– ¡Todavía no!

Flexionó las rodillas y cogió a Carolyn en brazos. Ella soltó un respingo de sobresalto y rodeó el cuello de Daniel con los brazos mientras él la conducía a un rincón de la habitación.

– Soy perfectamente capaz de caminar sola -se sintió impulsada a decir Carolyn, aunque disfrutaba de la fuerza de Daniel.

– Lo sé, pero yo soy totalmente incapaz de separar mis manos de ti.

La dejó con suavidad delante del espejo de cuerpo entero del rincón y cogió el taburete redondo y forrado de terciopelo que había delante del tocador de Carolyn. Después de dejarlo a sus pies, se colocó detrás de ella acomodando su erección en su trasero.

Carolyn vio, en el reflejo del espejo, que las grandes manos de Daniel aparecían por ambos lados de su cintura y le cubrían los pechos.

– Quiero hacerte el amor aquí-declaró Daniel con dulzura mientras rozaba la sien de Carolyn con sus labios y clavaba su intensa mirada en la de ella en el espejo-para que puedas verme no sólo a mí, sino a ambos. Juntos. Verme a mí acariciándote. -Sus dedos juguetearon con los prominentes pezones de Carolyn-. Besándote. -Deslizó los labios por la oreja de Carolyn-. Saboreándote -murmuró deslizando la lengua por el cuello de ella.

Un hormigueo recorrió la piel de Carolyn, quien cerró los ojos y se entregó a las caricias de Daniel.

– Mírame -pidió él con voz ronca-. No cierres los ojos.

Carolyn abrió los ojos y su mirada colisionó con la de él. Nadie la había mirado nunca con un ardor tan ferviente y concentrado. Con una avidez tan intensa.

– Quiero que me veas tocarte, Carolyn.

Una de las manos de Daniel bajó por el torso de Carolyn, pasó por encima de su cadera y le agarró el muslo por debajo. Le subió la pierna y apoyó su pie en el taburete acolchado.

Carolyn se ruborizó por completo al verse tan expuesta, pero cualquier vergüenza que hubiera experimentado se evaporó con el primer roce de los dedos de Daniel en su húmedo sexo.

Un largo «¡Oooohhhh!» de placer escapó de la garganta de Carolyn, quien arqueó la espalda en un ruego silencioso para que la acariciara más.

– ¡Eres tan suave y hermosa…! -le dijo Daniel a su reflejo mientras una de sus manos jugaba despacio con el pecho de Carolyn y los dedos de la otra acariciaban con lentitud sus pliegues hinchados-. ¡Tan húmeda…! -Hundió los labios en el pelo de Carolyn, inhaló hondo y soltó un gruñido-. ¡Hueles tan increíblemente bien…! ¡Y tu tacto es tan agradable…!

Ella levantó los brazos, los llevó hacia atrás y le rodeó el cuello.

– ¡Y tú me haces sentir tan increíblemente bien…! -susurró Carolyn, fascinada por la excitante visión de las manos de Daniel proporcionándole placer.

Él continuó con su lento pero incesante asalto al cuerpo de Carolyn. Introdujo dos dedos en su interior y bombeó lentamente mientras presionaba la palma de su mano contra su sensible abultamiento de carne con la suficiente presión para hacerla temblar pero sin proporcionarle el alivio que su cuerpo ansiaba con desesperación.

La respiración de Carolyn se volvió rápida y superficial y, con un gemido de desesperación, se arqueó contra la mano de Daniel, buscando, necesitando más. Mientras jadeaba, apoyó la cabeza en el hombro de Daniel y, perdida en una niebla de necesidad y sensaciones, sus ojos se cerraron.

– Abre los ojos, Carolyn. Mírame -exigió Daniel con voz grave.

Y ella lo obedeció. La mirada, caliente e intensa de Daniel se encontró con la de Carolyn en el espejo.

– Dime que me quieres.

Carolyn se humedeció los labios y luchó por encontrar su voz.

– Ya sabes que sí.

Él introdujo un poco los dedos en su interior.

– Dilo.

– Yo… te quiero.

¡Santo cielo! ¿Acaso no se daba cuenta? ¿No veía que ella estaba a punto de derretirse?

– Te quiero, Daniel -la apremió él sin separar la vista de la de ella.

– Te quiero, Daniel -susurró ella apretándose febrilmente contra su mano y buscando alivio a la tortura a la que la tenía sometida.

– Otra vez.

– Te quiero, Daniel. -Carolyn bajó una mano del cuello de Daniel y la introdujo entre los cuerpos de ambos para coger su erección-. Te quiero, Daniel. Te quiero mucho. Ahora. Por favor.

Una oscura satisfacción brilló en los ojos de Daniel. Sin pronunciar una palabra, sacó los dedos del interior de Carolyn, se arrodilló y se sentó en sus talones. Entonces tiró de Carolyn hasta que ella quedó a horcajadas sobre sus muslos. Siempre de cara al espejo, Daniel dirigió la cabeza de su erección a la húmeda abertura de Carolyn.

Carolyn, sin dejar de mirar el espejo y con las manos de Daniel sobre sus pechos, bajó poco a poco provocando que ambos exhalaran un largo gemido.

Durante varios segundos, ninguno de los dos se movió. Lo único que podía hacer Carolyn era mirar fijamente los ojos de Daniel y asimilar la increíble sensación de sentir la presión de él en su interior. Mirarlo a él y a ella. A los dos. Juntos. Aquella visión era tan emocionante, conmovedora, hermosa y profundamente íntima que la garganta se le encogió.

Carolyn apoyó las manos en las de Daniel, sobre sus pechos, y susurró:

– Daniel…

Un gemido rasgado salió de la garganta de Daniel y resonó en los oídos de Carolyn.

– Carolyn. Dios mío, Carolyn…

Daniel balanceó las caderas y ella gimió mientras él la penetraba más profundamente. Carolyn volvió la cabeza y sus bocas se encontraron en un intenso y lujurioso beso. Daniel la acarició interiormente con penetraciones cada vez más potentes. Con cada una de ellas, acercaba más y más a Carolyn a una explosión de placer que permanecía fuera de su alcance, torturándola y creando en su interior una imperiosa necesidad que ella nunca había experimentado antes.

Daniel rompió el beso que los unía y, con la mirada fija en la de Carolyn, bajó su mano por el torso de ella y la pasó por encima de su abdomen para introducirla entre sus muslos. Entonces atormentó su sensible bultito de carne con un movimiento perfecto, mágico e ininterrumpido. El clímax no sólo sacudió a Carolyn, sino que la atacó, bombardeándola con un intenso placer que la hizo gritar. Carolyn arrastró los dedos por los muslos de Daniel y se ahogó en las olas de la liberación que recorrieron su cuerpo. Todavía jadeaba con rapidez cuando el cuerpo de Daniel se puso en tensión detrás del suyo y, con ojos vidriosos, Carolyn vio cómo llegaba al clímax él también. La cara de Daniel adquirió una hermosa expresión de intensidad mientras Carolyn sentía cómo su cuerpo se sacudía y se desahogaba dentro de ella.

– Carolyn…

Su nombre sonó como una sentida plegaria junto a su oído. Después, Daniel apoyó la frente en la sien de Carolyn. Su piel brillaba a la luz del hogar y sus respiraciones entrecortadas dejaban ir su aliento sobre la acalorada piel de Carolyn.

Ella levantó una mano fláccida y deslizó los dedos por el despeinado pelo de él.

– Daniel.

Sus miradas se encontraron en el espejo. Una oleada de ternura invadió a Carolyn. Y fue tan intensa que se echó a temblar.

Daniel la rodeó con los brazos con más fuerza.

– Carolyn, yo…

Sus palabras se apagaron y Daniel tragó saliva con esfuerzo. Dos veces. Algo parecido a la confusión enturbiaba sus facciones. Después, su expresión volvió a su calidez y buena disposición habituales.

– Creo que esta experiencia me durará… Unos cuantos minutos.

– Unos cuantos minutos -corroboró ella.

– Pero la noche no ha hecho más que empezar.

La perspectiva hizo que Carolyn se estremeciera y ella disfrutó de la sensación. Apartó a un lado, con firmeza, la inesperada e indeseada ternura que amenazaba con debilitarla. Sabía con certeza adónde podía conducir la ternura y ése era un camino que ella no podía ni quería recorrer con aquel hombre. La ternura no tenía lugar en su aventura temporal. Y, siempre que no lo olvidara, todo iría bien.

Pero, mientras sostenía la mirada de él en el espejo, Carolyn tuvo la sensación de que corría el grave peligro de olvidarlo.

Capítulo 19

Descubrí que la mejor manera de mantener el interés de mi amante era adoptar un aire de misterio; tener mis pequeños secretos y asegurarme de que él sabía que los tenía, pero no llegar a contárselos nunca. Y, obviamente, encontrar formas y lugares ingeniosos donde hacer el amor garantizaba que él no se aburriera.

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


Daniel se recostó sobre una manta a la sombra de un sauce centenario mientras el sol de la tarde se filtraba por las hojas mecidas por el viento. Cerró los ojos y exhaló un suspiro de satisfacción. Nunca se había parado a pensar cómo sería para él un día perfecto, pero aquel día había cumplido -no, excedido- todos los requisitos que él hubiera imaginado.

De madrugada, cuando los primeros tonos malva del amanecer pintaron el cielo indicando que había llegado la hora de dejar la cama de Carolyn, casi le resultó imposible hacerlo. No soportaba la idea de no verla durante horas. Y después de pasar una noche perfecta con ella, arropado en el acogedor nido de su dormitorio, donde se habían sentido libres para hablar, reír y hacer el amor, sólo deseaba más de lo mismo.

Aunque se consoló diciéndose que podía pasar la noche siguiente de nuevo con ella, simplemente, no quería esperar tanto. Quería pasar el día con ella. Hablando. Riendo. Caminando. Tocándose. Lo quería todo, pero lejos de los indiscretos ojos de la sociedad londinense.

La quería toda para él.

Así que, antes de levantarse de la cama, la invitó a pasar el día con él en Meadow Hill, su finca en Kent, que estaba a tres horas de Londres. Ella aceptó y salieron justo después del desayuno con la idea de regresar a la ciudad después de cenar. Y así empezó el día más perfecto que él podía haber imaginado.

Durante el viaje, sostuvo a Carolyn en sus brazos mientras ella dormía, acurrucada junto a él, con la cabeza apoyada en su hombro y una mano en su pecho, justo sobre los latidos de su corazón. Cuando llegaron a Meadow Hill, él le enseñó la casa, incluido su dormitorio, pues hacía más de cinco horas interminables que no había hecho el amor con ella. Daniel nunca había llevado a una mujer a su casa de campo. La idea ni siquiera había cruzado nunca su mente. Pero llevar a Carolyn había sido… lo adecuado. Nada más entrar en el vestíbulo, Carolyn llenó su casa de luz, disipando las sombras que él ni siquiera sabía que vivían allí. Ella cogió todo lo que a él le era familiar, aquello con lo que había vivido durante años, e hizo que todo pareciera nuevo y brillante otra vez.

Después de disponer que les prepararan un ligero picnic para comer, Daniel la condujo a los establos, donde, mientras les ensillaban los caballos, le presentó al resto de las mascotas que había adoptado. Los animales se enamoraron de ella y estaba claro que el sentimiento era mutuo. Después recorrieron los vastos terrenos de la finca, que era lo que más le gustaba a Daniel. Cuando desmontó para coger un ramillete de flores silvestres para Carolyn, ella se lo agradeció desabrochándole los pantalones, arrodillándose frente a él y demostrándole que podía derretirlo con la lengua. Él le demostró lo mismo a ella y supo que, durante el resto de su vida, las flores silvestres le recordarían a Carolyn. Y aquel día perfecto.

Después continuaron el recorrido sobre sus monturas. Daniel no tenía intención de detenerse en el pequeño lago de la propiedad, pero Carolyn percibió el brillo del agua entre los árboles y se sintió atraída por él. Cuando ella sugirió que comieran a la sombra del sauce que había junto a la orilla, Daniel tuvo que apretar las mandíbulas para no negarse con rotundidad. Odiaba el agua, y el lago era el último lugar donde quería estar. Sin embargo, al ver el interés que ella mostraba, no pudo negarse.

Daniel se sentó de espaldas al lago olvidando, casi, que éste estaba allí y así pudo disfrutar de la informal comida y de la compañía de Carolyn. Y ahora, somnoliento, con el estómago lleno, la espalda apoyada en el tronco del sauce y la cabeza de Carolyn en su regazo, jugueteó con un mechón del sedoso pelo de ella.

¡Maldición, la idea de que aquel día terminara lo llenaba de un sentimiento de pérdida que lo desconcertaba! Un sentimiento que lo sumergía en un cenagal de emociones desconocidas que con valentía había estado intentando evitar durante todo el día sin éxito.

Siguió esperando que la sensatez volviera a él librándolo de aquella, por lo visto, imparable inmersión en el abismo emocional que se abría a sus pies. Pero, por lo visto, no podía hacer nada para evitar la caída. No podía evitar querer a Carolyn. Tocaría. Simplemente, desear estar con ella. Y, al mismo tiempo, no se sentía nada preparado para navegar por aquellas aguas inexploradas.