– Y supongo que éste es Pelón -declaró Carolyn, cogiendo al cachorro sin pelo y de mirada enternecedora que jadeaba de placer.

– Exacto. Y este demoniete es Gacha -contestó Daniel, cogiendo a una inquieta bola de pelo blanco y negro que sólo tenía una oreja puntiaguda y con el extremo caído.

Entonces señaló los dos gatos, que ahora estaban sentados tranquilamente a varios metros de distancia con la cola enrollada alrededor de su propio cuerpo. Los gatos observaban toda aquella actividad canina con un desdén y una altanería felinos que indicaban, claramente, que la consideraban indigna.

– La negra con un solo ojo se llama Guiños -explicó Daniel.

– Sí, la conocí ayer por la noche.

– Y la de manchas es Ladeo. Es el único miembro de este grupo salvaje que se muestra reservado y le falta un trozo de una de las patas delanteras. Las dos creen que la casa es suya. Amablemente, nos permiten, a mí y a los sirvientes, vivir aquí, pero con la condición de que las alimentemos. Estoy convencido de que se pasan todo el tiempo que no están durmiendo conspirando para echar a los perros a la calle.

Dejó a Gacha en el suelo, se incorporó y le tendió la mano a Carolyn quien, a su vez, dejó a Pelón sobre el suelo de mármol y apoyó la mano en la de Daniel. Aquel simple acto no tenía por qué haber acelerado el corazón de Daniel como lo hizo.

Cuando Carolyn estuvo de pie, Daniel miró al cuarteto de inquietos perros y ordenó:

– ¡Sentaos!

Reconociendo la voz de la autoridad, Paticojo, Rabón y Pelón lo obedecieron de inmediato. Sin embargo, Gacha continuó erguida y agitando su ágil cola.

Carolyn se rió al ver la actitud de la pequeña perra que la miraba con ojos negros y mirada de adoración.

– Parece que este perrito necesita un poco más de entrenamiento.

– Perrita -la corrigió Daniel-. Y me temo que se necesita algo más que entrenamiento con ella.

– ¿A qué te refieres?

– No habla inglés.

Carolyn parpadeó sorprendida.

– ¿Disculpa?

– Supongo que debería decir que no entiende el inglés. Samuel la encontró frente a un edificio del que provenían unos gritos en francés.

– Nunca había oído nada parecido. Quizás ha perdido oído a causa de las heridas que ha sufrido.

– ¡Ah, no, si ella oye bien! Sobre todo cuando se habla de comida.

– ¿Has intentado hablarle en francés?

– Por desgracia, mi francés es horrible y todavía tengo que encontrar a alguien que sepa dar órdenes a un perro en francés. -Lanzó a Carolyn una mirada esperanzada-. Supongo que no hablarás francés.

– Sólo un poco, y me temo que bastante mal. Aun así, podría intentarlo. -Miró a Gacha y se aclaró la garganta-. Asseyezvous!

El trasero de Gacha enseguida se aposentó en la baldosa de mármol que tenía debajo.

Daniel la contempló durante varios segundos y después se echó a reír.

– ¡Eres una genio!

Carolyn sonrió abiertamente.

– En absoluto. Además, mi acento es horroroso.

– Tonterías. Es perfecto. Y ahora, mi encantadora genio, ¿puedes decirle que deje de morder mis botas? ¿Y mis muebles? ¿Y mis bastones de paseo?

– Me temo que no sé decir ninguna de estas cosas.

– Mis botas, mis muebles y mis bastones de paseo están desolados, pero, por favor, intenta algo más.

– De acuerdo. -Carolyn frunció los labios y dijo-: Me parlez.

Gacha respondió con una serie interminable de ladridos entusiasmados.

– ¿Qué le has dicho? -preguntó Daniel por encima del ruido.

– Que me hable.

– ¡Excelente!

Como Gacha seguía ladrando de una forma ensordecedora, Daniel añadió:

– Supongo que sabrás cómo decir «cállate» en francés.

Carolyn miró a la bola de pelo ladrante.

– Calmez-vous, s'il vous plait.

Gacha se calló de inmediato.

– ¡Brillante! -exclamó Daniel-. Tengo que escribir esas órdenes. Tienes mi eterna gratitud.

– Quizá puedas enseñarle inglés diciéndole las órdenes en francés y a continuación en inglés.

– ¿Lo ves? Ya te he dicho que eres un genio.

Carolyn se echó a reír. Al verla bañada por los rayos de sol que entraban por la ventana y que la rodeaban formando un halo dorado y con los ojos chispeantes de alegría, Daniel, literalmente, se quedó sin aliento. Y sin habla. Sin poder hacer otra cosa más que contemplarla.

No supo cuánto tiempo estuvo allí, simplemente mirándola, hasta que ella le preguntó con un deje de diversión en la voz:

– ¿Tu eterna gratitud podría incluir una taza de té? Todavía me falta hablar contigo acerca de Katie.

Sus palabras lo sacaron de su aturdimiento y Daniel se propinó a sí mismo una bofetada mental. ¡Demonios, con sólo mirarla se olvidaba de sí mismo!

– Sí, claro. Té. Y quizás incluso unas galletas. Al oír la palabra «galletas», Gacha soltó dos ladridos. Daniel miró a la perra, que estaba meneando la cola.

– Sí, claro, «galletas» sí que lo entiendes, ¿no?

Gacha volvió a ladrar y, en esta ocasión, Paticojo, Rabón y Pelón se unieron a ella. Carolyn se echó a reír.

– Por lo visto la palabra «galletas» forma parte del lenguaje universal.

– Eso parece -confirmó Daniel.

Entonces se volvió hacia Barkley, quien seguía en su puesto, cerca de la puerta. El mayordomo miraba a Carolyn con fijeza y con una expresión de bobo que indicaba que, también él, la encontraba encantadora. ¡Santo cielo! ¿Existía algún hombre con sangre en las venas que no cayera presa del hechizo que ella parecía ejercer? Por lo visto no, porque, por lo que Daniel sabía, Barkley era inmune a las artimañas femeninas. Al menos, mientras estaba de servicio.

– Té en el salón, por favor -le dijo Daniel al mayordomo.

Barkley parpadeó, como si saliera del mismo tipo de trance al que había sucumbido Daniel. Lo cierto era que parecía estar tan aturdido que Daniel estuvo a punto de echarse a reír.

– Sí, milord.

– ¿Cómo le ha ido a Katie durante mi ausencia? -preguntó Daniel.

– Muy bien, milord. Ya está levantada y se encuentra mucho mejor. Mary ha estado con ella en todo momento y la está instruyendo en las labores de la casa. Y Samuel la cuida como si fuera la corona real.

Sí, aquella misma mañana, Daniel se había dado cuenta de las atenciones que su criado prodigaba a Katie. Era evidente que lo que sentía por ella era más que la simple preocupación. El muchacho estaba loco por ella.

Loco por ella… La mirada de Daniel se posó en Carolyn.

«Sé, exactamente, cómo se siente.»

Daniel frunció el ceño al oír los susurros de su voz interior. ¡Menuda estupidez! Él no estaba loco por Carolyn. Estar loco por alguien implicaba que el corazón de uno estaba involucrado, y el suyo no lo estaba en absoluto. El sólo la… deseaba. De acuerdo, la deseaba mucho, pero sólo eso. Nada más que eso. Sólo un loco se enamoraría de una mujer cuyo corazón pertenecía a otro hombre.

Apartando de su mente la ridícula idea de que estaba loco por Carolyn, Daniel la condujo hasta el salón. Los perros los siguieron dando brincos, y los gatos lo hicieron a un paso mucho más relajado.

– ¿Así que ésta es toda tu familia? -preguntó Carolyn.

– Éstos son todos los peludos que viven conmigo. También hay un demonio emplumado que responde al nombre de Picaro, pero no se merece ser presentado a una dama.

– ¡Ah, sí! Me acuerdo de que Katie mencionó a un loro. Siento mucha curiosidad por saber por qué lo llamáis así. Me gustaría conocerlo.

Daniel tosió para esconder su risa horrorizada.

– Lo siento, pero me temo que no puedes conocer a Picaro.

Carolyn enarcó las cejas.

– ¿Y me lo dice un hombre que me aseguró que accedería a cualquier petición que le formulara?

– No creo que te interese conocer a Picaro. Antes vivía en un bar frecuentado por tipos desagradables que le enseñaron frases muy inadecuadas. Te aseguro que el nombre le va de perlas.

Carolyn se detuvo y puso los brazos en jarras. Daniel oyó un repiqueteo ahogado y se dio cuenta de que lo producía la punta del zapato de Carolyn sobre la alfombra.

– No he oído nunca hablar a un pájaro. Estoy segura de que es encantador.

– Es un peligro público.

– Considérame advertida.

– Te impresionará.

– No soy tan delicada como crees. Quizá pueda enseñarle algunos modales.

– Lo dudo. Es muy tozudo. -Al percibir la determinación que reflejaba la mirada de Carolyn, Daniel entrecerró los ojos-. ¿Siempre eres tan obstinada?

Carolyn levantó un poco más la barbilla.

– Ocasionalmente. Cuando quiero algo.

– ¿Quieres saber qué es lo que yo quiero?

Sin darle tiempo a responder, la apretó contra él y le dio un beso en la boca. Carolyn jadeó y separó los labios y Daniel profundizó el beso mientras su lengua exploraba la deliciosa seda caliente de su boca. Carolyn se fundió en él, le rodeó el cuello con los brazos y unió su lengua a la de él. Un gemido vibró en la garganta de Daniel. ¿Cómo había sobrevivido al último cuarto de hora sin besarla?

La apretó más contra él, perdido en su aroma y su ser, y la besó como sí estuviera muerto de hambre y ella fuera un manjar. El cuerpo de Daniel se endureció. Entonces apoyó una mano en la seductora curva de las nalgas de Carolyn y se frotó contra ella. ¡Cielo santo, sabía tan bien y se sentía tan a gusto con ella…!

Una serie de ladridos atravesó la neblina de deseo que lo envolvía y Daniel levantó la cabeza poco a poco. Y al ver la cara sonrojada de Carolyn y sus labios húmedos e hinchados por el beso, soltó un gemido. Ella abrió los ojos y Daniel se hundió en la excitada profundidad de su mirada. A continuación lanzó a sus cuatro perros, quienes lo miraban con curiosidad, una mirada iracunda. Una parte de él quería hacerlos desaparecer por interrumpir su beso, aunque tuvo que admitir que, si no lo hubieran hecho, habría empujado a Carolyn contra la pared del pasillo, le habría levantado las faldas y habría escandalizado a toda la casa.

Maldición, ¿qué le pasaba? El modo en que ella lo privaba de su autodominio era inquietante y molesto, y se estaba convirtiendo en un auténtico problema. ¿Cómo podía hacer que perdiera la noción del tiempo y el espacio de aquella forma?

– ¡Cielos! -murmuró Carolyn reclamando su atención-. Eres muy bueno en esto.

Daniel contuvo el sonido que creció en su garganta. Aunque se sentía halagado por lo que ella había dicho, en realidad se sentía como un adolescente torpe y burdo.

– Yo podría decirte lo mismo.

Carolyn pareció recordar, de repente, dónde estaban y retrocedió un paso, y Daniel, aunque no deseaba hacerlo, se obligó a soltarla. Aunque sólo fuera para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo.

– Puesto que estás decidida a conocer a Picaro, ¿vamos a verlo ahora? -preguntó Daniel.

Carolyn esbozó una sonrisa de medio lado.

– Creí que acababa de conocerlo.

– Me refiero al loro.

– ¡Ah! En ese caso, acepto.

Siguieron recorriendo el pasillo con los perros pisándoles los talones. Cuando entraron en la biblioteca, los recibió un potente garrido. Guiños y Tippy se sentaron a los pies de la gran jaula abovedada del colorido pájaro mirándolo con el celo con que un atracador observaría una bolsa llena de dinero.

– Lady Wingate, éste es Picaro. Y no digas que no te lo advertí.

– Hola, Picaro -saludó Carolyn.

Picaro recorrió, de un extremo al otro, el travesaño de la jaula y clavó sus ojos redondos y negros en Carolyn.

– Levántate las faldas, fresca.

Daniel se pellizcó el puente de la nariz y sacudió la cabeza. Sabía que estaban cometiendo un error.

– ¡Vaya, sí que eres picaro! -exclamó Carolyn.

– Bájate los calzones, meretriz -sugirió Picaro.

– Me temo que no va a ser posible -contestó Carolyn con toda tranquilidad-, pues no los llevo puestos.

Daniel casi se atragantó de la risa. Carolyn le lanzó una mirada de medio lado.

– ¿Estás seguro de que aprendió todo esto en un bar y no de ti?

Daniel se llevó las manos al corazón.

– Te lo juro. Yo le habría enseñado frases útiles.

– Mmm. Yo diría que, en tu opinión, «levántate la falda» y «bájate los calzones» son frases muy útiles.

Daniel se colocó detrás de Carolyn y le rodeó la cintura con los brazos.

– ¿Es una oferta?

– Desde luego que no. Sobre todo, porque, como acabo de explicarle a tu loro, no llevo puestos los calzones.

Daniel le mordisqueó el lóbulo de la oreja y se impregnó del ligero estremecimiento que recorrió el cuerpo de Carolyn.

– Si sigues recordándomelo, no saldremos de esta habitación hasta mañana.

Carolyn se volvió hacia él y Daniel contempló sus ojos llenos de una embriagadora mezcla de excitación y picardía.

– Recuerda que me prometiste un té. Y galletas.

La palabra «galletas» arrancó un agudo ladrido a Gacha.