– Eso no habría sido justo, mamá -respondió Jilly pacientemente.
Pero tampoco era que lo arreglasen para que no ganara. Y ya se estaba hartando de disculpar a Richie en todo momento.
Pero de haber ganado, Max no habría aparecido para llevarla a casa en la limusina con chofer. No la habría compadecido. No la habría besado. Se preguntó si le resultaría fácil convencerlo de que la besara otra vez con la excusa de que eso pondría realmente celoso a Richie.
Acababa de colgar cuando llamó Harriet.
– ¿Vas a venir a ver los vestidos, Jilly?
A Jilly le resultó algo embarazoso quedarse con ropa de Charlotte, pero Harriet, aleccionada por Max, le estaba apartando mucha más ropa de la que Jilly se habría atrevido a elegir.
– Estoy encantada con que Max haya decidido deshacerse de esto. No es bueno aferrarse al pasado de esa manera, ¿no te parece? ¡Ah, éste sí que te va a sentar bien, Jilly! -Harriet puso un vestido de tejido de lana entre el montón que iban a llevar al apartamento de Jilly.
– No sé si lo que estamos haciendo está bien, Harriet. Puede que a Max no le guste verme con la ropa de su mujer.
– Cielos santos, criatura, tú no te pareces en nada a Charlotte, y ella nunca se ponía el mismo vestido más de dos o tres veces -Harriet se encogió de hombros-. Las mujeres desgraciadas hacen esas cosas, pero las compras jamás pueden sustituir al amor.
¿Harriet sabía lo de Charlotte y Max?
– ¿Estás segura que no quieres estas pieles? -preguntó Harriet.
– Oh, no, no, estoy completamente segura.
Harriet suspiró.
– Es una pena porque, aunque cuestan un dineral, no creo que la tienda de caridad las quiera tampoco. Las llevaré a Salvation Army, quizá allí tengan uso para ellas.
– ¿Cómo era, Harriet? Me refiero a la señora Fleming.
– ¿Charlotte?
Jilly asintió.
– Una chica de oro. Lo tenía todo: belleza, dinero y alcurnia.
– Pero no era feliz.
Harriet se enderezó.
– Max me lo ha contado todo -añadió Jilly.
– ¿Sí? ¿Te ha dicho lo maravillosa que ella era y que fue culpa de él que Charlotte muriese? -Harriet sacudió la cabeza-. Charlotte no tenía por qué haberse casado con Max, Jilly. Lo que le pasó es que no pudo soportar perder los privilegios de los que había gozado siempre, por eso se casó con Max.
Harriet llenó los brazos de Jilly de vestidos.
– No podía soportar vivir sin este lujo -continuó Harriet.
– Esto debe costar una fortuna.
– Se casó por Max por dinero. Al final, lo único que hacía era gastar y gastar. Bueno, dime, ¿qué te vas a poner para salir esta noche?
Jilly miró al montón de vestidos que tenía.
– No lo sé, hay tantos.
– Pruébate el negro -dijo Harriet señalando a un vestido que Jilly había desechado.
– Nunca me visto de negro.
Como era morena, nunca se había visto bien vestida de negro.
– Vamos, pruébatelo. Ahora que te han puesto reflejos en el pelo, seguro que te está bien. Y hay un abrigo de terciopelo negro por alguna parte, uno parecido al gris que llevaste anoche.
Jilly agrandó los ojos.
– ¿Cómo sabes qué abrigo llevaba puesto anoche?
Harriet sonrió traviesamente.
– ¿No te has visto en el London News? El periódico está en la cocina.
Max Fleming y Jilly Prescott a su llegada a Spangles anoche. Amanda miró la fotografía y luego a su hermanó, el hombre que había evitado todo tipo de reunión social desde la muerte de su esposa. En la foto, Max aparecía del brazo de una chica que, al conocerla, a Amanda le había parecido demasiado joven, demasiado corriente y demasiado poca cosa para ser empleada de su agencia. Al parecer, se había equivocado y Jilly Prescott había conseguido atraer la atención de Max cuando no lo habían logrado algunas de las chicas más encantadoras de Londres.
Aquella chica, con la actitud directa y sencilla propia de la gente del norte de Inglaterra, había conseguido llegar al corazón de Max. Quizá se debiera a que le había necesitado.
Amanda dejó el periódico en la mesa de centro y, con voz neutral, dijo:
– Max, la verdad es que no sé qué decir.
– No tienes nada que decir, Mandy. Lo único que quería era contártelo yo mismo antes de que lo vieras en los periódicos y sacaras conclusiones equivocadas. Y como alguien va a acabar llamando a mamá para contárselo, y mamá te va a llamar a ti…
– Ya, no sigas.
Max se encogió de hombros.
– ¿Y en serio no hay nada de verdad en este aparente romance? -insistió Amanda-. ¿Estás seguro que es sólo para provocar los celos de Rich Blake?
– ¿No te pasas la vida diciendo que debería salir más?
– Sí, así es, pero tú nunca me haces caso.
– Pues ahora he decidido seguir tus consejos.
– Ya -Amanda se pasó una mano por la manga de la chaqueta del traje-. Bueno… tendrás cuidado, ¿verdad, cariño?
– ¿Cuidado? Amanda, querida, ¿qué estás insinuando?
Amanda decidió seguirle el juego a su hermano.
– Sólo que, si Rich Blake se pone realmente celoso, puede que se empeñe en ponerte un ojo morado.
– Si eso hace feliz a Jilly, valdrá la pena.
– ¿En serio? -¿se daba cuenta su hermano de lo que estaba diciendo?-. Ya sé que es una excelente taquimecanógrafa, Max, pero te aconsejo que no vayas tan lejos en tu papel de caballero andante. Una pelea en un club nocturno sería algo poco digno.
El vestido negro sólo había necesitado que la experta mano de Harriet le diera unas puntadas para sentarle perfectamente a Jilly.
Se puso unos pendientes de plata que describían delicadas espirales y una gargantilla que su madre le regaló al cumplir los dieciocho años. Después, se calzó los elegantes zapatos negros de tacón algo que Max le había comprado al darse ella la vuelta y que debían costar el sueldo de varias semanas de mucha gente.
Jilly se contempló en el espejo. Frunció el ceño. Quizá fuera el pelo, o el sofisticado maquillaje, pero parecía mayor. No, no era eso, lo que parecía era diferente. Madura. Muy madura. Siempre se había creído algo rellena, pero la línea de aquel vestido enfatizaba unas curvas que ya no parecían excesivas, sino sencillamente tentadoras.
Llamaron a la puerta.
– Entra -respondió Jilly, alzando la voz.
Entonces, agarró el abrigo de terciopelo negro y salió del dormitorio para entrar en el cuarto de estar. Había supuesto que era Harriet, que le había prometido ir para ver si necesitaba algo más.
Pero no era Harriet, sino Max. Alto y sumamente atractivo. En la puerta, Jilly se detuvo en seco.
– Yo… iba de camino para la casa.
Max sintió la garganta seca. No sabía… no había tenido tiempo para… prepararse. La transformación de Jilly le dejó asombrado.
– Un caballero siempre va a buscar a la dama, Jilly. Me parece que voy a tener que llamar a Amanda para que me tenga a otra secretaria para el lunes.
– Max, ya te lo he dicho, pase lo que pase con Richie, voy a quedarme aquí hasta que vuelva Laura.
Se lo había dicho, pero él no sería capaz de trabajar con ella sabiendo que cada noche acudiría a los brazos de otro hombre. Max le quitó el abrigo y lo sostuvo para que ella deslizara los brazos por las mangas. Y mientras Jilly le daba la espalda, Max dijo:
– ¿Riche Blake? No estaba pensando en él. En realidad, como tu señor Blake no se dé prisa, se le van a adelantar.
Jilly se dio media vuelta. ¿Qué había querido decir con eso? Pero Max tenía llevaba una sonrisa ilegible en los labios.
– ¡Dios mío! ¿Es eso a lo que tú llamas un halago?
– ¿Qué más quieres?
Todo. Jilly lo quería todo. Pero contestó.
– Algo más personal. ¿O tan falto de práctica estás?
Max tragó saliva. Él había empezado, pero no había anticipado que le fuera a resultar tan difícil parar. Se encogió de hombros y logró sonreír.
– ¿Eso crees? Bien, puede que sea así. Vamos a ver.
Max dio un paso atrás y, con la mano en la barbilla, le paseó la mirada por todo el cuerpo, de pies a cabeza.
Jilly deseó fervientemente no haber dicho nada. Esperó con el rubor subiéndole por las mejillas mientras él le clavaba los ojos en el escote. Jilly hizo ademán de abrocharse el abrigo; pero Max, sin decir nada, le amonestó moviendo un dedo. Entonces, cuando completó la inspección, cuando lo único que podía oírse era el tictac del reloj y los latidos del corazón de Jilly, Max le clavó los ojos en los suyos.
– ¿Qué más quieres que diga, Jilly?
– Nada -contestó ella rápidamente, haciendo un movimiento para recoger el bolso que tenía encima de la mesa.
Los ojos de Max habían dicho más que suficiente. Le habían dicho que era una chica estúpida que no sabía cómo mantener la boca cerrada.
– El pelo te ha quedado muy bonito -dijo Max estirando la mano para retirarle un mechón de pelo de la mejilla-. Ahora comprendo por qué hay que pedirle cita a ese peluquero con meses de antelación.
Jilly era perfectamente consciente de que tenía toda la culpa de encontrarse en semejante tesitura.
– Le escribiré una nota diciéndole que has dado tu aprobación. Estoy segura de que quedará encantado.
– Sé un poco más amable, Jilly, estoy haciendo todo lo que puedo. Como tú misma has señalado, estoy falto de práctica.
«¡Ya, falto de práctica!», pensó Jilly. Entonces, dejó de pensar y empezó a sentir. Sintió frío y luego calor, un calor que dio paso al sofoco.
– ¿No deberíamos marcharnos ya? -sugirió ella con voz ronca.
– También llevas un maquillaje distinto, ¿no?
Max le tocó la barbilla, la obligó a alzar el rostro, a mirarlo. Cerrar los ojos sería mostrar completamente sus sentimientos, pero a Jilly le resultaba muy difícil mirar a esos ojos grises y seguir fingiendo. Le habría gustado saber lo que Max estaba pensando, pero él seguía con esa expresión indescifrable. No, era una expresión burlona.
– Y los ojos se te ven el doble de grandes. Con las gafas y con tanto pelo no lo había notado, pero tienes un color de ojos precioso. Color caramelo. Color miel. Color miel oscura con el sol filtrándose a través.
Jilly quería pedirle que callara, pero no le salían las palabras.
– Puede que la diferencia radique en los reflejos que te han dado en el pelo.
– Puede -respondió Jilly tras un esfuerzo supremo-. ¿Te parece que…?
Pero Max no había terminado.
– El vestido también ha sido una elección muy acertada. Quítate el abrigo.
Jilly no sólo ignoró la sugerencia, sino que empezó a abrochárselo.
– Lo ha elegido Harriet -dijo Jilly, intentando distraerlo.
Pero Max no se dejó distraer.
– Harriet tiene razón: tienes la clase de curvas voluptuosas que se ven mejor cuando las enseñas que cuando las escondes debajo de la ropa…
– Max… -Max estaba bromeando y Jilly no quería que siguiera haciéndolo.
Pero él siguió sin hacerle caso.
– Y los zapatos te quedan muy bien también -Jilly empezó a relajarse, los zapatos no eran peligrosos-. Cuando empezaste a probarte zapatos, me di cuenta de lo bonitos que tienes los pies. Y también tienes unos tobillos muy bonitos.
Y entonces, sin advertirle, la miró a los ojos.
– Pero era de esperar, ya que tienes la clase de piernas que hacen que los hombres tengan sueños húmedos -a Jilly se le incendió el rostro-. Sobre todo, cuando abres la puerta con una camiseta que sólo te llega a…
– Muy gracioso, Max.
– ¿Gracioso?
– Bueno, ahora que te has reído lo suficiente, ¿podemos irnos?
– ¿Quién ha dicho que me estaba riendo?
Durante un momento, Max se quedó completamente inmóvil, mirándola de una forma que la hizo pensar que iba a besarla; a besarla y a deshacer el plan de salir aquella noche. Los labios parecieron hinchársele y quemarle sólo de pensarlo y, en ese momento, Jilly se dio cuenta de lo que le estaba pasando. No quería ir a ninguna parte, excepto a la cama con Max Fleming; sin embargo, a él lo único que parecía interesarle era entregársela a Richie como si fuera un regalo de Navidad.
Y como si quisiera demostrarle lo estúpida que era, Max se dio media vuelta, le agarró el bolso y se lo dio.
– Gracias -dijo ella, evitando que se le notara el temblor del cuerpo.
– ¿Nos vamos ya, Jilly?
Salieron del apartamento y se encaminaron hacia la puerta de la verja, sólo se oían sus pasos y el ruido del bastón en la piedra del sendero.
– Ya veo que no vas a correr ningún riesgo esta noche -dijo Jilly animadamente, en un intento por volver a la normalidad-. Llevas tu barita mágica.
Max abrió la puerta de la verja.
– Nunca se sabe cuándo se va a necesitar -con un poco de suerte, podría conseguir que Rich Blake desapareciera-. Después de usted, señorita Prescott.
El conductor les abrió la puerta.
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