Asombrosamente, Ricky se puso pálida.

– ¿Te vas de Bar D? -susurró.

– Pues sí, no creo que pensaras que me quedaría aquí para siempre -contestó Mónica perpleja-. El rancho pertenece a Cathryn y parece que ha venido a casa para quedarse. Ya va siendo hora de que tenga una casa para mí, y nunca he querido vivir en un rancho. Toleré vivir aquí, pero sólo por Ward Donahue -se encogió elegantemente de hombros-. Los hombres como él no se encuentran demasiado a menudo. Yo habría vivido en un iglú si me lo hubiera pedido.

– Pero… madre… ¿y yo? -Ricky parecía tan apenada que de repente Cathryn la compadeció, incluso aunque fuera una bruja rencorosa.

Mónica sonrió.

– Bueno, querida, puedes encontrar tu propio marido. De todas formas ya eres un poco mayorcita para vivir con mamá, ¿no? Cathryn me ha ofrecido su apartamento de Chicago y puede que acepte. ¿Quién sabe? Puedo encontrar un yanqui a quién le guste mi acento.

Magníficamente indiferente, Mónica continuó bajando la escalera, luego se detuvo y volvió a mirar a su hija.

– Te sugiero, Ricky, que dejes de jugar con ese vaquero con quién has estado coqueteando. Podrías salir malparada -continuó bajando, dejando un denso silencio tras ella.

Cathryn miró a Ricky, que prácticamente cayó sobre el pasamano como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Quizás lo había recibido, porque a Mónica nunca se le podría acusar de sutileza.

– ¿De quién habla? -preguntó Cathryn-. ¿Qué vaquero?

– Nadie importante -refunfuñó Ricky y lentamente atravesó el pasillo hacia su cuarto.

Sintiéndose tan herida como confusa, Cathryn buscó refugio en la cocina, junto a Lorna. Se derrumbó sobre una silla y apoyó los codos sobre la mesa.

– Ricky le ha dicho a Rule que voy a vender el rancho -dijo sin rodeos-. Rule llegó a la conclusión de que el cuento era cierto. Hemos tenido una discusión y le he dicho que se alimentase él solito. Probablemente ha estampado la bandeja contra la pared. Luego he tenido una discusión con Ricky sobre Rule, y en medio de ella, Mónica le ha dicho que piensa irse de Bar D y Ricky se ha quedado como si alguien la hubiera abofeteado. ¡Ya no sé que más puede pasar! -gimió.

Lorna se rió.

– Lo que pasa es que estás tan cansada que sólo estás de pie a fuerza de voluntad y eso hace que todo lo veas más complicado. Mónica y Ricky han discutido toda la vida; no es nada raro. Y Mónica siempre ha dicho que si volvías a casa, ella se iría. Ricky… bueno, lo que Ricky necesita es un hombre bueno y fuerte que la ame y la haga sentir valiosa.

– Me da pena -dijo Cathryn lentamente-. Incluso cuando quiero estrangularla, me da pena.

– ¿Pena suficiente como para dejar que se quede con Rule? -preguntó Lorna astutamente.

– ¡No! -la respuesta de Cathryn fue inmediata y explosiva, y Lorna se rió.

– Eso me parecía -se limpió las manos con el delantal-. Supongo que será mejor que suba y me ocupe de Rule, aunque si todavía no ha lanzado la bandeja contra la pared, seguro que la lanzará contra mí cuando vea que no soy tú. ¿No vas a ir a verlo para nada?

– Supongo que tendré que ir -suspiró Cathryn-. Pero no ahora mismo. Mejor esperar a que se calme, y tal vez entonces podamos hablar sin gritarnos el uno al otro.

Después de que Lorna subiese, Cathryn permaneció sentada en la mesa durante bastante rato, mirando la hogareña y cómoda cocina. No sólo era Rule que tuviera que calmarse; su temperamento era al menos tan caliente como el de él, y si fuera sincera consigo misma, tendría que admitir que por lo general él se controlaba mucho mejor que ella.

La puerta trasera se abrió y Lewis Stovall apoyó toda su altura en la entrada.

– Vamos, Cathryn -la engatusó. Había dejado de llamarla señora Ashe durante los últimos días y la llamaba por su nombre de pila, lo que era lógico considerando lo mucho que habían trabajado juntos-. Hay trabajo que hacer.

– ¿Rule te dijo que me mantuvieras tan ocupada que no me quedaran energías para hacer otra cosa que no fuera trabajar, dormir y cuidar de él? -preguntó suspicazmente.

Las esquinas de sus ojos duros se llenaron de arrugas cuando una pequeñísima sonrisa asomó a su cara.

– ¿Cansada?

– Reventada -confirmó ella.

– Ya no falta mucho. Rule se levantará y empezará a caminar la semana que viene, y probablemente estará sobre su silla de montar la semana siguiente. Lo he visto hacerlo antes.

– ¿Con la pierna enyesada? -preguntó dudosa.

– O con el brazo, o con las costillas golpeadas o con la clavícula rota. Nada puede hacer que se quede quieto durante mucho tiempo. Esa conmoción cerebral lo ha mantenido quieto más que cualquier otra cosa.

Ella se levantó y fue hacia la puerta, suspiró cuando se puso calcetines limpios y las botas. Lewis la miraba con una extraña expresión y Cathryn alzó la vista a tiempo de verla.

– ¿Lewis? -preguntó con incertidumbre.

– Estaba pensando que bajo ese glamour de gran ciudad, realmente eres una muchacha de campo.

– ¿Glamour? -se rió ella, divertida por la idea-. ¿Yo?

– Entenderías de lo que hablo si fueras un hombre -opinó él arrastrando las palabras.

– ¡Si fuera un hombre no lo pensarías!

Su risa admitió esa verdad. Cuanto atravesaban el patio, Cathryn se armó de valor para hacerle una pregunta que le había estado rondando la mente desde la primera vez que vio a Lewis.

– ¿Estuviste con Rule en Vietnam? -preguntó como por casualidad.

Él la miró.

– Estuve en Vietnam, pero no con Rule. No lo conocí hasta siete años después.

Ella no dijo nada más, así que cuando casi llegaban a los establos preguntó:

– ¿Por qué?

– Os parecéis mucho -contestó lentamente, sin saber exactamente por qué parecían sacados del mismo molde. Los dos eran hombres peligrosos, hombres duros que habían visto demasiada muerte y demasiado dolor.

– Nunca me ha mencionado Vietnam -una nota ruda asomó a la voz de Lewis-, y yo no hablo de ello, nunca, con nadie. Los únicos que comprenderían de lo que hablara también estuvieron allí y ya tienen sus propios problemas. Mi matrimonio se rompió porque mi esposa no pudo manejarlo, no pudo manejarme a mí cuando volví.

La mirada que ella le dirigió estaba llena de dolorosa compasión y el hombre sonrió ampliamente.

– No empieces a hacer sonar los violines por mí -bromeó él-. Estoy bien. Probablemente algún día me casaré otra vez. La mayoría de los hombres se quejan y refunfuñan sobre el matrimonio, pero hay algo en las mujeres que hace que ellos vuelvan a por más.

Cathryn tuvo que reírse.

– ¡Me pregunto que será ese algo!

La nueva sensación de sentirse más cerca de Lewis la acompañó el resto del día, que fue tan agitado y preocupante como lo había sido la mañana. Uno de los sementales tuvo un cólico y dos de las yeguas se habían puesto de parto. Cuando por fin se encaminó trabajosamente hacia la casa ya eran más de las siete, y Lorna la indicó que ya le había subido la bandeja a Rule.

– Está de un humor horrible -la informó.

– Pues tendrá que aguantarse -dijo Cathryn cansadamente-. Esta noche no me siento con fuerzas para calmarle. Voy a dame una ducha y a meterme en la cama.

– ¿No vas a comer?

Ella negó con la cabeza.

– Estoy demasiado cansada. Te prometo que mañana lo compensaré.

Después de darse una ducha, cayó atravesada en la cama, demasiado cansada para taparse con la sábana. Se quedó dormida inmediatamente, lo que fue una suerte, porque en lo que le pareció unos pocos minutos empezaron a sacudirla para despertarla.

– Cathryn, despierta -era la voz de Ricky, y Cathryn se obligó a abrir los ojos.

– ¿Qué pasa? -preguntó medio dormida, notando que Ricky todavía iba vestida-. ¿Qué hora es?

– Las once y media. Vamos. Las dos yeguas están pariendo y Lewis necesita ayuda -la voz de Ricky carecía totalmente de hostilidad, pero ella siempre había estado interesada en el trabajo del rancho. No la extrañó que Lewis hubiera llamado a las dos mujeres en vez de despertar a algún trabajador para que lo ayudara; ya antes habían ayudado en partos de otras yeguas, aunque ya hacía años que Cathryn no hacía algo así. Pero el rancho era suyo y esto era su responsabilidad.

Rápidamente se vistió y las dos se apresuraron hacia el granero donde las yeguas parían. Sólo había unas débiles luces en las cuadras de las yeguas. Tenían que guardar silencio para impedir poner nerviosas a las hembras embarazadas, así que no hablaban si no era en tono muy bajo. Lewis y el veterinario, Floyd Stoddard, esperaban en una cuadra vacía.

Lewis alzó la mirada cuando las dos mujeres entraron.

– No creo que el parto de Sable dure mucho más. Andalusia tardará un poco más.

Pero aunque esperaron, Sable no paría, y Floyd empezó a preocuparse. Eran casi las dos de la mañana cuando fue a examinarla otra vez y volvió a la cuadra donde esperaban los demás con cara preocupada.

– Sable está pariendo -les informó-. Pero el potro se ha colocado lateralmente. Vamos a tener que ayudar. Todo el mundo a limpiarse.

Los dos hombres se desnudaron de cintura para arriba y se lavaron con agua caliente y jabón, luego se apresuraron a la cuadra de Sable. Ricky y Cathryn se enrollaron las mangas hacia arriba y también se lavaron, aunque en realidad ellas no ayudarían a girar al potro. La preciosa yegua marrón oscuro estaba acostada, sus costados estaba hinchados de forma grotesca.

– Sosténgale la cabeza -Floyd se dirigió a Ricky, luego se arrodillaron detrás de la yegua.

Un fuerte y lastimero relincho hizo que giraran la cabeza. Lewis maldijo.

– ¡Cathryn, ve a ver a Andalusia!

Andalusia también estaba acostada, pero no parecía que lo estuviera pasando mal. Cathryn la examinó, luego consideró la situación. Ricky usaba toda su energía manteniendo quieta la cabeza de Sable; Lewis estaba aplicando presión sobre la yegua para ayudar a Floyd a girar al potro.

– Andalusia está bien, pero ya está a punto. Me quedaré con ella.

El sudor corría por la cara de Lewis.

– ¿Sabes que hacer? -gruñó.

– Sí, no te preocupes. Llamaré si hay algún problema.

Andalusia levantó la cabeza gris perla y relinchó suavemente cuando Cathryn entró en la cuadra, luego dejó caer de nuevo la cabeza sobre el heno. Cathryn se arrodilló a su lado, acariciándola tiernamente y murmurando que no estaba sola. Los grandes y oscuros ojos del animal se posaron en Cathryn con una serenidad conmovedora, casi humana.

Los costados de la yegua se movieron con otra contracción y unos diminutos y afilados cascos aparecieron. Andalusia no necesitó ninguna ayuda. En unos minutos el potro se retorcía en el heno, todavía dentro de la brillante bolsa. Rápidamente Cathryn cortó la bolsa y liberó al animalito, luego cogió un paño suave y seco y empezó a frotarlos con movimientos largos y rítmicos. Se inclinó sobre el heno cuando la yegua empezó a luchar para ponerse en pie. Cathryn se tensó, lista para agarrar al potro y salir corriendo si la yegua no aceptaba al bebé. Pero Andalusia sopló suavemente por el hocico y se acercó para investigar a la criatura que estaba temblando en el heno. Su lamido cariñoso y maternal tomó el lugar del paño de Cathryn.

El pequeño potro marrón lucho para apoyarse sobre sus patas delanteras, y tan pronto como lo consiguió, intentó hacer lo mismo con las patas de atrás. Las patas de delante lo traicionaron y se derrumbó. Después de varios intentos sin conseguirlo, logró ponerse en pie, luego miró alrededor con la confusión de un bebé, sin estar seguro de que hacer ahora. Afortunadamente Andalusia era una experta. Suavemente empujó al potro hacia la dirección correcta y el instinto hizo lo demás. En pocos segundos estaba mamando codiciosamente con sus pequeñas y delgadas patas muy separadas y en un precario equilibrio.

Cuando Cathryn regresó a la otra cuadra, Ricky estaba arrodillada al lado de un potro extraordinariamente pequeño, frotándolo y canturreándole dulcemente. Lewis y Floyd todavía estaban ayudando a la yegua y Cathryn comprendió inmediatamente que era un nacimiento doble. Su corazón se encogió, porque en los casos de gemelos era frecuente que uno de los potros o incluso los dos no lograran sobrevivir. Por el aspecto de la pequeña y débil criatura que estaba con Ricky, las probabilidades estaban en contra de ella.

El otro potro estuvo pronto sobre el heno. Era más grande que el otro, aunque las marcas eran casi idénticas. Eran una pequeña y activa potranca, que inmediatamente empezó a luchar para levantarse y alzó la pequeña y orgullosa cabeza para inspeccionar el nuevo y extraño mundo en el que vivía.

Floyd se quedó atendiendo a Sable mientras Lewis fue a examinar al otro potro.

– No creo que la potrilla sea lo suficiente fuerte para sobrevivir -dijo dudando al observar el aspecto enfermizo del animal. Pero nadie en Bar D dejaba morir un caballo. Trabajaron toda la noche con la potranca, resguardándola del frío, frotándola para estimular la circulación, haciendo pasar por su garganta un poco de leche materna. Pero estaba muy débil y poco después de la salida del sol murió sin haberse podido poner en pie.