– Lo sé -contestó tensa-. Pero debería haberlo comprobado todo y no lo hice. Es culpa mía que haya pasado esto.

Lewis cogió las riendas de Redman.

– ¡Y un cuerno que es por tu culpa! Nadie te puede exigir que metas las narices en cada esquina…

– Rule lo hubiera descubierto.

El hombre abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró porque ella tenía razón. Rule lo hubiera descubierto. No había nada en el rancho que le pasara desapercibido.

– ¿Qué ha dicho Rule?

– Ha dicho bastante -contestó Cathryn crípticamente, sonriéndole tristemente.

– ¿Tanto?

A su pesar esas estúpidas lágrimas empezaron a quemarle de nuevo los ojos.

– ¿Quieres que empiece con los insultos o nos centramos en el tema principal?

– Seguramente estaba disgustado -dijo Lewis incómodo.

– ¡Vaya que sí!

– Seguro que no pensaba lo que decía. Es sólo que un fuego en el establo es bastante serio…

– Lo sé. No lo culpo -y realmente no lo hacía. Su reacción era comprensible. Podría haber visto que mucho del trabajo que había hecho tan duramente durante años desapareciera con el humo, y sus queridos caballos habrían muerto de una manera horrible.

– Se tranquilizará y te pedirá perdón. Ya lo verás -prometió Lewis.

Cathryn clavó los ojos en él con una mirada dudosa y el hombre pareció avergonzarse. La idea de Rule Jackson disculpándose era más de lo que ella podría imaginarse, y al parecer Lewis también lo pensaba.

– Si hay alguien culpable ese soy yo -suspiró Lewis-. Debería estar aquí, pero en lugar de eso estaba… -se calló bruscamente.

– Lo sé -Cathryn se estudió las puntas de las botas, sin saber si debía decir algo más, pero las palabras burbujearon fuera-. No la hagas daño, Lewis. Ricky ha tropezado con muchas piedras en su vida, y ahora mismo no puede enfrentarse a más heridas.

Los ojos de él se entrecerraron.

– Sólo podría hacerla daño si ella fuera en serio, pero no es así. Está jugando conmigo, usándome como entretenimiento. Lo sé, y le sigo el juego. Cuando tome una decisión, ella será la primera en saberlo. Pero por ahora no estoy preparado.

– ¿Es que los hombres están preparados alguna vez? -preguntó ella amargamente.

– A veces sí. Recuerda lo que te dije antes, las mujeres son un hábito que es difícil de romper. Son como esas pequeñas cosas que calientan la sangre de un hombre, como el olor de una comida caliente cuando llegas reventado, o el que te froten la espalda, las risas, incluso las peleas. Es realmente especial cuando puedes tener una fuerte discusión con alguien y sabes que aún así ese alguien te sigue amando.

Sí, eso sería especial. Y lo realmente doloroso era tener una fuerte discusión con un hombre al que amas pero que sospechas que él no te ama a ti. Cada palabra enfadada de Rule la desgarraba como un cuchillo.

– Toma por ejemplo a Ricky -habló Lewis arrastrando las palabras-. Ha estado casada dos veces, pero sólo ha sido un objeto decorativo. ¿Por qué crees que pierde el tiempo trabajando con los caballos? Es lo único que la hace sentir útil. Lo que necesita esa mujer es un hombre que la dejara que cuidara de él.

– ¿Eres tú ese hombre?

Sus anchos hombros se encogieron.

– He estado cuidando de mí mismo durante mucho tiempo, y ese es otro hábito difícil de romper. ¿Quién sabe? ¿Te importaría si fuera yo?

Cathryn lo miró sobresaltada.

– ¿Por qué debería importarme?

– Soy un hombre difícil, y he visto muchos problemas.

A ella no le quedó más remedio que sonreír.

– Y apostaría que también te has metido en ellos.

Lewis también empezó a sonreír; en ese momento oyeron el ruido de un coche y los dos se giraron para mirar al vehículo que llegaba por el camino.

– ¿Quién debe ser? -preguntó ella alzando la mano para proteger sus ojos del sol mientras miraba.

Al cabo de un momento Lewis gruñó.

– Creo que es ese tipo, Morris.

Cathryn masculló una palabra poco halagadora.

– Desde luego es muy insistente, ¿verdad? No le gusta aceptar un no como respuesta.

– Yo no estaba seguro de que no fuese esa la respuesta -dijo Lewis lacónicamente, mirándola.

– Bueno, pues lo es -le contestó convencida. No podría decir cuando lo había decidido. Quizás siempre había sabido que no sería capaz de vender el rancho. Estaba demasiado atada al pasado y al futuro de ese pedazo de Texas.

– Redman ya se ha tranquilizado -indicó Lewis cuando Ira Morris salió de su coche-. Lo llevaré a su cuadra.

Ella quedó allí de pie, esperando a su inoportuno visitante, dejando la expresión en blanco.

– Señor Morris -dijo en tono neutro.

– Señora Ashe. He oído en el pueblo que esta mañana ha tenido algunos problemas -sus fríos ojos miraron el establo y Cathryn se asombró de lo rápido que se habían extendido las noticias.

– ¿Ha venido para ver si tenía que retirar su oferta? -preguntó ella dulcemente-. Como puede ver, los daños son pocos y ningún caballo ha resultado herido. Pero le ahorraré tiempo y molestias diciéndole sin rodeos que no voy a vender el rancho.

El hombre no pareció sorprenderse; simplemente la miró decidido.

– No se precipite con esa decisión. Aún no ha oído mi oferta. Cuando la gente empieza a hablar de centavos y dólares reales, muchos cambian de opinión.

– Yo no voy a hacerlo. Nací en esta casa y pienso morir aquí.

Sin hacerla ningún caso, dijo una cantidad de dinero que la hubiera sobrecogido si tuviera dudas. Pero como no las tenía, no se sintió tentada. Negó con la cabeza.

– No me interesa, señor Morris.

– Con tanto dinero podría usted vivir cómodamente el resto de su vida.

– Ahora ya vivo cómodamente. Estoy donde quiero estar, haciendo lo que quiero hacer. ¿Por qué iba a renunciar a ello por dinero?

Él suspiró y se metió las manos en los bolsillos.

– Piense en ello. Una casa es sólo una casa. Un trozo de tierra es sólo un trozo de tierra. Hay otras casas, más tierras. Este tipo de vida no es la adecuada para usted. Mírese. Lleva escrito en usted gran ciudad por todas partes.

– Lo que llevo por todas partes, señor Morris, es polvo. Polvo de Texas. Mi polvo. Viví en Chicago durante varios años, sí, pero no había día que no pensara en este rancho y no deseara volver aquí.

Sin un solo cambio en su expresión, el hombre subió la oferta.

Cathryn empezó a sentirse acosada.

– No. No. No estoy interesada en ningún precio -dijo firmemente.

– Podría viajar por todo el mundo…

– ¡No!

– Se podría comprar joyas y pieles.

Sintiéndose presionada y a punto de perder el control, Cathryn apretó la mandíbula.

– No tengo intención de vender -dijo fríamente-. ¿Por qué no puede convencerse?

– Señora Ashe -advirtió él-, si está intentando que suba otra vez mi oferta, no le dará resultado. He hablado con el señor Jackson y el me dio una orientación de lo que puede costar este rancho. Estoy en el mercado de los caballos y me gusta la idea de poseer mi propio rancho; y no sólo eso, también me dieron a entender que usted volverá pronto a Chicago.

Cathryn quedó tan asombrada que casi dejó de respirar. Lo agarró por el brazo.

– ¿Qué? -jadeó.

– He dicho que he hablado con su gerente. Usted misma me dijo que es el que más sabe de caballos de aquí, así que lo más lógico era preguntarle a él. El señor Jackson también me dijo que probablemente usted se marcharía.

– ¿Cuándo ha hablado con él?

– Anoche. Por teléfono.

La habitación de invitados no tenía teléfono, así que supuso que alguien se lo había llevado al dormitorio para que lo usara. ¿Pero por qué iba a hablar Rule con ese hombre? Él estaba absolutamente en contra de vender el rancho… ¿o no? ¿Qué estaba pasando?

– ¿Qué es lo que le dijo el señor Jackson? -exigió ella.

– No hablamos mucho. Simplemente me comentó que creía que usted volvía a Chicago y que vendería si el precio era razonable, y discutimos cual debería ser ese precio. Por la información que él me dio, creo que mi última oferta es más que justa.

Cathryn respiró temblorosamente.

– ¡Bueno, pues él estaba equivocado en lo que pensaba, y usted también! -estaba tan alterada que temblaba, y dudó entre la furia o las lágrimas. ¿Qué es lo que estaba pasando? No sabía a lo que jugaba Rule Jackson, pero iba a descubrirlo ahora mismo-. La respuesta es no, señor Morris, y es mi última respuesta. Siento que haya perdido el tiempo.

– Yo también lo siento -dijo él con los dientes apretados-. Yo también lo siento.

No espero a que él se fuera. Dio media vuelta y casi corrió hacia la casa, concentrada únicamente en ver a Rule y averiguar por qué le había dicho al señor Morris que iba a vender. ¿Estaba tratando de echarla? ¡No, no podía hacer eso! La noche anterior la había hecho el amor como si no pudiera tener bastante de ella. ¿Pero… por qué?

Pasó rozando a Lorna sin ni siquiera verla y subió rápidamente las escaleras. Sin avisar abrió la puerta del dormitorio de Rule de par en par.

Al principio los cuerpos enmarañados en la cama no tuvieron ningún significado para ella y los miró inexpresivamente; luego comprendió lo que veía y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para evitar derrumbarse en el suelo. De todos los golpes que había soportado ese día, éste era el peor. La golpeó en el estómago y le sacó todo el aire del cuerpo. Le rasgó las entrañas y la sangre abandonó su cara. Ricky estaba en la cama con Rule, el brazo alrededor de su cuello, la boca pegada a la suya mientras se frotaba contra él y sus manos acariciaban el cuerpo duro y musculoso. Tenía la blusa abierta, medio sacada de los vaqueros. La mano de Rule estaba enredada en su pelo.

Entonces el horror de desvaneció de la mente de Cathryn y vio la escena claramente. Rule no le sostenía la cabeza a Ricky; le estiraba del pelo intentando liberar su boca del decidido ataque. Finalmente logró separarla y refunfuñó:

– Maldita sea, Ricky, ¿pararás de una vez? ¡Déjame solo!

La furia explotó en las venas de Cathryn. No se dio cuenta de haber ido hacia la cama. Una niebla roja le nubló los ojos, enturbiando su visión cuando agarró el cuello de la camisa de Ricky y la apartó del cuerpo de Rule. La furia le dio una fuerza que no sabía que tenía.

– Ya basta -le chirriaron los dientes, las palabras eran como arena que desgarraba su garganta-. Se ha acabado.

– ¡Oye! -chilló Ricky cuando Cathryn la empujó hacia la puerta-. ¿Que te crees que haces? ¿Te has vuelto loca?

Sin una palabra, tan enfadada que no podía ni hablar, Cathryn arrastró a la otra mujer atravesando la puerta y cerrándola de un golpe detrás de ellas, sin oír el grito ronco de Rule que le decía que volviera.

El pasamano de las escaleras parecía hacerle señas locamente y la tentación fue dulce como el azúcar, pero en el último momento un atisbo de cordura hizo que Cathryn se controlar y no lanzara a Ricky por las escaleras. Las damas no hacían cosas así, o eso fue lo que se dijo a sí misma cuando obligó a Ricky a trotar por el pasillo, manejando a la joven con tanta facilidad como si fuera sólo una niña. Ricky gritaba y lloraba tan fuerte como para despertar a los muertos, pero Cathryn la hizo enmudecer con un rugido.

– ¡Cállate! -y la metió rápidamente en la propia habitación de Ricky.

– ¡Siéntate! -bramó, y Ricky se sentó-. ¡Te lo advertí! Te dije que te mantuvieras alejada de él. Es mío y no toleraré ni un minuto más que vayas rodándolo para tirarte encima de él, ¿te has enterado? ¡Haz las maletas y vete!

– ¿Que me vaya? -Ricky parecía aturdida, con la boca abierta-. ¿A dónde?

– ¡Ese es tu problema! -Cathryn abrió el armario y empezó a sacar las maletas. Las tiró sobre la cama y las abrió, y luego empezó a abrir cajones y echó de cualquier manera su contenido en las maletas.

Ricky se levantó de un salto.

– ¡Oye, no me des toda la culpa a mí! ¡No es que le estuviera violando precisamente! A Rule nunca le ha bastado una mujer.

– ¡A partir de ahora le bastará! ¡Y no trates de hacerme creer que él te invitó a su cama, porque no me lo creo!

Ricky miró encolerizada la maraña de ropa.

– ¡Oye! ¡Deja de tratar mi ropa así!

– ¡Pues haz tú las maletas!

Bruscamente Ricky se mordió el labio y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Cathryn la miró con repugnancia mezclada de asombro, preguntándose como alguien podía llorar y al mismo tiempo parecer tan hermosa. Nada de nariz roja y goteando, nada de cara enrojecida, sólo lágrimas deslizándose con elegancia.

– Pero no tengo ningún sitio donde ir -susurró Ricky-. Y no tengo dinero.

La puerta se abrió y entró Mónica, frunciendo el ceño molesta.

– ¿Es que tenéis que ir peleándoos por la casa como dos luchadores? ¿Qué es lo que pasa?