Sin embargo, la comprensión no hacía que las piernas le dejaran de doler después de subir cien veces las escaleras. No dormía lo suficiente, no tenía tiempo de comer, y los únicos ratos en que estaba sentada era cuando montaba a caballo o cuando alimentaba a Rule. Después de sólo dos días estaba a punto de caer redonda.

Esa noche se quedó dormida en la cama de Rule. Recordaba haber estado dándole de comer, y cuando el hombre hubo acabado, puso el plato en la bandeja y se inclinó un momento para apoyar la cabeza en el hombro masculino. Lo siguiente que supo es que ya había amanecido, y Rule gemía por el calambre que tenía en el brazo. La había tenido abrazada durante toda la noche, tenía la cabeza apoyada en las almohadas y el brazo derecho alrededor de ella. La besó y sonrió, pero la incomodidad oscureció su cara y supo que había dormido mal, si es que había dormido.

Toda la mañana fue frenética, con un problema detrás de otro. Acababa de entrar en los establos con el caballo para ir a darle el almuerzo a Rule, cuando una camioneta entró en el patio y salió de ella una figura familiar.

– Señor Vernon -llamó Cathryn calurosamente, acercándose a saludar a su viejo amigo. Otro hombre salió del vehículo y ella le echó un curioso vistazo antes de reconocerlo. Era el hombre que iba con Paul Vernon el día que lo encontró delante de la droguería, pero no podía recordar su nombre.

Paul Vernon solucionó el problema cuando señaló al hombre con su enorme mano diciendo:

– Recuerdas a Ira Morris, ¿verdad? Te lo presente hace más o menos una semana.

– Sí, claro -dijo Cathryn, extendiéndole la mano al hombre.

Él se la apretó, pero no la miraba. Sus ojos recorrían los establos y los graneros, deteniéndolos finalmente en los caballos que pastaban plácidamente en los pastos.

– He oído bastante acerca de este lugar -dijo él-, y nada malo. Buenos caballos, fuertes y muy bien educados. Tienen ustedes los mejores caballos de todo el estado. Pero he oído que ahora se están expandiendo. Se diversifican con los Thoroughbreds, ¿no? ¿Están saliendo bien?

Unos cuantos días antes, Cathryn no lo hubiera sabido, pero había tenido que aprender parte del negocio.

– Vendimos un potro el año pasado por esta misma época y está ganando muchos premios en California.

– He oído hablar de él -dijo Ira Morris-. Irish Venture, de Irish Gale y de Wanderer. El caso es que esta yegua tiene otro potro con Irish Gale; me gustaría adelantarme a la venta.

– Ninguno de los caballos que constan en la lista se venderá antes del día acordado -dijo firmemente Cathryn.

– Bien, lo entiendo -estuvo rápidamente de acuerdo-. ¿Le importaría si viera al potro?

Ella se encogió de hombros y sonrió.

– No, no me importa, pero el potro es una potranca, no es macho. Su nombre es Little Irish, pero Rule la llama Hooligan [2].

– ¿Es testaruda? -preguntó Paul Vernon.

La sonrisa de Cathryn se hizo más amplia y levantó una mano para señalar una delicada potranca encabritándose por el pasto.

– Hooligan es simplemente diferente -contestó. Observaron en silencio los graciosos movimientos de la joven yegua que bailaba ágilmente sobre los verdes pastos. Únicamente se podía uno hacer una idea de su tamaño cuando la potranca se acercaba a otro caballo. Como estaba tan llena de gracia no parecía que fuera una yegua alta y fuerte. Su piel lisa camuflaba la fuerza de sus músculos; un observador principiante notaría su belleza bruñida, el arco brioso de su cuello y la delicadeza con que colocaba los cascos mientras corría. Después, como un lento amanecer comprendería que la yegua tenía una gran velocidad, que aquellas esbeltas patas eran tan fuertes como el acero.

– No está a la venta -dijo Cathryn-. Al menos, no este año. Rule quiere que se quede aquí.

– Si no le importa me gustaría hablar con él.

– Lo siento -dijo Cathryn, estirando un poco la verdad. No le gustaba mucho Ira Morris. Parecía un hombre frío y calculador-. Rule tuvo un accidente a principios de semana, y tiene que estar en la cama; no se le puede molestar.

– Siento mucho oír eso -dijo el señor Vernon instantáneamente-. ¿Qué le pasó?

– Su caballo tropezó y cayeron los dos, luego se giró sobre la pierna de Rule.

– ¿Se la rompió?

– Me temo que sí. También tiene una conmoción cerebral y tiene que estar tranquilo.

– Es una verdadera pena, con la venta acercándose.

– Oh, no se perderá la venta -le aseguró Cathryn-. Si conozco a Rule Jackson, para entonces ya caminará cojeando. Sólo espero ser capaz de contenerlo lo que queda de semana.

– Es testarudo, ¿verdad? -se rió el señor Vernon.

– Como una mula -convino Cathryn fervientemente.

Ira Morris se movió impaciente y ella se dio cuenta de que no le importaba nada la salud de Rule. Sólo le importaban los caballos y por lo que a ella le atañía no iban a vender ningún caballo hasta el día de la venta. Rule sabría instantáneamente los caballos que había puesto en la lista, pero como todavía no habían llegado las copias, Cathryn no podía saberlo sin correr a preguntárselo, algo que se negaba a hacer.

El señor Morris lanzó otra mirada al rancho.

– Una cosa más, señora Ashe -dijo bruscamente-. He venido aquí para hablar de negocios, pero ahora no estoy seguro de con quién tengo que hablar. ¿De quién es este rancho, suyo o de Jackson?

Cathryn permaneció en silencio un momento, pensando en cómo responder.

– El rancho es mío -dijo finalmente con un tono neutral-. Pero el señor Jackson lo dirige por mí, y él sabe más de caballos que yo.

– ¿Entonces las decisiones de él son las definitivas?

Empezaba a sentirse molesta.

– ¿Qué es exactamente lo que quiere saber, señor Morris? Si quiere comprar caballos ahora, mi respuesta es que no, lo siento, pero no puede comprar hasta el día de la venta. ¿O está pensando en otra cosa?

Él le dirigió una sonrisa dura, invernal, sus ojos fríos la miraban.

– ¿Y si quiero comprarlo todo? Todo, caballos, tierra, edificios.

Eso la conmocionó. Apartando un caprichoso cabello de los ojos, miró alrededor. ¿Vender Bar D? Esa vieja casa donde había nacido. Conocía cada centímetro de esta tierra, cada subida, cada pendiente, cada olor y cada sonido. Era allí donde había empezado a amar a Rule, donde había aprendido a conocerse como mujer. Sería imposible vender. Abrió la boca para decirlo, pero entonces le vino al inesperado pensamiento de que si no tuviera Bar D, no tendría que preocuparse de si Rule quería más a su tierra que a ella. Ella sabría con seguridad…

Quería saberlo. Un agudo dolor la atravesó cuando pensó que la respuesta podría ser más dolorosa que la pregunta. Rule nunca le perdonaría si vendiera el rancho.

Sonrió de manera forzada al señor Morris.

– Esa es una decisión muy importante -dijo ella-. Y no es algo en lo que haya pensado antes. No podría tomar una decisión, así de golpe.

– ¿Pero pensará en ello? -la presionó.

– Oh, sí -le aseguró irónicamente-, pensaré en ello.

Sería difícil que pensara en algo más. De una manera retorcida, el señor Morris había invertido los papeles de ella y de Rule. ¿Qué es lo que más quería ella, el rancho o Rule Jackson? Si se quedaba con el rancho, nunca podría saber lo realmente sentía Rule por ella; por otra parte, si lo vendía podría perderlo para siempre, pero sabría exactamente en qué lugar estaba ella.

Era una oferta que sabía que tendría que hablar con Rule, aunque también sabía por anticipado cuál sería su reacción. Se opondría violentamente a vender el rancho. Pero él era el encargado y tenía derecho a saber lo que pasaba, aún cuando ella temiera que la idea lo sacara de quicio.

Era más tarde que de costumbre cuando fue a buscar el almuerzo. Primero se había visto retenida por Paul Vernon e Ira Morris; luego estaba tan llena de polvo que se fue a dar una rápida ducha antes de hacer nada más. Mientras Lorna preparaba la bandeja del almuerzo de Rule, Cathryn se apoyó en los armarios y se tragó un emparedado, preguntándose por qué Rule no la había llamado ya. Quizás estaba durmiendo la siesta…

No estaba dormido. Cuando abrió la puerta giró la cabeza cuidadosamente para mirarla y se sintió herida por la dura expresión de sus ojos. Su mirada la recorrió lentamente, observando su cuerpo recién duchado, desde la cabeza, que se había peinado con una larga trenza, bajando por la fresca blusa de algodón sin mangas, los descoloridos vaqueros y finalmente los pies descalzos. Con cuidado colocó la bandeja sobre la mesita de noche y le preguntó.

– ¿Qué te pasa? Te duele la cabeza…

– He oído que piensas vender el rancho -dijo con dureza, intentando apoyarse en el hombro. El abrupto movimiento desplazó la pierna rota de los cojines donde estaba apoyada y él cayó hacia atrás, sobre las almohadas con un fuerte grito, seguido de alguna espeluznante maldición. Cathryn corrió hacia la cama y, suavemente, le volvió a colocar la pierna en su sitio, afianzándola encima de los cojines. Su mente iba a toda velocidad. ¿Cómo se había enterado tan pronto? ¿Quién se lo había dicho? Había habido gente en el patio y los establos. Cualquiera de los veinte hombres podrían haber oído la oferta para comprar el rancho, pero no creía que ninguno de ellos hubiera ido a la casa para contárselo a Rule. Lewis pasaba mucho tiempo en la casa, pero sabía que en este momento estaba en los lejanos pastos del sur.

– Me lo ha dicho Ricky -soltó bruscamente el hombre, leyéndola el pensamiento.

– Pues ha venido hasta aquí para nada -contestó Cathryn sin ninguna expresión en su tono, sentándose a su lado y cogiendo la bandeja-, iba a decírtelo yo.

– ¿Cuándo? ¿Después de firmar los papeles?

– No, iba a contártelo mientras comías.

Rule apartó furioso la cuchara que ella le llevó a la boca.

– Maldita sea, no intentes darme de comer como si fuera un bebé. ¿Eso solucionaría todos tus problemas, verdad? Te deshaces del rancho, te deshaces de mí y te haces con un montón de dinero para ir a divertirte a Chicago.

A Cathryn le costó reprimir el impulso de darle un azote. Tensó la mandíbula y puso la bandeja sobre la mesita de noche.

– Evidentemente Ricky ha añadido algunos pequeños detalles de su cosecha a la conversación original. Primero, no he acordado vender el rancho. Segundo, tendré en cuenta tu opinión para cualquier decisión que tome acerca del rancho. Y tercero, ¡estoy condenadamente cansada de que me saltes a la yugular, y por lo que a mí respecta, puedes alimentarte tú solito! -se levantó y se fue pisando con rabia; cerró bruscamente la puerta tras ella, ignorando la furiosa orden de que volviera.

Ricky estaba parada justo ante la escalera con una amplia sonrisa encantada en su cara y Cathryn comprendió que había estado escuchando cada palabra. Con los ojos como dos rendijas se paró delante de su hermanastra y dijo con los dientes apretados.

– Si te vuelvo a ver otra vez en el dormitorio de Rule, o me entero de que has estado allí, te sacaré de este rancho tan deprisa que ni tendrás tiempo de parpadear.

Ricky arqueó una ceja burlonamente.

– ¿Ah, sí, hermanita? ¿Tú y quién más?

– Podré yo sola, pero si no pudiera hay un montón de gente en el rancho para ayudarme.

– ¿Y qué te hace pensar que se pondrán de tu lado? Eres una desconocida para ellos. Yo he montado con ellos, he trabajado con ellos, tengo una amistad… especial… con algunos de ellos.

– De eso estoy segura -dijo Cathryn mordazmente-. La fidelidad nunca ha sido una de tus cualidades.

– ¿Y tuya sí? ¿Crees que es un secreto que has sido el juguetito de Rule desde que eras sólo una niña?

Horrorizada, Cathryn comprendió que probablemente Ricky había estado propagando sus malévolos chismes durante años. Sólo Dios sabía lo que la mujer había dicho sobre ella. Luego enderezó los hombros y hasta sonrió, pensando que su amor a Rule no la avergonzaba. Puede que no fuera el hombre más fácil de amar, pero era suyo y no le importaba que todo el mundo lo supiera.

– Pues sí -admitió-. Siempre lo he amado, y seguiré amándolo.

– ¿Lo amabas tanto que huiste y te casaste con otro hombre?

– Sí, así es. No tengo que darte explicaciones, Ricky. Sólo mantente apartada de Rule, porque es la última vez que te lo digo.

– Bien, Ricky, no podrás decir que no se te ha advertido -dijo Mónica con voz divertida, arrastrando las palabras-. Y a no ser que estés dispuesta a encontrar un trabajo y empezar a mantenerte, sugiero que la escuches.

Ricky alzó la cabeza.

– He ayudado a los trabajadores del rancho durante años, pero nunca te he visto a ti hacer algo que no sea tu propia cama. ¿Y que hay de ti? También vives de este rancho.

– No por mucho tiempo -aclaró jovialmente Mónica-, nunca encontraré otro marido si me quedo aquí.