Carolyn parpadeó apartando a un lado aquellos recuerdos, se esforzó en sonreír y declaró:

– Bueno, quizá nos enteremos de que se han enviado más notas en el baile de disfraces de esta noche, en casa de lady Walsh. Se rumorea que será una gran gala.

– Yo he oído que habrá más de trescientos invitados -informó Sarah-. Esta mañana, Matthew me ha dicho que lord Surbrooke llega hoy a Londres y que asistirá a la fiesta.

Por razones que ni comprendía ni se molestó en analizar, el pulso de Carolyn se disparó al oír nombrar al mejor amigo de su nuevo cuñado. Ella se había encontrado con lord Surbrooke en varias ocasiones a lo largo de los años, pues Edward lo conocía, pero no tuvo ocasión de hablar más a fondo con él hasta la fiesta que Matthew celebró en su finca, a comienzos del verano.

Al principio, ella consideró que el guapo y encantador conde no era más que otro aristócrata superficial echado a perder por el exceso de dinero y tiempo libre y por ser un mujeriego. Sin embargo, cuando creía que nadie lo observaba, sus oscuros ojos azules se volvían pensativos y parecían albergar tristeza. Carolyn comprendía bien esa emoción y no podía evitar preguntarse si a lord Surbrooke le había acontecido alguna tragedia en el pasado.

Pero en sus ojos había algo más… algo que perturbaba la tranquilidad de Carolyn y agitaba sus entrañas de la forma más inquietante. Algo que no estaba segura de que le gustara.

Julianne intervino con alegría librándola de tener que realizar ningún comentario.

– Mi madre me ha dicho que el señor Logan Jennsen también asistirá a la fiesta.

Emily arrugó la nariz.

– Estoy convencida de que no resultará difícil distinguirlo entre la multitud. Seguro que irá disfrazado de serpiente. O de lobo.

– No sé por qué te desagrada tanto -declaró Sarah-. Es muy divertido.

– Simplemente no entiendo que lo inviten a todas partes -contestó Emily soltando un soplido-. ¿Es que nadie, aparte de mí, se ha dado cuenta de que es un norteamericano ordinario?

– Lo invitan a todas partes porque es escandalosamente rico -intervino Julianne-. Seguro que le gustaría casarse con la hija de un lord para poder entrar en la sociedad. Y con la enorme riqueza que posee, seguro que lo consigue. -Le dio a Emily un codazo para provocarla-. Será mejor que tengas cuidado no vaya a ser que te eche el ojo a ti.

– Será mejor que no lo haga… si no quiere perderlo. Aunque es posible que lance sus redes en tu dirección.

– Perdería el tiempo, pues mi padre nunca permitiría que me casara con alguien que no fuera de la aristocracia, por muy rico que fuera. Y no hay suficientes sales en el reino para que mi madre siquiera tenga en cuenta esa posibilidad.

Carolyn no dudó ni por un momento de que la suposición de Julianne fuera cierta. Su madre, la imponente condesa Gatesbourne, era muy autoritaria en todo lo relacionado con su única hija. Hasta el punto de que, a su lado, las otras madres autoritarias parecían unos gatitos domesticados. La madre de Julianne estaba decidida a que su hija realizara un matrimonio brillante. Sólo por su deslumbrante aspecto, Julianne podía atraer a cualquier hombre, pero combinado con su carácter dulce y la extensa riqueza familiar, Julianne era una de las jóvenes más cotizadas de la sociedad. Por desgracia, estaba aprisionada bajo el asfixiante peso del pulgar de su madre. Carolyn rogaba para que el temperamento amable y romántico de su amiga no se viera pisoteado por un lord mujeriego y hastiado de la vida, aunque conocía bien a los de esa especie y sabía que los hombres como Edward eran difíciles de encontrar.

Desvió la mirada hacia Emily y la compasión la invadió. Emily había confesado, recientemente, que su familia estaba sufriendo graves dificultades financieras debido, en parte, a la afición de su padre al juego. Emily temía que su padre estuviera planeando concertar un matrimonio para ella con algún viejo y decrépito lord que no tuviera nada a su favor salvo un montón de aquel dinero que tanto necesitaban. Carolyn deseaba con todas sus fuerzas que semejante destino no cayera sobre su vivaracha y alegre amiga.

A fin de romper el silencio que había caído sobre ellas, Carolyn preguntó:

– ¿Qué disfraz os vais a poner?

– Se supone que no debemos contarlo -declaró Emily mientras sacudía un dedo.

– Pero ¿entonces, cómo nos encontraremos entre la multitud? -preguntó Julianne-. Yo necesito saber a quién buscar en caso de que consiga deshacerme de mi madre.

– Matthew y yo iremos disfrazados de Romeo y Julieta -declaró Sarah-, aunque, en nuestra versión de la historia, evidentemente, ninguno de nosotros muere, pues nosotros somos más viejos que aquellos amantes adolescentes. Además, no soporto los finales tristes.

Emily suspiró.

– Yo seré la trágica Ofelia. Quería ir disfrazada de Cleopatra, pero mi madre me ha dicho que sería un escándalo. -Sonrió ampliamente-. Quizá debería ir disfrazada de la Dama Anónima.

– Sí-contestó Carolyn-. Y como disfraz podrías llevar la falda doblada hasta la cintura y un ejemplar de las Memorias.

Todas se echaron a reír.

– Yo iré vestida de ángel -declaró Julianne.

– Muy apropiado -contestó Carolyn.

– Y aburrido -añadió Julianne con un suspiro-. Pero mi madre ha insistido.

– ¡Espera a ver el disfraz de Carolyn! -declaró Sarah con entusiasmo-. Yo la he ayudado a elegirlo.

Carolyn simuló fruncir el ceño en dirección a su hermana.

– Di mejor que lo encargaste, hiciste que me lo trajeran a casa y me ordenaste que me lo pusiera en la fiesta. -Miró a sus otras dos amigas-. Desde que se casó, se ha vuelto muy mandona y dominante.

– A mi marido le gusta que sea así-respondió Sarah en tono cortante-. Si no te hubiera ayudado, te habrías disfrazado de pastora.

– Es muy probable -accedió Carolyn-. Lo que es seguro es que no habría elegido el disfraz de Galatea.

Los ojos de Julianne se iluminaron.

– ¡Oh, la hermosa estatua de mármol que cobró vida! ¡Estarás preciosa, Carolyn!

– Y me sentiré como si estuviera a medio vestir.

– Alégrate de llevar algo puesto -intervino Emily con una sonrisa maliciosa-. Galatea estaba desnuda, ya lo sabes.

Carolyn lanzó a Sarah una mirada ceñuda.

– ¡Creo que tú deberías ir disfrazada de Galatea, y yo, de pastora!

– ¡Cielos, no! -contestó Sarah-. Romeo no querría tener nada que ver con una estatua griega. Como dice Julianne, estarás preciosa. No hay nada inadecuado en tu disfraz.

– ¡Claro que no! -corroboró Julianne-. De hecho, a juzgar por algunos de los disfraces que la gente se puso el año pasado en la fiesta de lady Walsh, irás excesivamente vestida. -Bajó la voz y añadió-: Un número sorprendente de mujeres se vistieron de miembros de un harén.

– Y casi el mismo número de hombres iban vestidos con togas. Hombres cuyas abultadas figuras sin duda no estaban hechas para vestirse con una sábana.

Emily se estremeció visiblemente.

– Casi lamento habérmela perdido -declaró Carolyn con una sonrisa.

– Con unos pequeños arreglos, podríamos transformarte de Galatea a Afrodita -le comentó Sarah a Carolyn con aire reflexivo-. Desde el primer momento quise que fueras disfrazada de la diosa del deseo.

– Rotundamente no -declaró Carolyn con firmeza-. ¿Qué pensaría la gente?

Sarah le cogió la mano con dulzura y reposó sus ojos marrones en los de su hermana.

– Pensaría que eres una mujer joven y llena de vida que merece pasárselo bien.

– Soy una viuda de treinta y dos años que es demasiado sensata y demasiado mayor para desfilar por ahí de una forma indecorosa.

Carolyn pronunció estas palabras con suavidad para eliminar de ellas cualquier rastro hiriente. Sabía que Sarah quería lo mejor para ella y le agradecía de corazón sus esfuerzos. Sin embargo, desde que decidió continuar con su vida y volver a participar en la sociedad, a veces sentía que todo iba demasiado deprisa; como si estuviera perdiendo una parte de sí misma, de la persona que había sido durante los últimos diez años, la esposa de Edward. De vez en cuando, le costaba recordar imágenes de él que, antes, conservaba con claridad en su mente; no recordaba con exactitud el sonido de su risa, la calidez de su tacto… Y la progresiva pérdida de aquellos recuerdos la confundía y la entristecía. Y también la asustaba, pues, si sus recuerdos de Edward se desvanecían, no le quedaría nada.

– No hay nada indecoroso en ti -declaró Sarah con dulzura mientras le apretaba la mano y le sonreía-. Y todos nos lo pasaremos muy, muy bien esta noche.

Carolyn le devolvió la sonrisa, aunque no se sentía tan optimista como ella. La idea de un baile de disfraces le pareció excitante cuando recibió la invitación, pero ahora que había llegado el día, se sentía mucho menos entusiasmada. Había permitido que Sarah la convenciera para ir disfrazada de Galatea porque, como señaló su hermana, a Galatea le dieron el don de la vida, de la misma forma que ella quería volver a la vida. Lo que Carolyn no le recordó a Sarah fue que si la estatua de Galatea cobró vida fue porque Pigmalión, el escultor, se enamoró apasionadamente de su obra de arte. El amor trajo a Galatea a la vida. En determinado momento, el amor había hecho lo mismo por ella, pero Carolyn sabía, en el fondo de su corazón, que eso no volvería, no podía volver a suceder.

Capítulo 2

La nota sólo decía: «A medianoche en los establos.» Enseguida supe quién me la había enviado. Cuando llegué al lugar y la hora indicados, el corazón, expectante, me latía con fuerza. Él salió de las sombras y, sin pronunciar una palabra, me estrechó entre sus brazos…

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


De pie en un rincón oscuro del concurrido salón de baile, Daniel Sutton, el conde Surbrooke, estaba a punto de dar un sorbo a su copa de champán cuando la vio. Su mano se quedó paralizada a medio camino de sus labios y se olvidó de la bebida mientras contemplaba a la diosa griega que, ataviada de puro marfil, estaba al otro lado de la habitación. Las luces parpadeantes de las docenas de velas que lucían en los candelabros de cristal que colgaban del techo la envolvían con su suave y dorado resplandor. Su disfraz dejaba al desnudo sus dos estilizados brazos y uno de sus hombros. La ávida mirada del conde se deslizó por aquella piel expuesta de color crema y su imaginación enseguida hizo que sus dedos se deslizaran por aquella sedosa suavidad mientras sus labios dejaban un rastro a lo largo de la delicada curva de su clavícula. Su nombre atravesó, en un susurro, la mente del conde, quien tuvo que apretar las mandíbulas para evitar pronunciarlo en voz alta.

«Carolyn…»

Un deseo, ardiente y apasionado, se apoderó de él. Incluso con el pelo de color miel atiborrado de polvos blancos y con una máscara que le cubría la mayor parte del rostro, él habría reconocido, en cualquier lugar, sus labios perfectos y llenos, su estilizado cuello, la curva de su mejilla y su pose majestuosa.

Carolyn estaba sola, escudriñando la multitud. Él habría dado cualquier cosa por ser la persona que ella buscaba, pero sabía que Carolyn buscaba a su hermana Sarah o a una de sus amigas íntimas, a lady Julianne o a lady Emily.

«Algún día no muy lejano me buscará a mí», le prometió su voz interior. Sí, su mirada lo buscaría como la de él la buscaba a ella a la menor oportunidad. Él mismo se encargaría de que así fuera, porque la deseó con una profunda intensidad desde el primer instante en que la vio.

Incluso en aquel momento recordaba aquel primer instante con una claridad tan vivida que podría haber sucedido diez minutos, en lugar de diez años, atrás.

Él la vio -como si se tratara de una visión enfundada en un vestido azul- en un extremo de la sala de baile durante una fiesta que celebró Edward Turner, el vizconde Wingate, uno de sus amigos de Eton. Durante unos segundos, le pareció que el tiempo se había detenido. Como su respiración. Y su corazón. Lo que constituyó una reacción ridícula, visceral, inexplicable y sin precedentes.

Aunque, sin duda, era atractiva, él estaba acostumbrado a salir con mujeres de una gran belleza. Como es lógico, convenció a su amigo para que se la presentara. Y Edward así lo hizo, presentándole a la señorita Carolyn Moorehouse. Intercambiaron las formalidades de rigor y, segundo a segundo, la atracción que Daniel experimentaba hacia su resplandeciente belleza aumentaba. Hecho que no comprendía, pues las mujeres inocentes no eran en absoluto su tipo. Pero algo en ella lo había agarrado por la garganta y no lo soltaba. Daniel la quería; en su cama, desnuda y temblando de deseo, y por Dios que estaba decidido a conseguirla.

Quizás el hecho de que no fuera una aristócrata era lo que la hacía parecer tan refrescante y cautivadora a sus ojos, pero, fuera cual fuese la razón, él nunca se había sentido tan profunda e instantáneamente atraído por una mujer. Estaba a punto de empezar a seducirla pidiéndole un baile, cuando Edward reclamó la atención de todos los presentes y anunció que la señorita Moorehouse había accedido a ser su esposa.