– ¿Y bien? -le instó él al verla vacilar-. ¿A qué esperas? Quiero que ese informe esté en el Ministerio hoy mismo.

– Ahora mismo voy a pedir un mensajero -repuso ella.

Entonces, desde la puerta, Jilly volvió la cabeza.

– Gracias, Max.

Él hizo un gesto impaciente con la mano, bajando la cabeza inmediatamente para volver a sus números y sus notas.


El apartamento era pequeño, pero tenía de todo. Una escalera de piedra a un lado del garaje conducía a una puerta que, una vez abierta, daba a un pequeño recibidor y luego directamente al cuarto de estar.

– Está muy bien -dijo Jilly cuando, por fin, después del trabajo, Harriet la llevó allí. Max Fleming tenía razón, no era una maravilla, pero era cómodo y valía diez veces más que cualquier cosa que ella pudiera pagar-. ¿Por qué está vacío?

– Hace años era donde vivía el chofer, el padre de Max se negó a aprender a conducir. Amanda y Laura querían que Max contratara un chofer después del accidente, pero Max se negó rotundamente. Decía que, si quería salir, ya contrataría un chofer y un coche para la ocasión, o que tomaría un taxi. Aunque la verdad es que ya no sale casi nada.

A Jilly le hubiera gustado preguntar por qué, pero la otra mujer no le dio la oportunidad de hacerlo.

– Te he traído lo más indispensable; como pan, té, leche y esas cosas. Y el teléfono está conectado. Max ha dicho que llamar a tu casa, o a quien quieras, va con el trabajo.

– Es muy amable.

Harriet la miró de soslayo y dijo:

– No me cabe duda de que hará que te lo ganes a pulso. Max trabaja día y noche; y si le dejas, te obligará a hacer lo mismo -Harriet le dio a Jilly unas llaves-. Ésta es la de la puerta. Esta otra es la de la puerta de la verja. Haz lo que tengas que hacer y luego vuelve a la casa para cenar. La cena es a las ocho.

¿La cena? La oleada de pánico debió ser visible en su rostro, porque Harriet se apresuró a añadir sonriendo:

– No te preocupes, Max no espera que te vistas formalmente. Ponte cualquier cosa, menos vaqueros. Las sillas del comedor son muy antiguas y el tejido de los vaqueros es terrible para ellas.

– Yo… ¿Crees que a Max le molestaría que no fuera a cenar? Anoche no dormí mucho y estoy muerta de cansancio.

– Y, para colmo, te ha tenido trabajando hasta las siete -comentó Harriet, comprensiva-. Jilly, vas a tener que ser dura con él.

– Max me ha dicho que mañana puedo empezar un poco más tarde. Va a estar fuera hasta el mediodía.

– Pues hazlo, duerme hasta cuando quieras. Y no te preocupes por la cena, Max siempre trabaja hasta muy tarde y no creo que note tu ausencia. ¿Quieres que te traiga algo para comer aquí?

– No, no es necesario. Me prepararé una taza de té y una tostada y luego me acostaré. De todos modos, gracias, Harriet.

– Bien. Pero mañana por la mañana ven a la cocina y te prepararé un buen desayuno, estarás muerta de hambre.

Harriet no esperó a la respuesta. Le dio a Jilly las buenas noches y se marchó.

Jilly cerró la puerta y se apoyó en ella mirando a su alrededor, casi no podía creer la suerte que había tenido. Entonces, bostezó. Posiblemente ni siquiera tuviera ganas de prepararse una tostada. Pero sí se daría un baño y llamaría a su madre. Y… ¿qué iba a decirle a su madre?

¿Soy una secretaria tan buena que Max ha preferido ofrecerme el apartamento de encima de su garaje antes que perderme? Imaginaba perfectamente la reacción de su madre, que había criado a sus tres hijos sola y la opinión que tenía de los hombres no era muy favorable.

Por supuesto, pensar que un hombre como Max Fleming podía reparar en ella como mujer era ridículo. No obstante, quizá fuera mejor que, con su madre, se refiriera a él como señor Fleming, un hombre que iba al geriatra. La idea la hizo reír mientras llamaba a su madre.

– ¡Jilly! ¿Qué demonios pasa? Llevo aquí sentada toda la tarde esperando a que llames, preocupada…

Jilly contuvo la risa y dijo rápidamente:

– Todo está bien, mamá. El señor Fleming me ha ofrecido el apartamento del chofer hasta que Gemma vuelva de vacaciones. ¿Tienes un bolígrafo a mano para apuntar el número de teléfono?

– ¿Dónde está el chofer? -preguntó su madre suspicaz.

– El señor Fleming ya no tiene chofer, el apartamento está vacío. Vamos, apunta el teléfono.

– Está bien, está bien. Espera un momento, primero tengo que encontrar algo con que anotarlo.

Jilly notó la desilusión de su madre, y se dio cuenta de que debía haber pensado que era su día de suerte al enterarse de que Gemma estaba de vacaciones.

Por fin, Jilly le dio el número de teléfono. Luego, antes de que su madre pudiera hacerle más preguntas, se apresuró a decir:

– Oye, mamá, tengo que colgar ya. Es una conferencia. Te llamaré mañana por la tarde. Y no te preocupes, ¿vale? Adiós.

Jilly colgó el teléfono rápidamente. Había sido más fácil de lo que había creído.

El teléfono sonó casi inmediatamente, y Jilly, a su pesar, sonrió.

– ¿Diga?

– Sólo quería comprobar si había anotado bien el número de teléfono -le dijo su madre.

Sólo quería comprobar que no le había mentido.

– Buena idea, mamá.

– ¿Y cuál es la dirección?

Jilly se la dio, volvió a despedirse a toda prisa y colgó antes de que a su madre se le ocurrieran más preguntas.

Después, tuvo que hacer un gran esfuerzo para resistir la tentación de acostarse inmediatamente antes de darse un baño. El baño la revitalizó y volvió a pensar en una tostada. Puso un par de rebanadas de pan en el tostador, puso a hervir agua y se preguntó si debería volver a llamar a Richie.

El teléfono había empezado a sonar cuando oyó unos golpes en la puerta. Al parecer, Harriet había decidido llevarle algo de cena.

– Entra, Harriet -dijo Jilly alzando la voz, sin moverse del teléfono.

No era Harriet, sino Max Fleming.

Max abrió la puerta y entró en el pequeño cuarto de estar del apartamento justo cuando Jilly, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, se volvió de cara a él. Al momento, el rostro de la chica enrojeció. Estaba atractivamente desarreglada, con una bata encima de camiseta muy grande cubriéndole las curvas que sólo servía para atraer la atención hacia unas bien formadas piernas con la clase de muslos que…

– Oh, Max. Creía que… -Jilly se interrumpió y tragó saliva al darse cuenta de que, si se movía, se le abriría la bata, dejándola casi desnuda.

Con gran embarazo, colgó el teléfono, agarró el cinturón de la bata y se lo ató con un gesto decididamente dirigido a poner barreras más que a tentar. La reacción, de pura inocencia, resultó extrañamente tentadora. La mayoría de las mujeres que Max conocía, de ser sorprendidas en situación similar, habrían optado por el comportamiento contrario. Pero Max estaba empezando a reconocer que Jilly Prescott no se parecía a ninguna de las mujeres que había conocido.

– Jilly, deberías cerrar la puerta con llave. Podría entrar cualquiera.

– Ha entrado cualquiera -respondió ella, recuperando la compostura-. Creía que eras Harriet. ¿No he dicho… «entra, Harriet»?

– Harriet está ocupada. Y como, al parecer, estás demasiado cansada para venir a cenar, te he traído esto -Max le ofreció un papel, pero no hizo esfuerzo por cerrar la distancia que los separaba.

Jilly no se movió.

– ¿Qué es?

– Te han llamado por teléfono. Es un mensaje de alguien llamado Blake.

– ¡Richie! -a Jilly se le iluminó el semblante, y recorrió la mitad de la distancia que la separaba de Max hasta que, de repente, se dio cuenta de la informalidad de su indumentaria y se detuvo.

– ¿Es tu novio? -preguntó Max, sorprendido.

– ¿Sabes quién es?

– No, lo siento. ¿Debería conocerlo?

– Es Richie, Richie Blake. Sale en televisión. Fuimos al colegio juntos.

– ¿Sí? -entonces, tras pensar unos segundos-. ¡Oh, Dios mío! ¿No me digas que es ese idiota de disc jockey…?

– ¡No es ningún idiota! -Jilly saltó en su defensa como una leona.

Pero al momento, se dio cuenta de que su reacción había sido ridícula y que Richie ya no necesitaba que lo protegiera.

– Llevo todo el día intentando hablar con él -añadió Jilly-. Ahora iba a intentarlo por última vez antes de acostarme.

– En ese caso, te he ahorrado la molestia -Max puso el papel encima de la mesa de centro-. El señor Blake, por fin, debe hacer recibido tus mensajes… porque su secretaria me ha pedido que te diga que esta semana está muy ocupado, pero que te llamará tan pronto como pueda.

El rostro de Jilly empalideció y el brillo de sus ojos se apagó. Fue como si se le hubiera apagado una luz interior, pensó Max. Pero, al momento, Jilly recordó que no debía perder los modales.

– Gracias -dijo ella con voz queda-. Siento que hayas tenido que molestarte.

Max notó que el mensaje, a través de la secretaria, no era lo que Jilly había esperado. Quizá hubiera sido la novia de Richie Blake en su ciudad natal; pero si Jilly había ido a Londres con la esperanza de retomar la relación donde la habían dejado, esa noche iba a derramar algunas lágrimas. Rich Blake se había hecho famoso en la radio y ahora empezaba a serlo en televisión, ganaba más dinero del que podía gastar, y salía con mujeres dedicadas exclusivamente a su belleza.

Mujeres ambiciosas que querían aparecer en la pequeña pantalla; que se las viera con Richie Blake era una manera de conseguir un papel en una película, era un paso adelante en el camino a la fama. Max sospechaba que Jilly Prescott no tendría ninguna posibilidad.

¿Debía advertírselo? ¿Le creería si lo hacía? No querría que lo hiciera y, desde luego; no se lo agradecería.

– No ha sido ninguna molestia -dijo Max, y entonces miró a su alrededor tras decidir cambiar de tema-. ¿Tienes todo lo que necesitas?

– Sí, gracias. Harriet ha sido muy amable -Jilly se frotó los brazos como si tuviera frío-. Y tú también. Los dos habéis sido muy amables.

Max asintió, se acercó.al termostato del radiador y lo hizo girar un poco.

– Si necesitas algo, ven a la casa.

Después, se la quedó mirando. Tenía el cabello cayéndole por la cara y no había intentado retirárselo; al contrario, lo estaba utilizando como una cortina para ocultar sus sentimientos. Estaba sola en una ciudad desconocida y no tenía a nadie que le pudiera poner un brazo sobre los hombros ni que pudiera abrazarla y decirle que no se preocupara, que todo iría bien. Pero Max sabía que no saldría bien, y deseó apartarle el cabello de la cara, mirarla a los ojos y decirle que volviera a su casa antes de que la hicieran sufrir. Pero Max no se movió. Jilly no le creería y él perdería a la mejor secretaria temporal que había en Londres.

– Deja el termostato como está ahora, ha bajado mucho la temperatura esta noche. Está helando.

– Lo haré. Gracias.

Jilly tenía los ojos fijos en el mensaje. Max se dio cuenta de que debía estar deseando que se fuera para poder leer el mensaje, para engañarse a sí misma con la creencia de que había significados ocultos en esas palabras.

Le preocupaba dejarla ahí sola en ese apartamento mal decorado.

– Este piso necesita una mano de pintura. No me había dado cuenta de lo cochambroso que está -Max encogió los hombros-. Los más jóvenes de la familia se quedan aquí cuando vienen de visita a Londres.

– A mí me parece bien. Es la primera vez que tengo tanto espacio para mí sola.

Su falta de pretensiones era refrescante y, de repente, a Max se le ocurrió que, igual que a sus primos, probablemente ella se encontraría más a gusto allí. Las habitaciones de invitados eran lujosas y tenían todos los lujos que cualquier diseñador podría soñar, pero en una de ellas sería exactamente eso, una invitada. En el apartamento, podría hacer lo que quisiera, estaría a sus anchas.

– Bueno, si no necesitas nada, voy a dejarte para que puedas irte a la cama. Te veré mañana a eso del mediodía.

– Buenas noches, Max. Y gracias por traerme el mensaje.

Jilly esperó a oír sus pisadas en el patio; entonces, fue hasta la puerta y echó la llave.

Suspiró. Casi se había muerto de vergüenza cuando Max entró y la sorprendió casi desnuda. Y ella lo había empeorado todo al comportarse como una timorata temerosa de ser atacada.

Max Fleming era todo un caballero. Tras lanzar una breve mirada a sus piernas, había subido la vista, la había clavado en su rostro y no había vuelto a bajarla. ¿Acaso sus piernas no merecían una segunda mirada? Era difícil de saber, pero le temía tener los muslos demasiado gordos. Claro que sí, comía mucho chocolate. Volvió a suspirar. Siempre comía demasiado chocolate. Quizá debiera volver a hacer ejercicio, a correr por las mañanas. O a ir al gimnasio.

Jilly se echó el pelo hacia atrás, se miró en el espejo que había cerca de la puerta y se preguntó si le sentaría bien teñirse de rubia. Ridículo, tenía las cejas demasiado oscuras para eso.