– Me había dicho que no era un ladrón.
– Normalmente no, pero en este caso me temo que es inevitable. -Miró su negro atuendo y exhaló un dramático suspiro-. ¡Aquí estoy, vestido con mi máscara y mi capa y sin un diamante a la vista!
Carolyn, divertida a su pesar, contestó:
– Debo confesar que no me gustan mucho los diamantes.
– Yo debo confesar que eso es algo que no había oído decir nunca a una mujer. -Esbozó una mueca pícara-. ¿Se da cuenta de que acabamos de intercambiar unas confesiones a media noche? ¿Y sabe lo que dicen de esas confesiones?
– Me temo que no.
Él se inclinó un poco más hacia ella y el pulso de Carolyn dio un brinco.
– Dicen que son peligrosas. Pero en el mejor de los sentidos.
Carolyn se dio cuenta, de repente, de que aquel encuentro era un ejemplo perfecto de algo peligroso en el mejor de los sentidos.
– Las mujeres de la fiesta van adornadas con más joyas de las que usted podría llevarse -señaló Carolyn.
– Yo no estoy interesado en ninguna mujer aparte de usted, milady.
Susurró sus palabras junto a ella y Carolyn se sintió acalorada y excitada, lo que, a su vez, la hizo sentirse consternada y secretamente emocionada.
– Yo no llevo joyas -susurró ella.
– Usted es la joya. De modo que, a falta de diamantes y perlas, me veo obligado a improvisar, así que le robaré… -Avanzó un paso hacia ella y después otro, hasta que sólo los separó una distancia de dos dedos-… un beso.
Antes de que ella pudiera reaccionar, antes siquiera de que pudiera pestañear o realizar una respiración completa, lord Surbrooke inclinó la cabeza y rozó con lentitud sus labios con los de ella.
Exteriormente, el cuerpo de Carolyn permaneció totalmente inmóvil, pero en el interior… En el interior pareció que todo cambiaba de lugar y de velocidad. Su estómago cayó en picado, su corazón dio un vuelco y se aceleró, y su sangre pareció espesarse, aunque, de algún modo corrió a más velocidad por sus venas. Y su pulso… Carolyn lo sintió por todas partes: en las sienes, en la base del cuello, entre los muslos…
Él levantó la cabeza y sus miradas se encontraron. Los ojos de lord Surbrooke no mostraban el menor rastro de diversión, sino que ardían como dos tizones gemelos, encendiendo en Carolyn un deseo…, un ansia que no había experimentado desde hacía tanto tiempo que apenas la reconoció.
Él la examinó durante varios segundos y, después, tras emitir un sonido grave, la estrechó entre sus brazos y presionó su boca contra la de ella. Carolyn separó los labios por el deseo, la sorpresa o ambos y, de repente, todo se volvió insignificante. Salvo él.
El cuerpo de lord Surbrooke parecía bombear calor. ¡Resultaba tan increíble y deliciosamente cálido…! Estar rodeada de sus fuertes brazos era como estar envuelta en una manta caliente. Su olor fresco y masculino empapó los sentidos de Carolyn haciendo que le flaquearan las rodillas. Una agradable sensación de mareo la animó a subir las manos por su amplio pecho, rodearle el cuello con los brazos y sujetarse a él con fuerza.
Y gracias a Dios que lo hizo, porque el primer contacto de la lengua de él con la de ella hizo que sus huesos se volvieran de mantequilla. Un gemido surgió de la garganta de Carolyn, en parte debido a la sorpresa y, en parte, por el ardiente deseo que experimentaba. Se apretó más contra él y absorbió todos los matices de su apasionado beso.
El sabor, oscuro y delicioso, de su boca; la fuerza de su brazo, que la mantenía firmemente anclada contra él y que ella agradecía pues, de no ser por él, habría resbalado hasta el suelo; el calor de su otra mano, que subía y bajaba por su espalda, como si quisiera examinar todos los centímetros de su cuerpo; el sólido muro de su torso, que se aplastaba contra los pechos de ella; la inconfundible protuberancia de su erección presionada contra su abdomen…
El deseo, largo tiempo olvidado, estalló en el interior de Carolyn como un relámpago y encendió su piel. Abrió más la boca y juntó su lengua a la de lord Surbrooke, desesperada por conocer más acerca de su sabor, de su tacto. Deslizó los dedos entre el pelo de la nuca de él y maldijo los guantes que le impedían sentir su espesa y sedosa textura.
Y entonces, tan repentinamente como empezó, él levantó la cabeza, finalizando el beso. En esta ocasión, nada contuvo el gemido de protesta de Carolyn, quien, con gran esfuerzo, abrió los ojos.
Él la miró, con una respiración tan rápida y errática como la de ella y con los ojos vidriosos, como ella sabía que debían de estar los suyos.
Él levantó una mano y la apoyó con suavidad en la mejilla de Carolyn.
– Sabía que sería así-declaró en un susurro jadeante.
Su voz traspasó la niebla sensual que envolvía a Carolyn y la realidad de dónde estaba y quién era la abofeteó como un trapo frío y húmedo. Soltó un grito ahogado y retrocedió un paso, alejándose del contacto de la mano de lord Surbrooke. Sus dedos temblorosos volaron hasta su boca, aunque no sabía si era para borrar el beso de lord Surbrooke o para sellarlo en sus labios.
¡Santo Dios! ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué había hecho?
«Te diré lo que has hecho -la reprobó su voz interior-. Has manchado la memoria de Edward.»
Un grito de angustia creció en su garganta y Carolyn apretó los labios para contenerlo. Intentó, desesperadamente, rememorar la dulzura de los besos de Edward, pero no lo consiguió. ¿Cómo podía hacerlo cuando el sabor de otro hombre seguía en sus labios? ¿Citando todavía sentía la huella de su duro cuerpo contra el de ella? Cuando su mente y sus sentidos todavía estaban impregnados del beso apasionado y tempestuoso que acababa de compartir con…
Con un hombre que no era su marido.
Una oleada de emociones encabezadas por la confusión, la culpabilidad y la vergüenza la bombardearon seguidas por la acuciante necesidad de salir huyendo.
– Yo… tengo que irme -declaró con una voz afligida que reflejaba, exactamente, cómo se sentía.
– ¡Espere!
Lord Surbrooke alargó el brazo para cogerla, pero ella sacudió la cabeza y se apartó.
– ¡No! Yo… Por favor, déjeme ir.
Sin esperar la respuesta de lord Surbrooke, Carolyn pasó por su lado y regresó con rapidez a la fiesta, donde enseguida se la tragó la multitud. No se entretuvo buscando a su hermana ni a sus amigas, sino que se dirigió, a toda prisa, al vestíbulo, donde pidió su carruaje. Los cinco minutos de espera le parecieron una eternidad, eternidad que pasó en un rincón en penumbra, con las manos presionadas contra su agitado pecho.
Una vez instalada en el oscuro interior del carruaje, Carolyn se cubrió la cara con las manos y el sollozo que había conseguido contener hasta entonces surgió de su garganta.
¿Qué había hecho? ¿Cómo había permitido que sucediera?
Todo en su interior lloró y buscó el recuerdo de Edward que llevaba en su corazón, el recuerdo de su tierna sonrisa, de su suave contacto y del dulce amor que habían compartido. Pero sus amados recuerdos la eludían. En su lugar, lo único que Carolyn percibía era a un diabólico salteador de caminos de mirada intensa y boca cautivadora que hacía que a ella le flaquearan las piernas. A pesar de su determinación de seguir adelante con su vida, ella no había esperado algo así. No había esperado aquella oleada sobrecogedora e inesperada de pasión.
Aun así, no podía negar lo que había sucedido y, una vez más, maldijo la lectura de las Memorias, que la había colocado en aquel camino ruinoso y sensual. Pero todavía le quedaba una pregunta por contestar: ¿qué pensaba hacer con todo aquello?
Capítulo 4
Todo en él me cortaba la respiración. Podía seducirme con una simple mirada, con un solo roce. Sus manos, con sus dedos largos, fuertes y hábiles, eran absolutamente mágicas. Y sus labios… Las cosas que podía hacer con su encantadora boca eran sin duda pecaminosas.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
La mañana siguiente a la fiesta de disfraces, Daniel estaba sentado en su comedor mientras contemplaba su desayuno intacto. La cabeza le martilleaba por una combinación de falta de sueño y exceso de coñac, aunque ambas cosas demostraron ser totalmente inútiles a la hora de desviar sus pensamientos del encuentro con Carolyn.
Exhaló un gemido, echó la cabeza hacia atrás y cerró los párpados con fuerza, lo que constituyó un error en cuanto a lo de olvidarse de Carolyn, porque ella enseguida se materializó en su mente: una seductora diosa enmascarada que encajaba en sus brazos como si estuviera hecha sólo para él. Nunca, en toda su vida, un vals le había resultado tan excitante. La euforia de Carolyn, su sonrisa y su asombro mientras daban vueltas por la pista de baile… Él no podría haber apartado la vista de ella aunque su vida dependiera de ello. Carolyn lo había cautivado por completo. Y sin siquiera intentarlo. ¿Qué le ocurriría si ella pusiera en ello algo de empeño?
Exhaló un largo suspiro, abrió los ojos y cogió la taza de café. ¡Maldición, él sabía con exactitud lo que le ocurriría! Perdería el control, como le había ocurrido en la terraza.
¡Maldita sea! Él sólo quería darle un beso insinuante; rozarle los labios con los suyos; ofrecerle un anticipo tentador para que deseara más. Pero en el instante en que su boca tocó la de ella, su astucia se desvaneció y se vio reemplazada por un apetito tan primario, profundo y avasallador, que le resultó imposible contener su arrebato. Él nunca perdía el control de aquella manera. Había deseado a muchas mujeres, pero ninguna había hecho añicos su autodominio hasta entonces.
La verdad era que había sido poco menos que un milagro que consiguiera detenerse y no empujarla contra la pared, levantarle las faldas y satisfacer el incontenible anhelo que le provocaba. En el fondo él sabía que si hubieran estado en algún lugar que les hubiera proporcionado un mínimo de privacidad, habría cedido a la tentación. Y dada la apasionada respuesta de Carolyn a su beso, no albergaba ninguna duda de que ella se lo habría permitido. Incluso lo habría recibido con agrado. Ella experimentó la misma necesidad desesperada, la misma acometida de deseo ardiente que él. Daniel lo notó en cada matiz de su beso; lo percibió en cada temblor y estremecimiento que recorrió su cuerpo.
Él siempre pensó que ella lo afectaría de una forma intensa, pero nunca, ni siquiera en sus múltiples fantasías acerca de ella, había anticipado el impacto que le produciría aquel único beso. Él pretendía seducirla poco a poco. Era evidente que tanto el encuentro como la ardiente respuesta de Carolyn, la habían cogido a ella tan desprevenida como a él. Él sabía que Carolyn no era del tipo de mujer a la que le gustaban las aproximaciones directas. Ni los revolcones rápidos en el jardín. No, desde luego ésa no era la manera adecuada de tentarla. Por desgracia, eso era, precisamente, lo que él había hecho, y lo único que había conseguido era asustarla. No le resultaría fácil olvidar la terrible angustia que percibió en sus ojos cuando se marchó de la terraza.
Daniel bebió un trago largo de su café, que ya estaba tibio, y se formuló la inquietante pregunta que había rondado por su mente durante toda aquella noche de vela.
¿Sabía ella con quién había estado?
¿Sabía que él era el salteador de caminos? ¿Sabía que el hombre al que había besado con tanto anhelo, a quien había respondido con tanta pasión era él?
Una satisfacción sombría y profunda lo invadió al pensar que ella lo sabía, que, durante la velada, era totalmente consciente de a quién pertenecían los brazos que la sostenían, los labios que la besaban. Sin embargo, la idea de que no lo supiera lo desgarró por dentro, víctima de un ataque de celos. Él había experimentado esa horrible emoción en raras ocasiones; sin embargo, su intensidad no dejaba lugar a dudas acerca de lo que era. La única mujer que le había inspirado esa emoción en toda su vida era… ella. La sociedad estaba plagada de hombres que eran más ricos, más guapos y que tenían más suerte en las mesas de juego y más amantes que él, todo lo cual podría inspirarle celos. Sin embargo, el único hombre del que había sentido celos de verdad era Edward. Y la causa era Carolyn.
Seguro que ella sabía que era él el que llevaba la máscara de salteador de caminos. ¿No? La idea de que besara a otro hombre como lo había besado a él… ¡Maldición! ¡Sólo con pensarlo le hervía la sangre!
Pues bien, si ella no lo sabía él se encargaría de que lo supiera. En cuanto fuera una hora más apropiada y el terrible dolor de cabeza que experimentaba remitiera, le haría una visita. Y se lo contaría. Y disiparía las inquietudes que la habían hecho huir la noche anterior. Lo admitiera o no, ya estaba preparada para vivir una aventura y él no tenía la menor intención de permitir que otro hombre reclamara lo que él quería.
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