– Me temo que sí -contestó Rayburn con voz grave y seria-. Dígame, lord Surbrooke, ¿a qué hora abandonó la fiesta de lord Exbury ayer por la noche?

– No estoy seguro, pero diría que alrededor de la una de la madrugada.

– ¿Vino directo a su casa?

– Sí.

– ¿Y no volvió a salir?

Daniel titubeó una décima de segundo, durante la cual empujó a un lado su conciencia.

– No.

Y era cierto. Durante veinte minutos. Antes de salir para ir a la casa de Carolyn.

Mayne entrecerró los ojos con evidente desconfianza.

– Rayburn y yo lo vimos hablar con lady Margate en la fiesta.

Daniel reflexionó durante unos segundos y después asintió con la cabeza.

– Intercambiamos unas cuantas frases de cortesía.

– ¿Cuál es su relación con ella?

– Somos amigos.

– Sabemos, de varias fuentes, que hace apenas un año eran algo más.

– No es ningún secreto que Gwendolyn y yo vivimos un corto romance.

– ¿Le regaló alguna joya, como había hecho con lady Crawford? -preguntó Rayburn.

– Sí, un brazalete.

– ¿De zafiros?

Daniel asintió con la cabeza.

– De hecho, lo llevaba puesto ayer por la noche. -Un escalofrío de intranquilidad recorrió la espina dorsal de Daniel-. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque lady Margate fue encontrada muerta esta mañana en las caballerizas que hay detrás de la casa de lord Exbury -contestó Rayburn-. La golpearon hasta morir. El mismo método que utilizaron con lady Crawford, su anterior amante. Y usted, milord, es el lazo que une los dos asesinatos.

Capítulo 20

Una mujer nunca debería tener miedo de tomar la iniciativa al hacer el amor. Ninguno de mis amantes se quejó nunca de que yo fuera demasiado atrevida o desvergonzada. Pero muchos de ellos se quejaron de que sus esposas hacían poco más que permanecer tumbadas e inmóviles debajo de ellos. Y, lógicamente, ésta es la razón de que aquellos caballeros me buscaran en primer lugar.

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


Daniel contempló a los dos hombres y se esforzó en mantener una apariencia calmada, lo que contrastó enormemente con su agitación interior. Apenas podía asimilar que Gwendolyn estuviera muerta y, todavía menos, que Mayne y Rayburn sospecharan que él era un asesino. Ya sospecharon de él cuando asesinaron a Blythe. Sobre todo Mayne, aunque, entonces, Daniel no le dio mucha importancia a este hecho. Pero ahora…

Daniel enarcó las cejas.

– ¿De verdad me creen capaz de cometer esos crímenes?

– Dada la suficiente provocación, cualquier hombre es capaz de cometer un asesinato, milord -declaró Mayne sin apartar, en ningún momento, sus oscuros ojos del rostro de Daniel.

– ¿Incluido usted? -dijo Daniel, sosteniéndole la mirada.

– Cualquier hombre -reiteró Mayne.

– ¿Y qué podría empujarme a matar a dos mujeres que me gustaban?

– Quizá no le gustaban tanto como le gustaría hacernos creer -declaró Mayne.

– Le costará mucho demostrar eso, sobre todo porque no es verdad. Aunque las pruebas parecen apuntar hacia mí…

– De «parecer» nada -lo interrumpió Mayne-. Las pruebas apuntan a usted. Únicamente a usted.

– De una forma muy conveniente -prosiguió Daniel-. Demasiado conveniente. Supongo que se les habrá ocurrido pensar que alguien está intentando hacerme parecer culpable.

– Eso es lo que usted afirmó de Tolliver -intervino Rayburn-. Pero es imposible que haya asesinado a lady Margate, pues está detenido.

– Pero sí que pudo matar a lady Crawford -declaró Daniel, esforzándose por no demostrar su enojo-. Y dispararme. A menos que crean que me disparé a mí mismo. Quizá Tolliver contrató a alguien para que matara a lady Margate de la misma forma en que había matado a lady Crawford. El me amenazó. Quería venganza. ¿Qué mejor venganza que verme arruinado y ahorcado por asesinato?

Rayburn frunció el ceño.

– Entonces, ¿por qué habría de dispararle?

– ¿Por impaciencia, quizá? -sugirió Daniel-. No tengo ni idea de cómo funciona la mente de un loco.

– ¿Quién heredaría su título y propiedades en caso de que muriera? -preguntó Mayne.

Daniel titubeó al oír aquella pregunta tan directa, pero al final contestó:

– Stuart, mi hermanastro. Y, después de él, George, su hermano menor.

– ¿Hermanastros? -preguntó Rayburn.

– Mi padre volvió a casarse después de la muerte de mi madre.

– ¿Y cómo es su relación con ellos?

– Tensa -admitió Daniel-. Sin embargo, ninguno de ellos puede ser el responsable de los disparos, pues los dos están en el continente. Y llevan allí varios meses.

– ¿Y su madrastra?

– Está con ellos.

– Heredar un condado sin duda es un motivo -señaló Mayne-. Cualquiera de ellos podría haber regresado a Inglaterra en cualquier momento.

– Es poco probable -contestó Daniel-. Su última carta me llegó hace sólo unos días y procedía de Austria. Se lo estaban pasando muy bien y tenían planeado ir a Italia desde allí.

– Parece una carta muy amigable teniendo en cuenta lo tensa que es su relación -indicó Rayburn.

– Siempre se muestran amigables cuando quieren pedirme dinero -contestó Daniel con sequedad-. Pero aunque tanto mis hermanastros como mi madrastra son codiciosos y superficiales, no son unos asesinos.

– ¿Tiene usted algún otro enemigo? -preguntó Rayburn.

– Ninguno que yo sepa, pero está claro que tengo uno. Confío en que seguirán intentando descubrir su identidad. Igual que yo. -Daniel se puso de pie-. Si no desean nada más… -declaró mirando intencionadamente hacia la puerta.

Rayburn y Mayne se marcharon, aunque Daniel estaba convencido de que lo que más deseaba Mayne era ponerle unos grilletes y una soga al cuello. Supuso que Mayne sospechaba que había mentido acerca de estar en su casa la noche anterior y eso no era nada bueno. Sin duda, el detective creía que él era el culpable de los asesinatos, lo que significaba que dedicaría su tiempo a buscar pruebas en contra de Daniel en lugar de buscar al verdadero asesino.

¡Maldición!

Una idea inquietante rondaba por su mente y, con el ceño fruncido, Daniel caminó de un lado a otro frente a la chimenea.

Estaba muy claro que alguien intentaba culparlo de asesinato. Pero ¿quién?, y ¿por qué? Las dos víctimas eran antiguas amantes suyas. Daniel frunció aún más el ceño. De hecho, eran dos de sus últimas amantes. Las únicas mujeres con las que había estado desde que terminó su relación con ellas eran Kimberly y…Carolyn.

Daniel se detuvo como si hubiera topado con una pared. ¿Acaso su enemigo tenía como objetivo sólo a sus antiguas amantes? Eso parecía. ¿Qué mejor manera de hacer recaer sobre él las sospechas? Si era así, tanto Kimberly como Carolyn estaban en peligro. La idea de que Kimberly estuviera en peligro lo preocupó y lo enojó, pero que Carolyn lo estuviera…

De repente sintió como si su corazón hubiera dejado de latir. La idea de que Carolyn estuviera en peligro lo heló hasta la médula. ¿Conocía su enemigo la relación que mantenía con Carolyn? Entonces otra idea apareció en su mente. Una idea que le heló la sangre.

¿Y si el disparo de dos días atrás no estaba dirigido a él, sino a Carolyn?

Durante varios segundos, sus pulmones dejaron de funcionar. No tenía ninguna prueba, pero sus entrañas le decían que estaba en lo cierto. Quizá todas sus anteriores amantes estuvieran en peligro, pero, por el patrón de los dos últimos crímenes, Kimberly y Carolyn eran, por lógica, las dos próximas víctimas. Corrió al vestíbulo y les contó a toda prisa a Samuel y Barkley la conversación que había mantenido con Rayburn y Mayne.

– ¡Menudos idiotas! ¡Mira que pensar que usté podría hacer daño a esas damas! -exclamó Samuel con ojos chispeantes.

– Estoy de acuerdo, pero en estos momentos eso no es lo importante. Tengo que advertir a lady Walsh y lady Wingate de que pueden estar en peligro debido a su… conexión conmigo. Samuel, quiero que localices a Rayburn y a Mayne y les cuentes lo que te he dicho. No sé adonde iban, pero, tarde o temprano, aparecerán por la comisaría de Bow Street.

– Sí, milor.

Salieron de la casa en direcciones opuestas. Cuando Daniel llegó a la casa de Carolyn, Nelson le dijo que no estaba en casa.

Un miedo aterrador atenazó a Daniel.

– ¿Adónde ha ido?

– A la casa de su hermana. La marquesa de Langston ha venido hoy en dos ocasiones. Estaba ansiosa por hablar con lady Wingate. Lady Wingate, nada más llegar, se cambió de ropa y volvió a salir.

– ¿Está seguro de que llegó sana y salva a la casa de lady Langston?

Nelson parpadeó un par de veces.

– Sí, milord. Envió el carruaje de vuelta con el mensaje de que lord Langston la acompañaría de regreso.

Algo de la tensión que atenazaba a Daniel se desvaneció. Enseguida le explicó a Nelson su preocupación por la seguridad de Carolyn.

Cuando terminó, el mayordomo se enderezó cuan largo era y sus ojos se llenaron de determinación.

– Informaré al resto del servicio, milord. Puede estar seguro de que no permitiremos que le ocurra nada malo a lady Wingate.

– Excelente. Me voy a avisar a lady Walsh.

– Pero ¿quién lo protegerá a usted, milord?

– Voy armado. Además, el asesino no quiere matarme, quiere que me ahorquen por asesinato.

Y a juzgar por su entrevista con Mayne y Rayburn, si no actuaba con rapidez, el muy bastardo era probable que se saliera con la suya.

Daniel subió a su carruaje. Aunque deseaba ir de inmediato a ver a Carolyn, su raciocinio le indicó que estaba a salvo con Matthew. Además, para ir a casa de Matthew la casa de Kimberly le venía de camino, y a ella también tenía que advertirla. Tras darle al cochero la dirección de Kimberly, Daniel se acomodó en el asiento y rogó estar equivocado respecto al peligro que corrían. Aunque todo, en su interior, le decía que no lo estaba.

Cuando llegó a la casa de Kimberly, se sintió aliviado al encontrarla allí. Sanders, su mayordomo, le dio una cálida bienvenida y, como en sus anteriores visitas, lo acompañó al salón privado de Kimberly. Ella entró varios minutos más tarde, vestida con un bonito camisón de encaje de color crema y una bata a juego.

– ¡Me alegro de verte! -exclamó Kimberly con una cálida sonrisa mientras le tendía las manos-. Pasé por tu casa esta tarde y sentí no encontrarte. ¿Estabas en el club?

El le apretó las manos y se las soltó enseguida.

– No. Hice una rápida escapada al campo. Tengo que decirte algo, Kimberly.

– Entonces sentémonos. -Señaló con la mano el sofá de gran tamaño que había frente a la chimenea-. ¿Quieres un coñac?

– No, gracias. Y tampoco quiero sentarme.

Daniel se lo contó todo de una forma escueta y vio cómo los ojos de Kimberly se agrandaban con cada frase que él pronunciaba. Cuando terminó, le preguntó:

– ¿Quién puede protegerte además de Sanders?

– James, y ya sabes lo fornido que es mi criado.

– Estupendo. Infórmales de lo que ocurre y no vayas a ningún lado sola. -Le apretó los brazos con fuerza-. A ningún lado.

– No lo haré, pero me estás asustando, querido. -Le acarició la tensa mandíbula con los dedos-. Me sentiría mucho más segura si tú te quedaras conmigo.

Daniel le apretó los brazos para darle ánimos y la soltó.

– Lo siento, pero tengo que irme. Confío plenamente en James y Sanders.

Después de conseguir que ella le prometiera tener cuidado, Daniel salió de la casa y le indicó al cochero que se dirigiera a toda velocidad a la casa de Matthew. Cuando llegó, Graham, el mayordomo de Matthew, lo tranquilizó diciéndole que, efectivamente, lady Wingate estaba allí y que, junto con lady Langston, lady Julianne y lady Emily, estaba en el saloncito privado de la marquesa. Daniel estaba a punto de exigir verla cuando Matthew entró en el vestíbulo.

– Por lo visto es nuestra noche de recibir visitas -comentó Matthew con una sonrisa que se desvaneció cuando se acercó a Daniel-. ¿Te encuentras bien?

Daniel sacudió la cabeza.

– Tengo que hablar con Carolyn.

Matthew titubeó.

– Está con Sarah, quien lleva todo el día deseando hablar con ella. Emily y Julianne acaban de llegar, justo antes que tú. -Se volvió hacia Graham-. Cuando las señoras bajen, haga el favor de decirles que lord Surbrooke y yo las esperamos en el salón.

– Sí, milord.

Daniel se dispuso a protestar, pero al final decidió que, ya que Carolyn estaba, sin duda, a salvo, podía aprovechar la ocasión para poner a Matthew al día de los últimos acontecimientos.

Matthew lo condujo al salón y, tras cerrar la puerta, enseguida le preguntó:

– ¿Qué ocurre, Daniel?

Matthew escuchó atentamente mientras Daniel se lo contaba todo y terminaba diciéndole: