Carolyn cerró la puerta con llave y el chasquido de ésta resonó en la silenciosa habitación. Los únicos sonidos que se oían eran el crepitar del fuego y la pesada respiración de Daniel. Si alguna vez en su vida había visto algo más excitante que Carolyn vestida con aquella bata y mirándolo como si quisiera tumbarlo en el sofá más cercano y hacerle sus peores travesuras, Daniel no lo recordaba.

Una vez más, intentó hablar, pero ella volvió a privarlo de esta capacidad al separarse de la puerta y dirigirse hacia él con un contoneo de las caderas que sólo podía definirse como pecaminoso. Daniel fue incapaz de impedir la rápida reacción de su cuerpo y sacudió la cabeza interiormente. ¡Estaba duro como una maldita piedra y ella ni siquiera lo había tocado! Carolyn se detuvo a la distancia de un brazo de él y, si no fuera porque él era incapaz de moverse, Daniel la habría estrujado entre sus brazos.

– Creo que yo he sido la última en hablar -declaró Carolyn con un deje de diversión en la voz.

Daniel tuvo que tragar saliva dos veces para encontrar la suya.

– Sin duda, porque me has dejado sin habla. Estas tan… tan…

– Volvió a recorrer su cuerpo con la mirada y un gruñido creció en su garganta-. Como un ángel perverso.

– Esta mañana me has enviado unos regalos preciosos.

– Si ésta es tu forma de agradecérmelo, vaciaré de rosas mi invernadero todos los días.

La picardía bailó en los ojos de Carolyn.

– Ni siquiera he empezado a agradecértelo.

Daniel recuperó el aplomo que Carolyn le había arrebatado momentáneamente. ¡Gracias a Dios, porque lo había reducido a un pobre bobo! Daniel eliminó la distancia que los separaba de un paso, la rodeó por la cintura y la acercó a él hasta que estuvieron pegados de pecho a rodillas. Inclinó la cabeza hasta que sus labios rozaron los de ella y preguntó:

– ¿Qué tenías pensado?

– Si te lo cuento, arruinaré la sorpresa.

Carolyn le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas para unir su boca a la de él.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Daniel, quien necesitó todas sus fuerzas para no acorralarla contra la pared y penetrarla de inmediato. ¡Maldita sea, la forma en que lo privaba, una y otra vez, de su autodominio reduciéndolo a aquel estado, y en cuestión de segundos, lo desconcertaba por completo! Aunque tenía que reconocer que aquel aspecto juguetón y seductor de Carolyn lo sorprendía y deleitaba a la vez.

Sin embargo, aunque se sentía encantado, no pudo evitar preguntarse si ella estaba pensando realmente en él; si lo veía a él por quien realmente era o si él era para ella sólo un sustituto de Edward.

Una oleada de celos irracionales recorrió su interior al imaginarse que ella estaba pensando en Edward mientras lo besaba. Entonces se regañó a sí mismo interiormente. ¡Resultaba ridículo sentir celos de un difunto! Él no quería el corazón y el alma de Carolyn, sólo su cuerpo. Y resultaba evidente que iba a satisfacer su deseo. No podía pedir nada más. No le importaba si ella tenía a Edward en su cabeza.

¿O sí?

¡No, claro que no!

Daniel levantó la cabeza y se preguntó si su cara reflejaba sus pensamientos, porque Carolyn había fruncido levemente el ceño. Echándose hacia atrás en el círculo de los brazos de Daniel, Carolyn le preguntó:

– ¿No estás contento?

La mirada de Daniel se entretuvo en la generosa curva de los pechos de Carolyn presionados contra él.

– La verdad es que sí. De hecho, apostaría algo a que, ahora mismo, soy el hombre más feliz de todo el reino.

– ¡Estupendo!

Carolyn retrocedió unos pasos y los brazos de Daniel colgaron a sus costados. Daniel afianzó los pies en el suelo para no moverse. Aunque deseaba intensamente tumbar a Carolyn en el suelo, arrancarle la bata y tocar y saborear todos los centímetros de su piel, también ansiaba ver lo que ella haría a continuación.

Y no tuvo que esperar mucho.

Daniel dirigió su mirada hacia la cintura de Carolyn, donde los dedos de ella jugueteaban con el cinturón anudado de la bata.

– ¿Los planes que habías preparado para nosotros esta tarde eran muy urgentes? -preguntó ella.

– Nada que no pueda esperar.

– ¿Te gusta mi bata?

– Mucho.

– ¿Quieres que me la quite?

Él clavó la mirada en la de ella. «Incluso más que volver a respirar.»

– El único problema es que me quedaré… desnuda.

– Personalmente, no veo que eso sea un problema.

– Bueno, sólo lo será si tú no lo estás.

– Mi muy querida Carolyn, ¿me estás pidiendo que… me desnude?

Daniel pronunció la última palabra con un tono exagerado y escandalizado.

– Si no te molesta mucho.

– No mucho. Supongo. Si a ti le gustaría…

– Oh, me gustaría mucho. Aunque hay algo que todavía me gustaría más.

– Mmm, empiezo a pensar que eres muy exigente.

Carolyn curvó las comisuras de los labios en una sonrisa picara.

– Espera a que los dos estemos desnudos.

Una carcajada que se convirtió en un gruñido de puro deseo escapó de los labios de Daniel. Desde que la besó por primera vez supo que detrás de su apariencia de corrección habitaba una mujer apasionada, pero no se esperaba a aquella deliciosa criatura que estaba frente a él, con los ojos resplandecientes de pura picardía.

– No puedo esperar. ¿Cuál es tu petición?

– Que me dejes ayudarte a desvestirte.

Daniel exhaló un suspiro exagerado.

– Una petición verdaderamente monstruosa, pero intentaré no quejarme demasiado.

Carolyn deslizó la yema de su dedo índice por el contorno de la erección de Daniel en una suave caricia que casi le detuvo el corazón a él.

– Estupendo -declaró ella en un susurro sensual. Subió la mano y tiró levemente de la chaqueta de Daniel-. ¿Ahora te parece un momento adecuado?

– Ahora me parece perfecto.

Ella lo ayudó a quitarse la chaqueta y dejó la pieza azul marino sobre el respaldo de uno de los sillones. Cuando se dispuso a desanudarle el fular, Daniel dio gracias mentalmente por no haber realizado un nudo complicado.

Aun así, ella parecía tener problemas y, después de varios intentos fallidos, dejó de intentarlo y levantó la mirada. Todos los trazos de picardía de sus ojos habían sido reemplazados por una repentina expresión seria e insegura.

– Yo… no he hecho esto desde hace mucho tiempo -susurró Carolyn.

Daniel le cogió las manos con dulzura y se las llevó a los labios.

– Lo sé. Tómate tu tiempo. No tenemos por qué correr. – Le dio un ligero empujón con la pelvis-. Aunque las pruebas físicas demuestren lo contrario, no tengo ninguna prisa. Me encanta sentir el tacto de tus manos.

– Pero ¿y si…? -Su expresión de inseguridad se acentuó-. ¿Y si no te doy placer?

Si no se la viera tan preocupada, él se habría echado a reír por lo absurdo de su pregunta. Le soltó las manos, le cogió la cara entre las manos y rozó sus mejillas con los pulgares.

– Carolyn, es imposible que no logres darme placer. Si algo debe preocuparte es que te mantenga en esta habitación durante las próximas dos semanas. O tres. Posiblemente, incluso cuatro. Quizá más. -Se inclinó hacia delante y apoyó la frente en la de ella-. No te pares. Y si tus manos tiemblan un poco, piensa que las mías también están temblando. De tanto desearte.

Ella levantó la cabeza y él se sintió aliviado al ver que sus ojos ya no mostraban el menor signo de preocupación.

– ¿Cómo sabes siempre qué decir?

– No lo sé. Sólo digo lo que tú me inspiras. -Daniel contempló su fular-. ¿Te importaría continuar con lo que has empezado?

– ¿Me ayudas?

– Será un placer.

Mientras ella desanudaba el fular, Daniel se quitó el chaleco y sacó el borde de su camisa del interior de sus pantalones. A continuación, dejó los brazos colgando y esperó pacientemente a que ella terminara. Cuando, por fin, Carolyn consiguió desanudar el fular, Daniel se quitó la camisa por la cabeza. La pieza cayó al suelo y Carolyn apoyó las manos en el pecho de Daniel. Aquel primer contacto extrajo un gruñido grave de la apretada garganta de Daniel.

– ¡Cielos! -murmuró ella deslizando las manos por encima de los hombros de Daniel.

¡Y tanto que «cielos»! Sus dulces exploraciones lo estaban volviendo loco.

– He imaginado tantas veces que me acariciabas de esta forma – declaro él mientras un estremecimiento recorría su cuerpo.

– ¿Ah, sí?

– Más veces de las que puedo contar. -No debería haberlo admitido, pero no podía evitarlo-. Mi fantasía siempre fue agradable, pero la realidad es mucho más placentera de lo que nunca imaginé.

Los dedos de Carolyn recorrieron suavemente el abdomen de Daniel y los músculos de él se tensaron como respuesta.

– Estás… muy bien hecho.

Daniel apoyó las manos en las caderas de Carolyn y se las apretó levemente.

– Y tú también.

Ella recorrió la piel de Daniel justo por encima de la cinturilla de su pantalón.

– Me gustaría mucho que te los quitaras.

– Estamos totalmente de acuerdo.

Daniel cogió a Carolyn de la mano y la condujo al sofá, donde se sentó y se quitó las botas y las medias. Después se puso de pie y juntos desabotonaron sus pantalones. Daniel se los bajó, junto con los calzoncillos, y salió del círculo que formaba su ropa en el suelo.

El alivio que experimentó al librarse de la contención de sus pantalones se desvaneció de inmediato cuando ella rozó con la yema de los dedos la cabeza de su erección. Daniel cerró los ojos e inhaló aire, y contuvo el aliento cuando ella deslizó los dedos con suavidad por la extensión de su miembro y sus pulmones dejaron de funcionar.

Justo cuando creía que ya no podía aguantar más, ella se detuvo. Daniel estuvo apunto de pedirle que continuara. Abrió los ojos con esfuerzo y vio que Carolyn cogía la rosa del jarrón de plata. La mirada que ella le lanzó le hizo sentir como si un fuego le recorriera la piel por dentro.

– Ayer por la noche me enseñaste una nueva finalidad para las rosas. -Carolyn realizó un círculo con la aterciopelada flor alrededor del glande de Daniel-. Es justo que te devuelva el favor.

Daniel soltó un gruñido ronco.

– La devolución de ese favor me va a volver loco…

– Tengo que hacerte una confesión -susurró ella, rodeando el miembro de Daniel con la mano mientras seguía acariciando su glande con la rosa.

El afianzó los pies en el suelo y exhaló aire con lentitud. Una vez más tuvo que realizar un esfuerzo para hablar.

– ¿Una confesión? -consiguió preguntar.

– Sí, aunque no es, ni de cerca, medianoche.

– Me temo que no podría aguantar tanto. Sobre todo, si sigues haciendo… ¡aaaahhh!… esto.

– Mejor. Me dijiste que las confesiones a medianoche son peligrosas.

– Peligrosas, sí.

Lo que describía, con exactitud, la situación de aquel momento. El corría el peligro inminente de perder lo que le quedaba de su autodominio, que se estaba desvaneciendo con toda rapidez. Rechinó los dientes por el intenso placer que le proporcionaba el contacto de las manos de Carolyn y las caricias que le daba con la flor. Soportó la dulce tortura hasta que la urgencia del clímax se volvió abrumadora. Entonces, con un jadeo, cogió las muñecas de Carolyn.

– Si con peligro te refieres a que corro el riesgo de llegar demasiado pronto al clímax… -Dejó la rosa sobre la mesa, colocó las manos de Carolyn a sus lados y cogió el cinturón de su bata-. Antes me dijiste que era un problema que estuvieras desnuda tú sola. Me temo que ahora debo decirte lo mismo a la inversa.

– ¿Quieres que me desnude?

Daniel lanzó una mirada significativa a su erección.

– Resulta evidente.

Un brillo perverso iluminó los ojos de Carolyn.

– ¿Y cuánto lo quieres?

Si supiera cuánto, seguramente se asustaría, pues hasta él lo estaba. Desató el nudo del cinturón de Carolyn, deslizó las manos por dentro de la bata de satén y las subió por la suave espalda de Carolyn.

– No se me ocurre nada que quisiera más en este momento -declaró el quitándole la bata lentamente por los hombros.

– ¿Un millón de libras? -sugirió ella con voz picara.

La bata se deslizó por los brazos de Carolyn y cayó a sus pies con un suave susurro. La ávida mirada de Daniel recorrió el cuerpo de Carolyn. Su piel suave y de color crema. Sus pechos turgentes coronados por unos pezones excitados que parecían pedirle que los tocara. La suave curva de su cintura y el borde de su ombligo. El triángulo de rizos dorados que había en el vértice de sus magníficas piernas, que se estrechaban hasta llegar a sus delgados tobillos. Y el exquisito arco de sus pies desnudos.

– Una vez más, creo que te toca hablar a ti -declaró Carolyn.

– Lo haría, pero creo que me he quedado sin palabras. Salvo para decir que eres la mujer más bonita que he visto en toda mi vida. -Alargó los brazos y le cogió los pechos-. La más suave que he tocado en toda mi vida. -Avanzó un paso, se inclinó y rozó con sus labios la curva donde se encontraban el cuello y el hombro de Carolyn-. ¡Hueles tan bien…! -Sus dedos acariciaron los tensos pezones de Carolyn-. ¡Es tan agradable tocarte…! -Deslizó la lengua por el carnoso labio inferior de Carolyn-. ¡Y sabes tan bien…!