Así es como se sentía en aquel momento.

Lanzó una rápida mirada a lord Surbrooke. Se lo veía tranquilo y sereno, lo que fue como un chorro de agua fría sobre la piel recalentada de Carolyn. Sin duda, fuera lo que fuese lo que le ocurría, sólo la afectaba a ella.

Nada más salir al exterior, la brisa helada hizo que recobrara el sentido común. Él la condujo a un rincón tranquilo y recogido de la terraza que estaba rodeado por un grupo de palmitos plantados en enormes macetas de cerámica. Varias parejas paseaban por el jardín de setos bajos y tres hombres charlaban en el otro extremo de la terraza. Salvo por esas personas, estaban solos, sin duda debido al aire frío impropio de aquella estación que, además, estaba teñido de un olor a lluvia.

– ¿Tiene frío? -preguntó lord Surbrooke.

¡Cielo santo, instalada con él en la privacidad que les proporcionaban los palmitos, se sentía como si estuviera en medio de una hoguera! Carolyn negó con una sacudida de la cabeza y su mirada buscó la de lord Surbrooke.

– ¿Sabe usted… quién soy?

Con toda lentitud, él recorrió el cuerpo de Carolyn con la mirada, deteniéndose en sus hombros desnudos y en las curvas que, según ella sabía, su vestido de color marfil resaltaba. Piel y curvas que su forma habitual y recatada de vestir nunca habría revelado. La mirada de franca admiración de lord Surbrooke, que no daba muestras de haberla reconocido, volvió a inflamar el fuego que la brisa había enfriado momentáneamente. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, él murmuró:

– Usted es Afrodita, la diosa del deseo.

Ella se relajó un poco. Evidentemente, él no sabía quién era ella, pues lord Surbrooke nunca habría utilizado el tono de voz ronco y grave con que había pronunciado la palabra «deseo» al dirigirse a lady Wingate. Sin embargo, la relajación que experimentó fue breve, pues aquel tono cargado de deseo le produjo una sensación de confusión y nerviosismo que, en parte, le advirtió de que debía abandonar la terraza de inmediato y regresar a la fiesta para seguir buscando a su hermana y sus amigas. Sin embargo, otra parte de ella, la parte que se sentía cautivada por el seductor y oscuro salteador de caminos y la protección del anonimato, se negó a moverse.

Además, el hecho de que aquella conversación anónima le ofreciera la oportunidad de conocer mejor a lord Surbrooke, la hacía más tentadora. A pesar de las numerosas conversaciones que habían mantenido en la casa de Matthew, lo único que en realidad sabía de él era que era inteligente, agudo, impecablemente correcto, invariablemente encantador y que iba siempre muy bien arreglado. Él nunca le había proporcionado la menor pista sobre cuál era la causa de las sombras que merodeaban por sus ojos; sin embargo, ella sabía que estaban allí y sentía una gran curiosidad por conocer su origen. Y, en aquel momento, si conseguía recordar cómo respirar, quizá pudiera descubrir sus secretos.

Después de carraspear para aclarar su voz, Carolyn declaró:

– En realidad, soy Galatea.

El asintió despacio mientras recorría su cuerpo con la mirada.

– Galatea… la estatua de marfil de Afrodita esculpida por Pigmalión por el deseo que sentía hacia ella. Pero ¿por qué no es usted la misma Afrodita?

– La verdad es que consideré que disfrazarme de Afrodita sería una… inmodestia por mi parte. De hecho, había planeado disfrazarme de pastora, pero mi hermana, de algún modo, consiguió convencerme de que me vistiera de Galatea. -Carolyn soltó una risita-. Creo que me aporreó la cabeza mientras dormía.

– Hiciera lo que hiciese, debería ser aplaudida por su empeño. Está usted… bellísima. Más que la misma Afrodita.

Su voz grave se extendió, cual miel tibia, por el cuerpo de Carolyn, quien, a pesar de todo, no pudo evitar bromear.

– Ha hablado un ladrón cuya visión está disminuida por la oscuridad.

– En realidad, no soy un ladrón. Y mi visión es perfecta. En cuanto a Afrodita, era una mujer digna de envidia. Ella tenía una única tarea divina: la de hacer el amor e inspirar a los demás para que lo hicieran.

Sus palabras, pronunciadas con aquel timbre de voz profundo e hipnótico, junto con la fijeza de su mirada, hicieron que el calor subiera por el interior de Carolyn de una forma vertiginosa dejándola sin habla. Además, confirmaron su idea de que él no sabía quién era ella. Nunca, durante las conversaciones que había mantenido con lord Surbrooke, él le había hablado a ella, Carolyn, de nada tan sugerente. Y Carolyn tampoco podía imaginárselo hablándole de aquella forma. Ella no era el tipo de mujer deslumbrante que despertara la pasión de los hombres, al menos no la de un hombre de su posición, quien podía tener a la mujer que quisiera y, conforme a los rumores, así era.

Animada por las palabras de lord Surbrooke y el secreto de su propia identidad, Carolyn declaró:

– A Afrodita la deseaban todos los hombres y ella podía elegir a los amantes que quisiera.

– Sí, y uno de sus favoritos era Ares.

Lord Surbrooke levantó una mano y Carolyn se dio cuenta de que se había quitado los guantes negros. Él le rozó el hombro con la yema de uno de sus dedos. A Carolyn se le cortó la respiración al sentir aquel leve contacto y dejó de respirar del todo cuando él deslizó el dedo a lo largo de su clavícula.

– Desearía haberme disfrazado del dios de la guerra en lugar de salteador de caminos.

Lord Surbrooke dejó caer la mano a un lado y Carolyn tuvo que apretar los labios para contener el inesperado gemido de protesta que creció en su garganta por la repentina ausencia de su contacto. A continuación, afianzó las piernas en el suelo, sorprendida de que sus rodillas se hubieran debilitado a causa de aquella breve y suave caricia, y tragó saliva para aclarar su voz.

– Afrodita descubrió a Ares con otra mujer.

– Ares era un loco. Cualquier hombre que tuviera la suerte de tenerla a usted, no querría a ninguna otra mujer.

– Querrá decir a Afrodita.

– Usted es Afrodita.

– En realidad, soy Galatea -le recordó Carolyn.

– ¡Ah, sí! La estatua de la que Pigmalión se enamoró tan locamente y que parecía tan viva que él la tocaba con frecuencia para comprobar si lo estaba o no. -Entonces rodeó el desnudo brazo de Carolyn con sus cálidos dedos, justo por encima de donde terminaba su largo guante de satén de color marfil-. A diferencia de Galatea, usted es muy real.

El sentido común de Carolyn volvió a la vida y le exigió que se apartara de él, pero sus pies rehusaron obedecerla. En lugar de huir, Carolyn absorbió la emocionante sensación de su roce, la paralizante sensación de intimidad que experimentó cuando él deslizó un dedo por dentro del guante… El calor se extendió por su interior enmudeciéndola.

– Él la colmaba de regalos, ¿sabe? -explicó él mientras la examinaba con ojos resplandecientes.

Carolyn consiguió asentir con la cabeza.

– Sí, conchas de brillantes colores y flores recién cogidas.

– Y también joyas. Anillos, collares y ristras de perlas.

– Yo preferiría las conchas y las flores.

– ¿A las joyas? -Sin lugar a dudas, la voz de lord Surbrooke reflejó sorpresa. Apartó la mano del brazo de Carolyn y ella apretó el puño para evitar cogerle la mano y volver a colocarla sobre su brazo-. Debe de estar bromeando. A todas las mujeres les encantan las joyas.

Parecía tan seguro de su afirmación que Carolyn no pudo evitar echarse a reír.

– Las joyas son maravillosas, es cierto, pero, para mí, constituyen un regalo impersonal y carente de imaginación. Cualquiera puede acudir a un joyero y elegir una pieza. Para mí, el valor de un regalo reside en cuánto interés ha puesto uno en elegirlo en contraposición a cuánto le ha costado.

– Comprendo -declaró él, aunque todavía parecía sorprendido-. Entonces, ¿qué le habría gustado que Pigmalión le regalara?

Carolyn reflexionó y contestó:

– Algo que le recordara a mí.

Lord Surbrooke sonrió.

– Quizá los diamantes y las perlas le recordaran a usted.

Carolyn negó con la cabeza.

– Algo más… personal. Yo preferiría unas flores que hubiera cogido de su propio jardín, un libro suyo que le hubiera gustado leer, una carta o un poema que hubiera escrito expresamente para mí…

– Debo admitir que nunca creí que llegaría a oír a una mujer decir que prefería una carta a unos diamantes. No sólo es usted bellísima, sino también…

– ¿Una candidata a una casa de locos? -bromeó ella-. ¿Sumamente rara?

Los dientes de lord Surbrooke, perfectamente alineados y blancos, brillaron acompañados de una risita grave y profunda.

– Yo iba a decir sumamente extraordinaria. Una bocanada de aire fresco.

Su mirada descendió hasta los labios de Carolyn, que temblaron y se separaron de una forma involuntaria al ser observados. Un músculo se agitó en la mandíbula de lord Surbrooke y, de repente, el aire que los rodeaba pareció crepitar debido a la tensión.

Él volvió a fijar la mirada en la de Carolyn y el hecho de que la luz fuera muy tenue no consiguió ocultar la pasión que ardía en sus ojos.

– Hablando de cartas -declaró él-, ¿ha oído hablar de esa última moda que consiste en que las damas reciban notas que sólo especifican una hora de un día determinado y un lugar?

Carolyn arqueó las cejas de golpe. Era evidente que lord Surbrooke había oído hablar de aquella práctica. Una imagen cruzó por su mente, la imagen de él y una mujer quien, ¡cielo santo!, era exactamente igual a ella en una de aquellas citas, con sus extremidades desnudas entrelazadas…

Carolyn cerró brevemente los ojos para borrar aquella inquietante imagen de su mente y declaró:

– Sí, he oído hablar de esas notas.

– ¿Ha recibido usted alguna?

– No. ¿Ha enviado usted alguna?

– No, aunque me intriga la idea. Dígame, si recibiera una, ¿acudiría a la cita?

Carolyn abrió la boca para manifestar un rotundo «desde luego que no», pero, para su sorpresa y disgusto, no consiguió pronunciar esas palabras. Sin embargo, se descubrió a sí misma diciendo:

– Yo… no estoy segura.

Y, con una claridad que le resultó sorprendente y desconcertante, se dio cuenta de que era cierto. ¿Cómo podía ser? Era como si hubiera adoptado el papel de su disfraz de diosa y se hubiera convertido en una persona diferente. Una persona que contemplaría la posibilidad de acudir a una cita secreta con un admirador desconocido. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Y por qué le sucedía con aquel hombre?, aquel encantador y experimentado aristócrata que era igual que tantos y tantos de sus contemporáneos, a los que sólo les interesaban sus propios placeres.

Sin duda, la culpa la tenían las Memorias, por llenarle la cabeza de aquellos pensamientos ridículos e imágenes perturbadoras. En cuanto regresara a su casa, echaría el libro al fuego y así se libraría de él.

Tras levantar la barbilla, preguntó:

– ¿Usted acudiría?

En lugar de responder enseguida afirmativamente, como ella esperaba, lord Surbrooke reflexionó durante varios segundos antes de responder.

– Supongo que dependería de quién me hubiera enviado la nota.

– Pero, precisamente, la cuestión es que uno no lo sabe.

Él sacudió la cabeza.

– Creo que, como mínimo, uno tendría un presentimiento sobre la identidad del remitente. Uno sospecharía quién lo deseaba tanto. -Cogió las manos de Carolyn con dulzura. Su calor atravesó los guantes de ella, quien, sorprendida, deseó que ninguna barrera separara su piel de la de él-. Un deseo tan intenso seguro que no pasaría desapercibido.

Una respuesta… Necesitaba pensar en algo, cualquier cosa que pudiera decir en aquel momento, pero en lo único que conseguía centrarse era en la palabra que él acababa de pronunciar, la cual seguía reverberando en su mente.

«Deseo.»

Antes de que Carolyn pudiera recuperar su aplomo habitual, el declaró con voz suave:

– Respondiendo a su pregunta, si usted me enviara una nota así, yo acudiría.

El silencio los envolvió. Los segundos pasaron, latidos del tiempo que cayeron sobre ella cargados de tensión y de una percepción casi dolorosa de la presencia de lord Surbrooke; de todo lo relacionado con él: su imponente altura, la anchura de sus hombros, la cautivadora intensidad de su mirada, su olor, que parecía embriagarla, el contacto de sus manos en las de ella…

Él deslizó la mirada a la garganta de Carolyn y, después, volvió a dirigirla a sus ojos. La pasión y la picardía brillaban en sus ojos.

– Veo que no lleva joyas caras. Eso representa un dilema para un salteador de caminos como yo.

Ella tragó saliva y consiguió recuperar la voz, lo que no fue una tarea fácil, con los dedos de él todavía rodeándole las manos con calidez.

– ¿Acaso me robaría?

– Me temo que debo ser fiel a mi disfraz.