Y volvía a desearlo.

¿La lectura de las Memorias era la única causa de que se sintiera así? En tal caso, ¿por qué esos sentimientos sólo se habían manifestado con aquel hombre en concreto? No podía explicarlo, pero así había ocurrido y no podía ignorarlo. Todavía menos ahora, después de todo lo que había descubierto acerca de Daniel. Aquel lado amable, afectuoso y generoso que ella desconocía. Un lado que le parecía fascinante y atractivo. Y, una vez más, imposible de ignorar.

Levantó la vista hacia el retrato.

– Me sorprende mi reacción ante él -susurró a la imagen de Edward-. Nunca creí… Nunca esperé…, pero no puedo negar que lo deseo. Como es lógico, no permitiré que altere mis recuerdos de ti. Nunca permitiré que desvirtúe lo que tú y yo compartimos en su momento.

Sin embargo, incluso mientras pronunciaba estas palabras, Carolyn se preguntó si lo conseguiría. Y temió que ya fuera demasiado tarde. Temió que, en determinado momento, la realidad de hacer el amor con Daniel se sobrepusiera a los recuerdos de lo que había compartido con Edward. Desde que Daniel la besó en el baile de disfraces, era su cara la que la perseguía en sus sueños. Con cada experiencia íntima que compartía con Daniel, le resultaba más y más difícil evocar la imagen de Edward.

A menos que estuviera allí, contemplando su retrato. Pero incluso en esos momentos, a veces no conseguía recordar el timbre preciso de su voz. La cadencia exacta de su risa. El tacto de su pelo y de su piel en las yemas de sus dedos.

Aunque estos fallos de su memoria empezaron antes de que volviera a encontrarse con Daniel en la fiesta de Matthew, era indudable que habían aumentado desde que el guapo conde había entrado en su vida. No, no podía negar la realidad de que el tacto de Daniel la emocionaba más que el recuerdo, cada vez más débil, del tacto de Edward. Este hecho, a pesar de su decisión de continuar con su vida, la consternaba, la asustaba y la hacía sentirse terriblemente culpable.

Sin embargo, a pesar de la consternación, el miedo y la culpabilidad, sencillamente, ya no podía ignorar el hecho de que no había muerto con Edward. Ni ignorar cómo la hacía sentirse Daniel, algo que podía resumir en una sola palabra.

Viva.

¡Viva de tantas formas…! El la hacía reír. ¡Santo Dios, hacía tanto tiempo que no se reía…! Él la hacía querer y necesitar cosas que nunca creyó que volviera a querer y necesitar. Él la hacía sentirse joven. Y deseable. La hacía querer abrir los brazos y girar sobre sí misma de placer, por el simple hecho de saber que podía hacerlo. Y que él la tomaría de las manos y daría vueltas con ella. Él la hacía sentirse…

Acompañada.

Sin embargo, justo cuando acababa de descubrir todo esto, estuvo a punto de perder la vida. Y la de él corría peligro. «¡Por favor, Dios, que cojan rápido al loco de Tolliver!»

Inhaló hondo y le dijo al retrato:

– Durante tres años, sólo he sentido un vacío. -Una humedad caliente se encharcó en sus ojos y Carolyn pestañeó-. ¡Por favor, por favor, no me odies, Edward! Este… acuerdo con Daniel es sólo algo físico. Y temporal. Yo nunca quise estar aquí sin ti, pero ya que lo estoy… ¡Estoy tan cansada de estar sola…!

«Carolyn, querida… Te quiero. Sé feliz.»

Las últimas palabras de Edward, exhaladas con su último aliento, resonaban en su mente. Ya no estaba segura de qué era la felicidad y, desde luego, dudaba que llegara a encontrarla en aquella relación, pero sabía que ésta calmaría su soledad. Llenaría una pequeña parte del vacío. Y hasta que Daniel se desplazara a la siguiente conquista, algo que, sin duda, haría en cuanto se cansara de ella y, dada su reputación, sería pronto, ella disfrutaría de su compañía y del tiempo que pasaran juntos. Y cuando él siguiera adelante, ella también lo haría. Con energías renovadas y lista para hacer algo que valiera la pena con su tiempo.

Con este propósito en la cabeza, Carolyn se dirigió al escritorio para guardar las Memorias en el cajón superior. Pero primero deslizó el extremo de su dedo índice por las letras doradas de la cubierta de piel negra y unas imágenes inspiradas por el libro cruzaron por su mente. Y deseó convertirlas todas en realidad. Con Daniel.

Alguien llamó a la puerta y Carolyn introdujo a toda prisa el libro debajo de unas hojas de papel de escribir. Después de cerrar el cajón, exclamó:

– ¡Adelante!

Nelson entró con una caja cuadrada y plateada que estaba adornada con una cinta de color marfil.

– Acaban de traerla para usted, milady.

Nelson le tendió la bonita caja, que era sólo un poco más grande que la mano de Carolyn.

El corazón le dio un brinco. ¿Un regalo de Daniel?

– Gracias, Nelson.

Cuando el mayordomo se hubo retirado, Carolyn corrió hasta el escritorio, dejó la caja encima de éste y desató la cinta. Abrió la tapa, cogió la nota que había encima del papel de seda que había debajo y leyó, con esfuerzo, el breve mensaje que debieron de escribir a toda prisa, pues la tinta se había corrido en muchos lugares.

«Espero que los disfrutes. Daniel.»

Sonriendo con nerviosismo, Carolyn sacó el papel de seda y descubrió media docena de mazapanes perfectamente moldeados como frutas en miniatura. Los dulces despidieron un fuerte olor a almendras amargas y Carolyn, de una forma involuntaria, arrugó la nariz. Aunque el sabor a almendras no era su favorito, algo que Daniel no podía saber, su corazón se derritió por aquel detalle tan considerado. Hacía mucho tiempo que un hombre no le enviaba dulces.

A pesar de que los mazapanes no le gustaban especialmente, se dispuso a coger uno con la misma actitud con que untaba mantequilla en las rodajas de pan quemado que Sarah horneaba mientras perfeccionaba sus habilidades culinarias. Antes de que pudiera decidirse sobre si coger el de forma de frambuesa o de melocotón, volvieron a llamar a la puerta.

Tras oír su permiso para entrar, Nelson abrió la puerta y se acercó a Carolyn llevando una bandeja de plata con una tarjeta.

– Tiene otro presente, milady. Está en el vestíbulo. Venía con esto.

Nelson le tendió la bandeja.

¿Otro presente? Carolyn volvió a tapar la caja de los dulces y la introdujo en el cajón de en medio del escritorio. Después cogió la carta que Nelson llevaba en la bandeja, rompió el sello de cera y leyó las palabras escritas en perfecta caligrafía.

«Para Galatea. Del salteador de caminos. Porque le recuerdan a ti.»

¡Cielos, Daniel había tenido una mañana muy ocupada! Volvió a leer la nota y una sensación de calidez la invadió. Aquella nota era mucho más personal que la primera, y mucho más intrigante. Siguió a Nelson a lo largo del pasillo, entró en el vestíbulo y soltó un respingo. Un ramo de flores enorme, el mayor que había visto en toda su vida, estaba sobre la mesa de madera de cerezo. Las flores estaban dispuestas en un maravilloso jarrón de cristal tallado.

Y todas eran rosas de color rosado.

¡Cielo santo, al menos había diez docenas de rosas! Daniel debía de haber dejado sin flores todos los rosales del invernadero. Aquello era ridículo, excesivo y extravagante.

Y sumamente romántico. «Le recuerdan a ti…»

Una oleada de calor recorrió todo su cuerpo. Tocó una de las delicadas flores e inhaló la embriagadora fragancia que perfumaba el vestíbulo. Aquel regalo constituía un gesto atento y encantador. El segundo de aquella misma mañana. Y procedía de un hombre al que empezaba a considerar… atento y encantador.

Y también lleno de sorpresas. Entonces pensó que los planes de Daniel para aquella tarde también constituían una sorpresa, lo que significaba que él le iba a dar tres sorpresas en un día y ella, ninguna.

Eso daba una puntuación nada equilibrada.

Una idea se formó en su mente y sus labios se curvaron en una secreta sonrisa.

Se volvió hacia Nelson.

– Lord Surbrooke vendrá hacia mediodía. Lo recibiré en mi saloncito privado.

El salón no le serviría para lo que tenía pensado.

– Sí, milady.

Carolyn cogió una rosa de tallo largo del jarrón y se dirigió a las escaleras.

Ya iba siendo hora de que fuera ella quien sorprendiera a Daniel y equilibrara un poco la desigual puntuación.


– Lady Wingate vendrá enseguida -declaró Nelson a Daniel después de conducirlo a una habitación acogedora, decorada con buen gusto y femenina.

Sin duda se trataba del saloncito privado de Carolyn. Daniel le dio las gracias al mayordomo, quien se marchó cerrando la puerta tras él silenciosamente. Daniel, sorprendido, examinó el refugio privado de Carolyn mientras se preguntaba si tendría algún significado que lo recibiera allí en lugar del salón. No es que le molestara la mayor intimidad de la que dispondrían allí, sobre todo teniendo en cuenta la noticia que quería darle. Tampoco podía negar que se sentía aliviado al no tener el enorme retrato de Edward sobre ellos.

Giró sobre sí mismo con lentitud mientras observaba con atención su entorno. Las paredes estaban forradas con una tela de seda de color amarillo pálido y estaban decoradas con acuarelas de flores y plantas encuadradas con marcos dorados. Daniel supuso que eran obra de su hermana Sarah, quien, según le habían contado, tenía un gran talento para la pintura. Tras examinar uno de los cuadros más de cerca, vio que, efectivamente, estaba firmado por Sarah.

Una librería de suelo a techo estaba flanqueada por dos ventanales con cortinajes de terciopelo verde oscuro a través de los cuales entraban los rayos oblicuos del sol. En un rincón cercano a uno de los ventanales había un elegante escritorio perfectamente situado para recibir la luz solar. En el otro lado había un sofá de contornos redondeados y tapizado con una tela de finas rayas amarillas y verde pálido. Su mirada se posó en un estilizado jarrón de plata que había sobre una mesa de marquetería situada junto al sofá. El jarrón contenía una única flor, una de las rosas de su invernadero. Sin duda eso era una buena señal.

Dos sillones orejeros estaban situados delante de la chimenea encendida de mármol blanco proporcionando una acogedora zona de asiento. Un gran espejo de marco ornamentado colgaba encima de la repisa de la chimenea, sobre la que reposaba una colección de pequeños pájaros de porcelana. Todo esto, combinado con la alfombra de verde musgo estampada con rosas silvestres de color rosa pálido, le produjo a Daniel la sensación de estar en un jardín interior encantado. Inhaló hondo y percibió cierto olor al sutil perfume floral de Carolyn. ¡Un jardín interior con olor a Carolyn!

Carolyn… ¡Maldición! Apenas había estado fuera de sus pensamientos un segundo desde que se separó de ella la noche anterior.

«¿Desde que te separaste de ella ayer por la noche? -preguntó en tono de incredulidad su voz interior-. No ha abandonado tus pensamientos ni por un instante desde hace mucho más tiempo que eso.»

Daniel echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. «¡Está bien, de acuerdo!» Ella llevaba en sus pensamientos desde hacía muchísimo más tiempo, lo que era inusual en él. Como lo era la forma en que había perdido el control la noche anterior, cuando la besó. ¡Maldición, él nunca había perdido el control de aquella manera! ¿Y como resultado de un simple beso? ¡Increíble!

«Ayer por la noche no fue la primera vez que perdiste el control con ella», le recordó su voz interior con malicia.

«¡Mierda! ¡Está bien, de acuerdo!»

Pero aquel día no pensaba comportarse de aquella manera. Había planeado con cuidado lo que harían. Pensaba dedicar el día a conocerla más. El plan consistía en un agradable paseo seguido de una lenta seducción. No le daría prisa y, desde luego, no la presionaría como un adolescente inmaduro incapaz de dominar sus pasiones.

Oyó que la puerta se abría y se dio la vuelta con una sonrisa de bienvenida en los labios, pero ésta se evaporó, así como su capacidad de habla, al ver a Carolyn, quien estaba apoyada en el umbral de la puerta.

Llevaba su pelo castaño suelto, como una cortina resplandeciente que caía sobre sus hombros mientras sus onduladas puntas le rozaban las caderas. Y vestía… ¡cielos, llevaba puesta una bata de satén de color marfil atada a la cintura! Por la forma en que el tejido se ajustaba a sus curvas y resaltaba sus firmes pezones, eso era todo lo que llevaba puesto. La mirada estupefacta de Daniel bajó por el cuerpo de Carolyn hasta sus pies desnudos y de vuelta hacia arriba, donde se encontró con su mirada. Una mirada que despedía un calor tan sensual que Daniel sintió como si se hubiera prendido fuego en sus pantalones.

– Hola, Daniel -declaró Carolyn con un tono de voz cálido y seductor.

Daniel estaba a punto de abrir la boca para responder, cuando se dio cuenta de que, en determinado momento, su mandíbula debió de haberse caído, pues ya tenía la boca abierta. Si hubiera sido capaz de separar sus globos oculares de Carolyn, habría mirado hacia el suelo para averiguar si su mandíbula estaba allí.