– No lo he olvidado. De hecho, aunque viviera hasta el próximo siglo, nunca olvidaría lo que hemos compartido.

Sus palabras reflejaban con tanta exactitud lo que ella había pensado antes que, de una forma ridícula, Carolyn se preguntó si él le había leído la mente.

– Cuando estábamos en tu salón, dijiste que tenías una confesión que hacerme -declaró Daniel mientras seguía acariciando la piel de Carolyn por debajo del guante con un ritmo lento y hechizador-, pero no me la contaste. Te lo habría preguntado entonces, pero estaba… esto… distraído.

Carolyn deslizó la mano por la parte interior del muslo de Daniel.

– Te robé los pantalones.

Al sentir su caricia, Daniel dirigió una mirada significativa a la mano que Carolyn deslizaba por su muslo y sus músculos se contrajeron.

– Es evidente que no. Por desgracia.

Ella se echó a reír.

– ¡No estos pantalones! Y tampoco hoy. Fue durante la fiesta de Matthew. Las mujeres ideamos una caza de prendas, si se le puede llamar así. Mi misión consistía en conseguir unos pantalones tuyos. Entré en tu dormitorio cuando sabía que no estabas allí y, así, sin más… -Levantó la mano del muslo de Daniel y chasqueó los dedos-, salí corriendo con tus pantalones.

Daniel le cogió la mano y volvió a dejarla sobre su muslo.

– Fascinante. Si hubiera sospechado que ibas a hurgar en mi dormitorio, no habría salido de allí para nada.

Ella levantó la barbilla.

– No estaba hurgando. Estaba…

Su voz se apagó mientras buscaba una palabra menos incriminatoria.

– ¿Fisgoneando? -sugirió él-. ¿Merodeando?

Ella levantó todavía más la barbilla.

– Sólo estaba cumpliendo mi parte en el juego.

– Comprendo. No me di cuenta de que me faltaran unos pantalones.

– Los devolví antes de que terminara la fiesta. Así que, en realidad, no te los robé, sólo los tomé prestados.

– ¡Ah! Así que entraste dos veces en mi dormitorio durante la fiesta sin que yo lo supiera.

– Sí.

– ¿Y qué hiciste con mis pantalones cuando los tomaste prestados?

Carolyn se sentía extremadamente osada, así que decidió ser sincera con él.

– Me los llevé a mi dormitorio, los apreté contra mi cuerpo y pensé en ti. En cómo te veías con ellos puestos. Y cómo me imaginé que te verías sin ellos.

Su confesión, una verdad que ella se negó a aceptar en su momento, la hizo sentirse acalorada.

Un agudo interés brilló en los ojos de Daniel, quien sacó el dedo del guante de Carolyn. Entonces se inclinó, le cogió un tobillo y apoyó el pie de Carolyn en su regazo. Después de quitarle el zapato, le masajeó el pie provocando que exhalara un gemido de placer.

– ¿Te he comentado que me encanta que me masajeen los pies? -preguntó Carolyn con todos los músculos convertidos en mantequilla.

– No, no me lo habías comentado, pero tus suspiros y gemidos te han delatado.

– Supongo que… ¡Ooohhh, Dios míooo!, sí.

– Dime, ¿cómo te imaginabas que me veía sin los pantalones, Carolyn?

Un largo ronroneo vibró en la garganta de Carolyn mientras miraba a Daniel con los párpados entrecerrados y el placer subía por su pierna.

– Maravilloso. Pero la realidad resultó ser mucho mejor que mi imaginación, aunque te aseguro que ésta fue realmente fértil.

La expresión de Daniel se volvió seria.

– Debo admitir que tu confesión me decepciona.

Una oleada de vergüenza invadió a Carolyn.

– Sé que estuvo mal por mi parte, pero…

– No me decepciona lo que hiciste, sino el momento en que lo hiciste. Desearía haber estado presente cuando entraste en mi dormitorio. Dos veces.

Carolyn tuvo que reconocer para sus adentros que una parte de ella también quiso que él estuviera en la habitación, algo que no pudo admitir en su momento.

– ¿Qué habrías hecho si hubieras estado presente? -preguntó Carolyn casi sin aliento.

El fuego ardió en la mirada de Daniel, pero antes de que pudiera responder, el carruaje se detuvo de golpe. Daniel miró por la ventanilla.

– Como ya hemos llegado, tendré que contártelo más tarde -contestó él poniéndole el zapato y dejando el pie de Carolyn en el suelo con suavidad-. O, mejor aún, te lo demostraré.

Ella apenas pudo resistir el impulso de pedirle que regresaran enseguida a su casa para que pudiera demostrárselo de inmediato. Pero, en lugar de pedírselo, adoptó una actitud de serenidad que no tenía nada que ver con el fuego que ardía en su interior y miró por la ventanilla del carruaje. Entonces se dio cuenta de dónde estaban.

– ¿Gunter's? -preguntó, contemplando el letrero de la pastelería más famosa de Londres, que estaba situada en el número 7 de Berkeley Square. Una sonrisa curvó sus labios-. ¡Me encanta Gunter's!

Él le devolvió la sonrisa.

– A mí también. Es mi tienda favorita en Londres.

– ¿Aún más que tu sastrería? -bromeó Carolyn-. Eres famoso por ser muy meticuloso con tu ropa.

– Gunter's es mi favorita. Sin excepción -contestó él con voz totalmente seria-. Por lo visto siento debilidad por los helados con sabor a fruta. -Deslizó la mirada por el cuerpo de Carolyn-. Entre otras cosas…

Carolyn se preguntó cómo podía seguir ruborizándose a pesar de las intimidades que habían compartido. Para disimular el rubor que coloreaba sus mejillas, cogió su bolsito preparándose para salir del carruaje.

– Edward y yo solíamos…

Su voz se fue apagando torpemente y Carolyn bajó la mirada hacia el suelo. No debería hablar de Edward con su amante. Hacerlo hacía que se sintiera desleal, tanto hacia Edward como hacia Daniel. Y le recordaba sus persistentes sentimientos de culpabilidad por tener un amante, sentimientos que prefería ignorar.

Se aclaró la garganta y continuó:

– Solíamos venir a Gunter's cuando estábamos en Londres.

– Carolyn.

Daniel pronunció su nombre con tanta suavidad, con tanta amabilidad que a ella se le formó un nudo en la garganta. Cuando levantó la vista, se dio cuenta de que la mirada de Daniel reflejaba la misma amabilidad que su voz.

– No te reprocho que tengas recuerdos de Edward, ni tampoco quiero que creas que no puedes hablar de él conmigo. -Titubeó y, al final, añadió-: Sabía que habías venido aquí con Edward al menos en una ocasión, porque os vi.

Ella no pudo ocultar su sorpresa.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– Hará unos cinco años. Estaba al otro lado de la calle y vi que Edward y tú salíais de Gunter's. Los dos sonreíais. Se os veía muy felices.

– ¿Por eso me has traído aquí?, ¿porque sabías que me gustaría?

– En parte, sí. Pero también porque, conforme a la conversación que mantuvimos en la fiesta de disfraces, el salteador de caminos quería regalarle a Galatea algo que le recordara a ella.

– ¿Y lo que le recuerda a ella es un helado con sabor a fruta?

– Sí.

– ¿Porque soy… dura y fría como un helado?

La mirada de Daniel siguió siendo seria.

– No, porque cuando te toco con mi lengua, te derrites.

«¡Cielo santo!» Carolyn recordó la deliciosa sensación de la lengua de Daniel deslizándose por su cuerpo y el corazón casi se le salió del pecho. Desde luego, la hacía derretirse. Y de una forma que no sólo le hacía desear experimentar de nuevo aquella magia, sino hacérsela sentir a él también.

Antes de que pudiera responderle, Daniel le apretó levemente la mano.

– ¿Prefieres que vayamos a algún otro sitio?

¡Santo cielo, podía hacerla derretirse incluso sin el tacto de su lengua! Evidentemente, lo único que tenía que hacer era mirarla. O tocarle la mano.

– No, Daniel, prefiero ir a Gunter's. Hace mucho tiempo que no saboreo un helado. Creo que ha llegado la hora de crearme nuevos recuerdos. -Ella también le apretó la mano-. Contigo.

Algo que parecía alivio iluminó la mirada de Daniel.

– Ansió compartir esos recuerdos contigo. -Entonces, una comisura de sus labios se curvó hacia arriba en una mueca maliciosa-. Haré lo posible para que no te sientas decepcionada.

Después de ayudarla a bajar del carruaje, entraron en la pastelería. Un delicioso olor a dulces, pasteles y galletas recién horneadas invadió las fosas nasales de Carolyn.

– ¿Te apetece un helado? -le preguntó Daniel-. Por lo que veo, la sugerencia del día es helado con sabor a arándano. ¿O prefieres alguna otra cosa?

Ella le sonrió.

– Un helado de arándano suena de maravilla.

Se sentaron en una mesita redonda situada en un rincón de la tienda y disfrutaron de aquel placer helado. Después de meterse un bocado en la boca, Carolyn le confesó a Daniel en voz baja:

– Está tan bueno que debo confesarte que tengo que hacer uso de gran parte de mi autodominio para no gemir en voz alta con cada bocado.

Daniel deslizó la pierna izquierda debajo de la mesa y presionó su rodilla contra la de Carolyn enviando un estremecimiento por su pierna.

– Debo confesarte que tengo que hacer uso de todo mi autodominio para no acorralarte contra el mostrador y darte realmente algo por lo que gemir. Baste decir que pretendo oír esos sonidos encantadores que haces lo antes posible.

El calor que recorrió el cuerpo de Carolyn era tan intenso que ella misma se extrañó de no arder en llamas. ¿Cómo conseguía él parecer tan tranquilo y sereno cuando ella sentía que el fuego la abrasaba por dentro?

Carolyn observó a los otros clientes y se sintió aliviada al ver que nadie parecía prestarles ninguna atención.

– Si sigues mirándome así, la gente sospechará que somos…

– ¿Amantes?

– Sí.

– ¿Y cómo te estoy mirando?

– Como si prefirieras estar lamiéndome a mí que al helado de arándano.

Los ojos de Daniel no reflejaron el menor asomo de objeción.

– Es verdad que preferiría estar lamiéndote a ti. -Después de tomar otra cucharada de helado, añadió-: Y creo que tú también lo preferirías.

El punto hasta el que ella lo prefería asustó a Carolyn.

– Estás derritiendo mi helado -advirtió ella con una risa ahogada.

– ¡Estupendo! Cuanto antes se acabe, antes podremos irnos. -Daniel apretó con más firmeza su pierna contra la de Carolyn-. Y antes podré hacer que te derritas.

Carolyn introdujo una cucharada del delicioso helado en su boca disfrutando de cómo la ávida mirada de Daniel devoraba sus movimientos. El contraste entre su comportamiento aparentemente formal y el trasfondo sensual que latía entre ellos la excitaba de una forma que no había experimentado nunca.

Después de tragar el helado, declaró en voz baja:

– Y antes podré hacer yo que tú te derritas.

Él se quedó paralizado, con la cuchara a medio camino entre el tazón y su boca. Inhaló lenta y profundamente y, a continuación, dejó la cuchara en el tazón, que todavía estaba medio lleno.

– Vamonos.

– ¿Irnos? -Carolyn adoptó su actitud más inocente y batió las pestañas-. ¡Pero si no he terminado el helado!

– Mañana te compraré otro.

Daniel se levantó y le tendió la mano. La ardiente pasión de su mirada no dejaba lugar a dudas de que la deseaba tanto como ella a él. Y lo antes posible.

Carolyn pensaba encargarse de que no tuviera que esperar mucho.

Se limpió con ligereza los labios y apoyó la mano en la de Daniel para levantarse. Rodeándose de su habitual aire de dignidad y adecuación, le permitió que la escoltara hasta el carruaje. Daniel, sin dejar de mirarla, se sentó frente a Carolyn y realizó una seña al conductor para que se pusiera en marcha. En cuanto empezaron a moverse, Daniel corrió las cortinas de terciopelo.

– Ven -le indicó a Carolyn en voz baja y grave.

En lugar de obedecerlo, ella alargó los brazos y le desabrochó los pantalones. Él la observó a través de sus ojos entrecerrados mientras su pecho subía y bajaba, debido a la rapidez de su respiración. Cuando la parte frontal de gamuza de su pantalón se abrió, Carolyn le rodeó la erección con los dedos y apretó con suavidad.

Él inhaló con aspereza.

– Carolyn…

Una gota de fluido brilló en la punta de su miembro y ella esparció la gota húmeda por el glande con la yema del dedo. Carolyn nunca se había comportado de una forma tan atrevida fuera de su dormitorio, pero algo en aquel hombre y en sus apasionadas reacciones hacia ella encendían un espíritu osado y aventurero que ni siquiera ella sabía que poseía. Un espíritu intacto cuya aparición, sin duda, estaba incitada por las imágenes sensuales que la lectura de las Memorias había implantado en su mente.

La Dama Anónima había descrito con todo lujo de detalles las alegrías de hacer el amor en un carruaje en movimiento. Según las Memorias, se trataba de una experiencia que una no debía perderse y Carolyn no tenía intención de hacerlo.

Con la mirada clavada en la de Daniel, se llevó la mano a los labios y se mojó la punta del dedo con la lengua saboreando el gusto salado de la esencia de Daniel. Su útero se encogió al percibir el fuego que ardía en los ojos de él.