– Gracias, Harriet.

Cuando Jilly llamó a la oficina de su prima, le dijeron que Gemma estaba de vacaciones y que no volvería hasta finales de mes. Jilly colgó y se quedó mirando el teléfono un momento. Richie era la otra única persona que conocía en Londres. No había sido su intención llamarlo hasta no estar bien asentada y poder decirle con aire casual: «Hola. Estoy trabajando en Londres y se me ha ocurrido llamar para saludarte…». Pero aquello era una emergencia. Buscó su número de teléfono en la agenda y marcó.

– Producciones Rich.

– ¿Podría hablar con Richie Blake, por favor?

– ¿Con quién?

– Con Richie… -pero recordó que ahora se llamaba Rich, Rich Blake, la nueva estrella de la televisión-. Con Rich Blake. Soy Jilly Prescott, una amiga suya.

– El señor Blake está en una reunión -la respuesta de la mujer parecía dar la impresión de pensar que estaba hablando con una chica que lo había visto una vez y que intentaba hacer que pareciese conocerlo mejor.

– En ese caso, ¿podría darle un mensaje? -insistió Jilly-. ¿Podría decirle que Jilly Prescott ha llamado? Y dígale también que estoy en Londres y que necesito hablar con él urgentemente, ¿de acuerdo? Dígale que me llame a este teléfono.

Jilly dio el teléfono de Max Fleming, pero no obtuvo respuesta.

– ¿Lo ha anotado?

– Sí. Se lo diré.

Y Jilly vio mentalmente una chica arrugando una nota y tirándola a la basura. Richie se había hecho famoso y, probablemente, cientos de chicas lo llamaban a diario.

Su madre se mostró mucho más contenta de oírla.

– ¡Jilly! Gracias a Dios que has llamado. Acabo de enterarme de que Gemma está de vacaciones -su madre siempre se enteraba de todo-. Tu tía ha venido a casa con una postal que Gemma le ha mandado desde Florida. Se ha ido allí con un novio.

El tono de desaprobación era evidente.

– Sabía que era un error que te marcharas así -continuó su madre-. Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?

¿Le daba una alternativa? ¿No le estaba ordenando que volviera a casa inmediatamente como una chica buena? No, su madre era demasiado lista para hacer eso. Se basaba en la promesa de que volvería a casa si algo salía mal.

¡Por el amor de Dios, tenía veinte años, casi veintiuno! Ya no era una niña. Una mujer de veinte años con una responsabilidad. Su madre tenía que entenderlo, ¿no?

– Mamá, justo en estos momentos tengo que mecanografiar casi medio libro. Hasta no hacerlo, no puedo pensar en nada más -dijo Jilly.

Pero, por una vez, estaba pensando que le gustaría comportarse como su prima, olvidarse de las promesas hechas y hacer lo que le apeteciera.

Gemma era irresponsable, se teñía el pelo, vivía en Londres, y su madre siempre decía que acabaría mal. Quizá fuera así, pero en esos momentos estaba de vacaciones en Florida. Con un novio. Y ella, Jilly, ni siquiera tenía novio. No era que le hubieran faltado proposiciones, pero para ella sólo había habido un chico, Richie, y últimamente éste parecía haberse olvidado de su existencia.

– Debes haberte llevado una gran desilusión -le dijo su madre, ahora mostrándose segura de que Jilly estaría en casa en cuestión de horas-. ¿Qué tal es el trabajo?

Segura de la obediente respuesta de Jilly, se permitía el lujo de mostrar su curiosidad.

– ¿El trabajo? -pero Jilly no se sentía inclinada a ser obediente y amable con nadie en esos momentos-. El trabajo es maravilloso. El señor Fleming estaba tan ansioso de que empezara a trabajar que la señora Garland me ha mandado a su casa en taxi. El salario es cuatro veces lo que ganaba hasta ahora y el baño de la oficina es de mármol.

Un baño de mármol impresionaría a su madre.

– ¿En serio? Y… ¿cómo es el señor Fleming?

– ¿El señor Fleming?

¿Cómo era el señor Fleming? Ningún hombre la había mirado como él lo había hecho, como si se transparentase. Pero eso no iba a decírselo a su madre. De repente, tuvo un momento de inspiración y decidió provocar la compasión de su madre:

– Creo que el pobre ha estado enfermo. Anda con un bastón -eso le hacía parecer hacer visitar regulares al geriatra.

– Oh, pobre hombre… -dijo la señora Prescott con compasión.

Sí, había sido una buena idea lo del geriatra, pensó Jilly.

– Y no podía encontrar a nadie, aquí en Londres, que tomara notas en taquigrafía -eso para los prejuicios de su madre.

– Desde luego, de lo que no va a poder quejarse es de tu trabajo -declaró la señora Prescott con un orgullo que irritó a Jilly.

¿De qué servía ser la mejor en el trabajo si tenía que vivir en casa y trabajar en el despacho de cualquier abogaducho con un sueldo de pena? Quería un trabajo como el que tenía la secretaria de Amanda Garland. Quería llevar un traje que costase una fortuna, que le cortase el pelo alguien que supiera lo que estaba haciendo con las tijeras, y… ¿Qué estaba pensando? No, quería ser Amanda Garland, no su secretaria.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó su madre, sacándola de su ensoñación.

– Es economista y trabaja para el Banco Mundial, busca dinero para financiar la provisión de agua para esos pobres niños de África. Ya sabes, los que ves por televisión -Jilly apeló a la compasión de su madre con esas palabras y, para enfatizarlas, lanzó un dramático suspiro-. No sé cómo va a arreglárselas. En fin, mamá, tengo que dejarte. Aún me queda un montón de trabajo…

Pero su madre no había acabado.

– ¿Has hablado ya con Richie Blake? -mantuvo el tono neutral, pero no pudo disimular del todo su aprensión.

– No, todavía no.

Pero el día aún no había llegado a su fin.

– Bueno, Jilly, será mejor que colguemos para que puedas terminar tu trabajo. Llámame cuando sepas en qué tren vas a volver.

La absoluta certeza de su madre de que iba a dejar el mejor trabajo de su vida para volver a casa sin antes intentar buscar un lugar donde hospedarse hasta que Gemma volviera de vacaciones era una instigación a la rebelión.


A las tres en punto Jilly llamó a la puerta del despacho de Max Fleming, entró y dejó el informe completo encima del escritorio.

Max Fleming miró el informe y luego al reloj, que estaba dando la hora en ese momento. Después, se recostó en el respaldo del asiento y la miró con esos ojos penetrantes grises.

– Dime, Jilly, ¿has estado esperando a que el reloj diera las tres campanadas o ha sido pura coincidencia? Max sabía la respuesta tan bien como ella, pero

Jilly se negó a permitir que la intimidase.

– Pura coincidencia -respondió ella sin vacilar.

– Va, por las narices -respondió Max optando por ser prosaico.

Jilly parpadeó. El abogado para el que había trabajado jamás habría dicho una cosa así. Pero Max Fleming tenía razón, había acabado el informe con tiempo de sobra, un tiempo que había aprovechado para volver a llamar a Richie, pero sin resultados.

– Lo que usted diga, señor Fleming.

Él miró el informe, pero no antes de que Jilly le viera mover los labios en forma bastante prometedora.

– Max. Llámame Max y tutéame. Y siéntate mientras examino los errores y las faltas de ortografía.

– No encontrarás ninguna.

– En ese caso, no me llevará mucho tiempo.

Jilly no contestó. Al cabo de unos minutos en los que Max repasó cifras y nombres, éste levantó la cabeza con una sonrisa. No había duda, era una sonrisa.

– Tenía mis dudas, pero… En fin, ¿te importaría hacer unas copias del informe? Seis. Y llama a un mensajero, quiero enviarlo a AID tan pronto como las copias estén listas -a Max no le pasó desapercibida la expresión de incomprensión de Jilly-. La Agencia Internacional para el Desarrollo; aunque la verdad es que no va a servir para nada, cuando quieran hacer algo ya será demasiado tarde. En tu escritorio tienes una agenda con todas las direcciones.

Incapaz de pensar en una respuesta apropiada al comentario, Jilly recogió el informe y se puso en pie para volver a su oficina.

– Y luego, vuelve aquí con la agenda -añadió Max antes de que llegara a la puerta-. Quiero organizar el trabajo de mañana por la mañana para que sepas qué tienes que hacer, porque voy a salir y no volveré hasta el mediodía…

Jilly, deteniéndose, se volvió y lo miró con el corazón encogido. No tenía sentido retrasar el momento.

– Lo siento, pero dudo mucho que esté aquí mañana por la mañana, Max.

Max la miró con incredulidad.

– ¿Que dudas estar aquí mañana? Claro que vas a estar aquí. ¿Es que Amanda no te ha dicho que, por lo menos, voy a necesitarte un par de semanas? Y puede que más.

– Sí, me lo ha dicho. Pero tenías razón, mi prima está de vacaciones, en Florida, y no tengo sitio donde hospedarme.

– Ése no es motivo para que vuelvas a… -Max se interrumpió, -no recordaba exactamente de dónde había dicho Jilly que venía.

– El norte de Watford -le recordó ella.

– Sí, de un sitio del que nadie ha oído hablar -añadió él con ánimo de venganza-. En fin, no creo que tu prima vaya a pasarse el resto de la vida de vacaciones.

– Hasta fin de mes.

– Exactamente. Dos semanas más. Hasta entonces, podrás quedarte en un hotel.

¿Así, sin más?

– Estoy segura de que intenta ayudarme, señor Fleming, pero…

– Max y de tú -le recordó él.

– Max -respondió ella algo incómoda. Jamás había llamado a un jefe por el nombre de pila y de tú-. Llevo realizando trabajo temporal desde noviembre y, en caso de que no lo hayas notado, acaban de pasar las navidades. He tenido que pagar el tren y…

– En otras palabras, ¿que no sea tan imbécil?

– Yo no he dicho eso…

– Pero lo has pensado y tienes razón. De todos modos puedes estar segura de que no vas a ir a ninguna parte, Jilly. Durante las dos últimas semanas, eres la primera chica que ha pisado este despacho y que es casi tan profesional como Laura -Max notó que fruncía el ceño-. Mi secretaria. Está cuidando a su madre que está enferma.

– Sí, algo me ha dicho la señora Garland al respecto.

– ¿En serio no tienes ningún otro sitio donde hospedarte en Londres?

– Podría considerar algún banco en un parque. También está el puente de Waterloo…

– ¡Déjate de tonterías, estoy hablando en serio! -le interrumpió él irritado.

Tenía que haber una solución. Llamaría a Amanda; después de haberle encontrado la secretaria perfecta, no le quedaba duda de que su hermana haría cualquier cosa por ayudarle a conservarla.

– Siéntate.

– ¿Y el informe?

Max no contestó. Se limitó a clavarle los ojos y a esperar a que lo obedeciera. Jilly volvió a la silla delante del escritorio y se sentó sin añadir palabra.

Max descolgó el teléfono y marcó un número.

– ¿Amanda? Necesito otro favor.

– Por favor, no me digas que has conseguido espantar a la pobre chica. Te advertí que…

– La «pobre chica» no necesita tu compasión en absoluto. Lo que necesita es un techo para pasar las dos próximas semanas.

– ¿Y qué?

– ¿Es que no puedes buscarle un sitio?

– Tengo una agencia de empleo, querido, no una agencia de alquileres inmobiliarios -Max esperó-. No comprendo por qué recurres a mí para esto.

– ¿A quién si no?

– Querido, tú tienes la respuesta. Tienes espacio suficiente en esa casa para veinte secretarias si quieres. Ofrécele una de tus múltiples habitaciones de sobra. Además, así la tendrás a mano cuando se te ocurra alguna de tus brillantes ideas en mitad de la noche.

– No puedo…

– ¿Por qué no? En serio, Max, si lo que te preocupa es que piense que vas detrás de su joven y turgente cuerpo dile que eres gay.

– ¡Mandy!

– ¿No? ¿Tu machismo no te lo permite? Bueno, en ese caso, tendrás que convencerla de que Harriet es una perfecta carabina, -y, dicho eso, Mandy colgó.

Capítulo 3

MAX colgó el auricular y miró a la chica que estaba sentada frente a él. La solución que Amanda había dado al problema era tan evidente que debería habérsele ocurrido a él.

Jilly lo miraba con expresión expectante y Max tragó saliva.

– Mi hermana lo ve todo muy claro -dijo él-. La respuesta es evidente, te hospedarás aquí.

– ¡Aquí! -Jilly enrojeció en un segundo-. ¿En tu casa? Pero eso…

Al instante, Max se dio cuenta de que su proposición parecía confirmar las sospechas de la madre de Jilly sobre Londres en general y los hombres en particular, y rápidamente reconsideró su plan de instalarla en una de las habitaciones de invitados.

– Encima del garaje hay un apartamento -dijo Max rápidamente-. No es una maravilla, pero es mejor que el puente de Waterloo.

Jilly no podía creerlo. ¿Cómo se atrevía Amanda a llamar monstruo a su hermano? Max Fleming era un verdadero encanto, y le dieron ganas de ponerse de pie de un salto, sentarse encima de él y abrazarlo. No obstante, la expresión de Max y su rigidez sugerían que no sería buena idea.