– Lewis me ha contado lo de la otra noche -murmuró-. Me dijo que tú sola ayudaste a Andalusia. ¿Tuviste algún problema?

– No, la yegua sabía lo que tenía que hacer.

– Es una buena madrecita -dijo él con voz somnolienta-. Fue una pena lo del otro potro. Hace unos años tuvimos unos gemelos que sobrevivieron, pero fue difícil. El potro más pequeño nunca alcanza a su gemelo en tamaño o fuerza, pero era una potranca muy dulce. Era tan pequeña que temí que la mataran si intentaba que la criara alguna otra yegua, así que la vendí a una familia que quería un caballo tranquilo para sus hijos.

Cathryn se sintió culpable por no ir a comprobar como le iba a la otra yegua y dijo con vacilación.

– ¿Está…? ¿Lewis te ha dicho algo sobre Sable? ¿Cómo está?

– Está bien. ¿Has visto a la potranca?

– No, desde que nació no. Es una cosita fuerte, alta y juguetona. Se puso en pie enseguida.

– Su padre es Irish Gale. Parece ser que engendra potrillas rápidas en vez de potros. Eso no es bueno; la mayoría de las potrancas no pueden correr con los muchachos, aunque sean rápidas.

– ¿Y Ruffian? -preguntó Cathryn, indignada en nombre de las potrancas-. Y una potrilla ganó el Derby no hace mucho años, sabelotodo.

– Cariño, incluso en las Olimpiadas las mujeres no compiten contra los hombres, y lo mismo pasa con los caballos… excepto en casos especiales, aislados -concedió. Sus ojos se cerraron lentamente y refunfuñó-. Tengo que levantarme. Hay mucho que hacer.

Empezó a asegurarle que todo estaba bajo control, pero se dio cuenta que se había dormido y no quiso molestarlo. Había notado que dormir era el mejor remedio para sus dolores de cabeza. Que descansase mientras podía. Pronto, probablemente demasiado pronto, obligaría a su cuerpo a trabajar. Era la primera vez en estos días que había mencionado el levantarse, pero sabía que no sería la última.

Cuando salió, el calor la golpeó. Probablemente no hacía más calor que antes, pero el cansancio hacía que lo sintiera más intensamente. No eran sólo los abrasadores rayos de sol. También estaba el calor que se elevaba en brillantes ondas de la tierra y la golpeaban en la cara. Había sido un caluroso día de julio como éste cuando Rule la había… Olvídalo, se dijo severamente. Tenía trabajo que hacer. Había esquivado su deber de ayer, y hoy estaba decidida a compensarlo.

Entró en el establo donde parían las yeguas para saber como les iba a las nuevas madres y a sus potros. Floyd la aseguró que Sable se encontraba bien después de la dura experiencia, luego la invitó a que lo ayudara cuando otra yegua se pusiera de parto. Cathryn lo miró dudosa y él se rió.

– Lo hizo muy bien con Andalusia, señorita Cathryn -la aseguró.

– Andalusia lo hizo muy bien -corrigió ella riendo-. Y a propósito, ¿sabe dónde está Lewis?

Floyd frunció el ceño pensativo.

– No estoy seguro, pero creo que esta mañana lo he visto con Ricky en la camioneta yendo hacía los pastizales -apuntó al este, allá donde ella sabía que había una pequeña manada pastando.

Si Ricky estaba en la camioneta lo más probable era que Lewis estuviera con ella, pensó Cathryn astutamente al haberse enterado de la relación entre ellos. Se sentía dividida entre el alivio porque evidentemente Ricky había desviado sus atenciones hacia Rule y la simpatía hacia Lewis. ¿Es que no sabía él que Ricky no era más que un problema?

De repente oyó un grito que le heló la sangre en las venas. Se quedó allí de pie congelada, mirando fijamente a Floyd y vio reflejada en su cara el mismo horror.

– ¡Fuego! ¡Fuego en los establos!

– Oh, Dios mío -gimió, saliendo de golpe de su hechizo, poniéndose rápidamente en movimiento y empezando a correr hacia la puerta. Floyd corrió tras ella con la cara pálida. ¡Fuego en los establos! Era una de las peores cosas que podían ocurrir en un rancho. Los animales se aterrorizaban y a menudo se resistían a los esfuerzos para salvarlos, acabando todo en tragedia. Y mientras corría la asaltó el pánico de que si Rule oía la conmoción se obligaría a levantarse y se haría daño al intentar ayudarlos.

– ¡Fuego!

– ¡Oh, Dios mío! ¡Tranquilízate! -gritó. El trabajador estaba aterrorizado. Luego la vio mirar hacia la casa y pareció comprender. El humo negro salía casi perezosamente por las puertas abiertas y Cathryn podía oír los relinchos asustados de los caballos, pero no veía llamas.

– Aquí -alguien le puso una toalla mojada en la cara y ella se lanzó al oscuro interior, tosiendo tras la toalla cuando le humo acre se le metió en los pulmones. No podía notar ningún calor, pero no era momento de buscar donde estaban las llamas; primero eran los caballos.

Los animales asustados se levantaban sobre las patas delanteras y daban patadas a la madera de sus cuadras. Cathryn buscó palpando una puerta y la abrió, mirando a través del humo y reconoció a Redman, el caballo favorito de Rule.

– Tranquilo, tranquilo -canturreó, inspirando profundamente y apartando la toalla de su cara para ponerla sobre los ojos del caballo. Eso lo apaciguó lo suficiente para permitirla que lo guiara velozmente hacia fuera, hacia el aire fresco. Tras ella, otros caballos eran conducidos al exterior rápidamente en una rápida operación. Los trabajadores ayudaron a calmar a los animales.

El fuego fue dominado antes de que ardieran las llamas. Por suerte no habían llegado al heno o el establo entero habría ardido en pocos minutos. Un joven a quien Rule había contratado un par de meses antes descubrió la fuente del humo en el cuarto de los arreos, en donde había un cubo de basura que era donde había comenzado el fuego y se había extendido a las mantas de las sillas y el cuero. Los arreos se habían quemado, el cuarto estaba ennegrecido y chamuscado, pero todos respiraron aliviados porque no había sido peor de lo que hubiera podido ser.

Asombrosamente, Rule no se había enterado de la conmoción. Probablemente el zumbido del aparato de aire acondicionado había enmascarado el ruido. Cathryn suspiró sabiendo que tendría que contárselo y sabiendo que se pondría furioso. Un fuego en los establos era algo que no habría ocurrido si él hubiera estado al mando. Sabiendo que el jefe estaba fuera del camino, alguien había tenido el descuido de dejar encendida una cerilla o un cigarrillo, y sólo la suerte había impedido que las cosas hubieran ido mucho peor. Desde luego una gran parte de los arreos tendrían que ser sustituidos. Había intentado con tanto ahínco hacerlo bien y tenía que pasar algo así.

Sintió el brazo reconfortante de Lorna alrededor de sus hombros caídos.

– Vamos a la casa, Cathryn. Tendrías que darte un buen baño caliente. Estás negra de los pies a la cabeza.

Mirándose, Cathryn vio que su ropa que sólo un poco antes estaba limpia, ahora estaba mugrienta de hollín. Podía sentir la ceniza sobre su cara y su pelo.

La sensación de que le había fallado a Rule fue todavía más fuerte mientras estaba bajo la ducha. No podía ni empezar a imaginarse lo que él diría cuando se lo contara.

Él había encendido una radio que tenía al lado de la cama y eso había evitado que oyera todo el ruido. La miró cuando abrió la puerta y sus ojos se cerraron en finas rendijas. Observó el pelo mojado y la ropa diferente que llevaba ella y apretó los dientes.

– ¿Qué ha pasado? -hizo rechinar los dientes.

– Ha habido un… un fuego en el cuarto de los arreos -tartamudeó ella, acercándose indecisa un paso-, no se propagó -aseguró rápidamente viendo el oscuro horror que se extendió por su cara-. Todos los caballos están bien. Sólo ha sido el… el cuarto de los arreos. Lo de dentro lo hemos perdido casi todo.

– ¿Por qué no me lo ha dicho nadie? -preguntó con los dientes apretados.

– Ha sido decisión mía. No había nada que pudieras hacer. Primero sacamos los caballos y…

– ¿Tú has entrado en el establo? -ladró él, alzándose sobre su codo y estremeciéndose por el dolor que eso le había causado. Fuegos rojos empezaron a arder en las profundidades oscuras de sus ojos, y de repente ella sintió como los escalofríos le recorrían la espalda. Él estaba más que enfadado; estaba enfurecido, apretando los puños.

– Sí -admitió ella, sintiendo las lágrimas en sus ojos. A toda prisa parpadeó para evitarlas. No era una niña para echarse a llorar cuando alguien la gritaba-, las llamas no salieron del cuarto de los arreos, a Dios gracias, pero los caballos tenían miedo y…

– Dios mío, mujer, ¿es que eres estúpida? -rugió él-. ¡De todas las cosas imprudentes y estúpidas que podía hacer…!

Ella era estúpida, porque al final las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

– Lo siento -se atragantó-. ¡No pretendía que pasara esto!

– ¿Entonces qué pretendías? ¿No puedo dejar de vigilarte ni un minuto?

– ¡Ya te he dicho que lo siento! -se quedó sin aliento y repentinamente no pudo quedarse allí y seguir escuchando el resto-, volveré más tarde -sollozó-, tengo que enviar a alguien al pueblo para que compre más arreos.

– ¡Maldita sea, vuelve aquí! -rugió él, pero ella salió corriendo y cerró la puerta tras ella de un golpe. Se quitó las lágrimas de un manotazo y entró en el cuarto de baño para mojarse la cara con agua fría hasta que la mayor parte de la rojez hubo desaparecido. Sólo quería ocultarse en su cuarto, pero el orgullo hizo que se enderezara. Había trabajo que hacer, y no iba a dejar que otro llevara sobre sus hombros la carga de ella.

Capítulo 11

Alguien había avisado a Lewis, y la camioneta vino a toda velocidad a través de los pastizales y frenó en el patio. Lewis estuvo fuera en un momento y agarró el brazo de Cathryn tan fuerte que casi fue doloroso.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó tenso.

– El cuarto de los arreos se ha incendiado -dijo ella cansadamente-. Pudimos dominar el fuego antes de que se propagara, pero los arreos han quedado inservibles. Todos los caballos están bien.

– Maldición -juró él-. Rule se va a poner furioso.

– Ya lo está -intentó sonreír-. Se lo he dicho hace un momento. Furioso es un adjetivo muy suave.

Lewis juró otra vez.

– ¿Sabes cómo ha empezado el fuego?

– Por algún motivo el cubo de basura se ha incendiado; parece que el fuego ha empezado allí.

– ¿Quién ha estado en el cuarto de los arreos esta mañana? Y lo que es más importante, ¿quién estaba allí cuando ha pasado?

Lo miró inexpresivamente.

– No lo sé. No se me ha ocurrido preguntar.

– Cuando averigüe quién es el responsable ya puede empezar a buscar otro trabajo. Nadie, absolutamente nadie, puede fumar cerca de un establo.

A Cathryn le pareció que nadie admitiría haber fumado y ocasionado el fuego, pero por la expresión decidida de la cara de Lewis más valía que alguien confesara o todos iban a tener problemas. Se dio cuenta de que no podía hacer acopio de la suficiente energía como para preocuparse. Miró alrededor vagamente, dándose cuenta de que Ricky tampoco se preocupaba; iba hacia la casa, retorciéndose el pelo hacia arriba y prendiéndolo descuidadamente sobre la cabeza.

El hedor del humo todavía podía sentirse en el aire caliente, manteniendo a los caballos inquietos. Ruidos sordos resonaban por el establo cuando los animales nerviosos daban patadas en sus cuadras. Todo el mundo estaba ocupado tratando de calmarlos para evitar que se hirieran. Cathryn dejó de intentar mantener tranquilo a Redman en su establo y lo hizo andar alrededor del patio. Parte del problema era que no estaba acostumbrado a estar encerrado, pero con Rule imposibilitado nadie le había hecho hacer el ejercicio que él pensaba que era legítimamente suyo.

De golpe le apeteció un paseo. Cathryn estuvo a punto de pedir una silla cuando recordó que no había. Apoyó la cara en el musculoso cuello del caballo y suspiró. Un día que había empezado tan bien se había convertido en una pesadilla, y parecía que no había manera de escapar.

Lewis preguntaba sistemáticamente a todos y cada uno de los trabajadores del rancho, pero Cathryn sabía que el cubo de basura podía haberse empezado a quemar lentamente antes de que empezaran a salir las llamas, y había muchos trabajadores que todavía debían estar fuera, ya que habrían salido a primera hora de la mañana y no regresarían hasta el crepúsculo. Llamó a Lewis.

– Por favor, deja esto hasta más tarde -solicitó, luego le explicó su razonamiento-. Ahora mismo tenemos mucho trabajo. Hay que notificar a la compañía de seguros y estoy segura de que querrán venir a inspeccionar.

Lewis era demasiado observador para que se le pudiera ocultar algo durante mucho tiempo. Sus duros ojos la observaron durante largo tiempo y su fría expresión se suavizó ligeramente.

– ¿Has estado llorando? No dejes que te afecte tanto. Un fuego es algo serio, pero los daños podrían haber sido peores.