrenada.

Al oírla, la curiosidad se apoderó de Daniel. ¿Quería decir que no sabía que podía inspirar semejante pasión en él o en cualquier otro hombre?

Seguro que se refería sólo a él, pues Edward sin duda aprovechó cualquier oportunidad para demostrarle la pasión que podía inspirar con una simple mirada.

¿O no?

Daniel frunció el ceño, pero antes de que pudiera indagar más en este asunto, Carolyn se levantó y se arregló con rapidez el pelo y el vestido.

– Aunque no me apetecía nada detenerte, he oído que sonaba la campanilla de la verja, lo que significa que Nelson ha regresado.

Daniel se puso de pie de inmediato, sacó un puñal de su bota y se dirigió a la puerta. Con todos sus músculos en estado de alerta, examinó con cautela el pasillo y, cuando vio que Nelson entraba en el vestíbulo de la casa, se relajó. Cerró de nuevo la puerta del salón, volvió a introducir el puñal en su bota y regresó junto a Carolyn mientras se alisaba el pelo con la mano. ¡Maldición, no había oído la campanilla! No había sido consciente de nada salvo de ella. Tolliver podía haber entrado en la habitación y él no se habría enterado hasta que aquel bastardo le hubiera disparado.

– ¿Se me ve… desarreglada? -preguntó Carolyn, alisándose el vestido con las manos.

– Te ves… perfecta.

Y así era. Como una dama recatada cuyo sonrosado rubor y labios levemente hinchados le dieran el aspecto de un melocotón maduro que pidiera ser arrancado. En aras de la discreción, Daniel esperaba que la tenue luz del vestíbulo ocultara el color que sonrojaba las mejillas de Carolyn.

La siguió hasta el pasillo. Nelson los esperaba en el vestíbulo, con Charles Rayburn y, para sorpresa de Daniel, Gideon Mayne, el detective de Bow Street.

– ¿Dónde está Samuel? -preguntó Daniel.

– Regresó a su casa, milord, para asegurarse de que las señoras estaban a salvo -informó Nelson-. Le aseguramos que lady Wingate y usted estaban en buenas manos.

Daniel asintió con la cabeza y dirigió una mirada inquisitiva a Mayne.

– Todavía estaba con Rayburn en la residencia de los Gatesbourne cuando llegó su hombre -explicó Mayne en respuesta a la mirada de Daniel.

Daniel se dio cuenta de que los escrutadores ojos de Mayne tomaban nota de todos los detalles del aspecto de Carolyn y sus músculos se pusieron en tensión. Algo en aquel hombre y sus bruscos modales le desagradaba.

– He venido con Rayburn -prosiguió Mayne- para de terminar si el disparo de esta noche está relacionado, de alguna forma, con el asunto de lady Crawford.

Daniel arqueó las cejas.

– ¿Por qué cree eso?

La mirada impenetrable de Mayne no dejó entrever nada.

– Sólo es una corazonada.

– ¿Han descubierto quién la mató?

– Todavía no -contestó Mayne dirigiendo a Daniel una mirada escrutadora-, pero tengo plena confianza en que el caso se resolverá pronto.

– Yo no creo que el asesinato de lady Crawford y el disparo de esta noche estén relacionados -declaró Daniel.

– ¿Por qué? -preguntó Rayburn.

– Vayamos al salón, caballeros -intervino Carolyn.

Mayne pareció querer negarse a la propuesta, pero, al final, asintió brevemente. Nelson acompañó al grupo hasta el salón y desapareció. En cuanto la puerta se cerró tras él, Mayne le dijo a Daniel:

– Usted y lady Wingate dejaron la fiesta de los Gatesbourne por separado. ¿Cómo es que la acompañó usted a su casa?

Daniel no hizo caso de las insinuaciones que se reflejaban en la voz del detective.

– Una de mis empleadas se puso enferma y envié a mi criado para preguntarle a lady Wingate si su doncella podía ayudarnos. Lady Wingate fue tan amable de venir ella también.

– ¿Y dónde estaba la doncella cuando ustedes regresaban a la casa de lady Wingate? -preguntó Mayne, sin apartar la mirada de Daniel.

– Ella se ofreció a quedarse con mi empleada y yo acepté agradecido.

– Cuéntenos lo del disparo -lo apremió Rayburn.

Daniel repitió la historia del disparo que, por poco, había hecho blanco en Carolyn y después les explicó lo que había ocurrido entre él y Tolliver.

Cuando terminó, Mayne declaró:

– Si Tolliver es el responsable, podría querer matar a otros inversores además de a usted, y también al señor Jennsen. Como jennsen le aconsejó que no invirtiera, podría haber aconsejado lo mismo a otras personas. ¿Quién más estaba involucrado en el negocio?

– Sé que Tolliver esperaba que lord Warwick y lord Heaton participaran en su empresa, pero no sé cómo terminaron las negociaciones.

– Nos encargaremos de hacer las averiguaciones oportunas -declaró Rayburn-. Le aconsejo que, hasta que aclaremos este asunto, vaya con mucho cuidado, lord Surbrooke. Me alegro de que ninguno de ustedes resultara herido.

Como el detective y el comisario habían terminado lo que tenían que hacer, Carolyn los acompañó hasta el vestíbulo.

– Lo acompañaremos a su casa para que llegue sano y salvo, milord -declaró Rayburn-. Después, Mayne y yo iremos al parque para ver si encontramos alguna pista.

Lo último que quería Daniel era irse, pero objetar a la propuesta de Rayburn no haría más que levantar sospechas acerca de que Carolyn y él estaban… liados. Y, aunque personalmente no le importaba quién lo supiera, le había prometido a ella que sería discreto.

Aun así, le dolió no poder darle un beso de despedida. Lo único que podía ofrecerle era un aburrido «Buenas noches». No podía decirle las palabras que, de una forma inesperada, ardían en su lengua: «Te echaré de menos.»

¡Maldición! Nunca, ni siquiera una vez, había sentido el deseo de decirle algo así a una mujer. Quizá fuera mejor que no estuvieran solos, si no, tendría la tentación de soltarle todo tipo de tonterías. Aunque, por muy tonterías que fueran, no podía negarlas. Ni siquiera había salido de su casa y ya la echaba de menos. Echaba de menos hablar con ella. Tocarla. Besarla. Y ahora nueve largas horas se extendían delante de él sin que pudiera verla.

Realizó una inclinación formal, volvió a darle las gracias a Carolyn por su ayuda, reiteró que se sentía muy contento de que no hubiera resultado herida y le deseó buenas noches.

Daniel tuvo que obligar a sus piernas a alejarse de Carolyn. Y también tuvo que obligarse a no darse la vuelta con la esperanza de volver a verla durante el corto trayecto que realizó hasta su casa en compañía de Rayburn y Mayne.

Samuel lo recibió y, en cuanto la puerta de roble se cerró tras Daniel, su evidentemente nervioso criado le preguntó por qué el comisario y el detective lo habían acompañado a casa. Daniel le explicó la situación y terminó diciendo:

– Espero que Rayburn y Mayne encuentren al bastardo de Tolliver. -Daniel apretó los puños-. Si no, tendré que encontrarlo yo mismo.

– Puede contar conmigo para esto, milor -declaró Samuel, mientras sus ojos oscuros brillaban de rabia-. Quien quiera hacerle daño a usté tendrá que pasar sobre mí primero.

Como siempre, la lealtad de Samuel despertó un sentimiento de humildad en Daniel.

– Gracias, pero espero que no sea necesario. Rayburn y Mayne parecen muy competentes. Y decididos.

Sí, decididos a que él fuera sospechoso del asesinato de Blythe.

– Dime, ¿cómo está Katie?

– Todavía duerme. Gertrude está con ella.

– Entonces está en buenas manos. Deberías irte a dormir, Samuel. Tienes que descansar.

– Me iré a dormir, milor, pero dudo que consiga descansar. No puedo dejar de pensar en Katie.

Como Daniel tampoco conseguía dejar de pensar en Carolyn, también dudaba que él pudiera descansar. Después de desear buenas noches a Samuel, Daniel subió las escaleras que conducían a su dormitorio, pero en lugar de dirigirse a la cama se sirvió un coñac y se quedó frente a la chimenea mientras contemplaba las brasas que todavía ardían en el hogar.

Y lo único que vio fue a Carolyn. Su sonrisa. Su bonita cara. Sus preciosos y expresivos ojos. ¿Cuántas horas tendría que mirarla antes de que se cansara de hacerlo? ¿Cientos? ¿Miles? Un sonido grave escapó de su garganta. De algún modo, no podía imaginarse cansándose de mirarla. De oír su risa. De escuchar su voz.

¡Santo cielo, se estaba volviendo loco! ¿Cuándo la simple visión de una mujer, el sonido de su voz o su risa habían bastado para producirle semejante sensación de profunda satisfacción?

«Nunca», contestó de inmediato su voz interior.

La intensa atracción que sentía hacia ella parecía crecer momento a momento. Daniel cerró los ojos y recordó a Carolyn en el invernadero. Con el vestido arremangado, las piernas abiertas y el sexo brillando de necesidad. Su miembro se hinchó y Daniel soltó un gemido. ¡Maldita sea, todavía notaba su sabor en la lengua! ¡Y por Dios que ansiaba tenerla debajo de él, encima de él, abrazada a él!

Pero también experimentaba el fuerte e inusual deseo de, simplemente, hablar con ella. Pasar tiempo con ella. Bailar con ella. Cogerla de la mano. Estar en la misma habitación que ella. Decirle cosas que nunca le había dicho a nadie. Daniel nunca había experimentado algo así antes y no estaba seguro de que le gustara. El sexo, el deseo y la lujuria eran cosas puramente físicas y nada complicadas, pero aquellos… sentimientos sin precedentes que Carolyn le inspiraba le resultaban sumamente complicados. Y peligrosos. Como si estuviera navegando por mares bravíos sin la ayuda de una embarcación.

Exhaló un suspiro y miró el reloj que había en la repisa de la chimenea.

Sólo quedaban ocho horas y veintisiete minutos para que volviera a verla.

Soltó un gruñido y realizó un rápido cálculo mental. Entonces, por segunda vez aquella noche, se encontró rezando. En esta ocasión para que los siguientes quinientos siete minutos pasaran muy, muy deprisa.

Capítulo 13

Siempre creí que el ajedrez era un juego aburrido. Hasta que mi amante y yo jugamos una versión en la que cada vez que un jugador se comía una figura, el contrarío tenía que quitarse una pieza de ropa. Como yo me quedé desnuda antes que él, mi amante me dijo que yo era la perdedora, pero por el placer que me proporcionó con su boca y su lengua, yo me consideré la ganadora.

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


Como era su costumbre, después del desayuno Carolyn se retiró al salón para disfrutar de una segunda taza de café. Normalmente, se sentaba frente al escritorio, cerca de la ventana, donde respondía su correspondencia o, si el día era soleado, simplemente disfrutaba de la calidez de los rayos de sol que entraban a raudales por los cristales. Aquella mañana, sin embargo, estuvo paseando de un lado a otro de la habitación, pues se sentía demasiado intranquila y alterada por los tumultuosos eventos de los últimos días. Primero se había producido un asesinato, después había aceptado a Daniel como amante, a continuación, casi había recibido un disparo y encima se había enterado de que Daniel era el blanco…

Inspiró de una forma temblorosa. No era de extrañar que no consiguiera estarse quieta. Y todos sus agitados pensamientos giraban alrededor de una sola palabra.

Daniel.

Después de dar otra vuelta por la alfombra turca, se detuvo delante de la chimenea. Apretó el ejemplar de las Memorias contra su pecho y miró el retrato de Edward.

Como todos los días, su bonito rostro la contempló con expresión amable. Sus ojos no reflejaban el menor rastro de condena.

– ¿Lo comprendes? -murmuró Carolyn mientras su voz rodeaba el nudo que atenazaba su garganta-. Ruego para que así sea, aunque no estoy segura de cómo podrías hacerlo, pues ni siquiera yo comprendo lo que ocurre.

Edward siguió mirándola con bondad y afecto.

– Eres el dueño de mi corazón -continuó Carolyn-. Y siempre lo serás. Pero me siento terriblemente sola. No sabía cuánto hasta que él me besó. No me había dado cuenta de lo mucho que quería y necesitaba ser deseada de esa forma otra vez. Cuánto echaba de menos que me tocaran… y tocar yo también. No sabía cuánto deseaba volver a vivir con plenitud hasta que aquel disparo estuvo a punto de acabar con todo.

Contempló el libro que sostenía entre las manos y la rosa sonrosada que Daniel le había dado y que ahora estaba prensada entre las páginas. Las cosas que Daniel le había hecho la noche anterior… Al recordar el increíble y sorprendente placer que experimentó, se le cortó el aliento. No tenía sentido que se mintiera a sí misma. Ella quiso experimentar aquel placer. Lo deseó.