Por fin, dejó de retrasar el momento de leer la nota que Max Fleming había puesto encima de la mesa y la agarró.

Tenía las gafas en el dormitorio y casi se pegó el papel a la nariz para poder leer lo que decía. Sin embargo, no le hicieron falta las gafas para ver que Richie no le había dejado ningún teléfono personal, sólo el de la oficina. O quizá la secretaria, que podía ser la misma persona con la que había hablado por teléfono, intencionadamente no lo había hecho. O quizá se estuviera engañando a sí misma. Y también podía ser que Richie no tuviera ninguna gana de verla.

Un bostezo acabó por convencerla de que era hora de acostarse.


Jilly tenía por costumbre acostarse pronto y levantarse temprano. Le despertó el ruido del tráfico y tardó un momento en recordar dónde estaba. Sí, estaba en Londres, tenía un trabajo nuevo y, optimista por naturaleza, sabía que pronto vería a Richie. ¡Un mensaje a través de una secretaria! ¿A quién quería impresionar?

Miró el despertador que había puesto para que le despertara a las siete. Eran las seis, pero ya había dormido suficiente.

Saltó de la cama y se puso el chándal. El día no había abierto aún cuando salió de la casa; pero cuando llegó al parque, notó que el cielo empezaba a adquirir un tono rosado y que la escarcha brillaba sobre la hierba. Hacía frío y le salía vaho de la boca, pero aquel lugar era precioso.

Max también se había levantado temprano y pasó media hora en el gimnasio que tenía en el sótano de la casa. Había descuidado el ejercicio, hecho que su pierna llevaba recordándole un tiempo. Vio a Jilly cuando salió de la casa y estaba en la cocina, esperándola, cuando volvió. Abrió la puerta trasera de la casa, la de la cocina, y la llamó.

– Jilly, he preparado té. Ven a tomar una taza.

Ella vaciló, respirando pesadamente. Cuando se volvió y empezó a caminar hacia él, a Max se le ocurrió que más que una invitación había parecido una orden.

– ¿Prefieres un zumo de naranja? -le preguntó Max después de que Jilly entrase y cerrase la puerta de la cocina-. Sírvete tú misma lo que quieras.

– Gracias.

Jilly se sirvió un vaso de zumo en un vaso que ya estaba encima de la mesa. Max Fleming tenía un aspecto muy diferente por la mañana, con esa vieja camiseta empañada en sudor, el pelo revuelto y el rostro enrojecido por el ejercicio. Se le veía más grande y mucho más vital que con el traje. Pero no se había equivocado respecto a esos hombros, eran enormes.

– ¿Por dónde has ido? -le preguntó él.

Ella lo miró por encima del borde del vaso.

– No lo sé. He estado en un parque que vi ayer. Había una casa enorme y un estanque…

– La casa es Kensington Palace -Max casi se echó a reír al verle la expresión.

– ¡Kensington Palace! -exclamó Jilly, horrorizada-. Oh, Dios mío, dime que no he cometido allanamiento de morada.

– No lo haré si no quieres que te lo diga -pero la vio aún asustada-. No, no lo has hecho, Jilly. El parque, Kensington Gardens, está abierto al público.

– Gracias a Dios -su alivio fue casi cómico-. El único problema ha sido que lo estaba pasando tan bien que he ido demasiado lejos.

– Sí, suele pasar. Yo también corría… en los tiempos en los que podía correr con cierto estilo.

Jilly bebió un sorbo del zumo que se había servido.

– Fue un accidente de esquí -añadió Max, respondiendo a la pregunta que ella le había hecho con la mirada.

– Lo siento.

– No es para sentirlo. Fui yo el que tuvo suerte; al menos, eso es lo que me dijeron. Me costó una rodilla… mi mujer y un viejo amigo mío murieron.

Los ojos de Jilly se humedecieron, y Max esbozó una sonrisa irónica antes de continuar.

– No es tan terrible, Jilly. En serio. Sólo me duele un poco cuando hace frío o cuando el ambiente está húmedo, por eso es por lo que me limito a hacer ejercicio en el gimnasio -Max se indicó la camiseta manchada de sudor. Luego, se maldijo a sí mismo por haberse puesto en situación de dar compasión-. El gimnasio está en el sótano. Puedes usarlo cuando quieras. Es mejor que salir a correr cuando hace este frío.

– Me gusta el frío -respondió ella, rechazando la invitación-. Pero si te duele la rodilla, quizá debieras ir a vivir a un lugar cálido y seco.

– Quizá. Y quizá será mejor que vayas a darte una ducha o empezarás a trabajar tarde.

¡Vaya un tirano! En fin, Harriet se lo había advertido.

– No te preocupes, no voy a cobrarte las horas en las que no trabaje -contestó Jilly al tiempo que se ponía en pie.

Sin perder un momento más, se marchó de allí. Max aún estaba mirando la puerta por la que Jilly había salido cuando Harriet entró en la cocina.

– ¿Hemos tenido compañía? -preguntó el ama de llaves.

– Sólo un poco de té y compasión, Harriet.

Harriet arqueó las cejas.

– Alguien ha tomado zumo de naranja.

– Y yo el té y la compasión -no podía seguir así, tenía que acabar con esa tontería-. Jilly ha preferido tomar zumo al volver de correr por el parque. ¿Qué opinas de ella?

– ¿De Jilly? Es una chica encantadora. No se da aires de nada…

– ¿Al contrario que las otras secretarias de Amanda?

– Sí, es completamente diferente, Max.

– ¿Qué opinarías si te dijera que ha venido a Londres para estar cerca de Rich Blake?

Harriet dejó de limpiar la mesa y centró toda su atención en él.

– ¿El de la televisión? -Max asintió y Harriet frunció el ceño-. Oh, Dios mío. ¿Qué clase de relación hay entre ellos?

– Al parecer, fueron al colegio juntos. No sé si es producto de mi imaginación, pero tengo la sensación de que está enamorada de él; o cree que lo está, que es lo mismo.

– En ese caso, será mejor que le compre varias cajas de pañuelos de papel, va a necesitarlos.

Max se encogió de hombros.

– Puede que estemos juzgando mal a ese tipo. Anoche hizo que su secretaria llamara a Jilly para decirle que se pondría en contacto con ella pronto.

– ¿Que fue la secretaria quien llamó por él? ¿Y cómo se lo ha tomado Jilly?

Max recordó la palidez del rostro de Jilly al enterarse de que Rich no se había molestado en llamarla personalmente.

– Tienes razón, Harriet, ten unas cajas de pañuelos de papel a mano.

– ¿No sería mejor mandarla a casa en el primer tren, Max? -sugirió Harriet examinando el contenido del frigorífico.

– Es posible, pero es la mejor taquimecanógrafa que he tenido en mi vida, incluida Laura. Me vería privado de sus habilidades profesionales…

– ¿Qué te propones, ganar el premio de cínico del año?

– No soy cínico, sino realista.

– La realidad duele.

– Cierto. Pero no hay forma de evitarla, y mandar a Jilly de vuelta a Newcastle sólo serviría para retrasar lo inevitable. Ahora que sabe lo mucho que vale profesionalmente, si la mandáramos a casa, volvería a Londres en cuanto su prima regresara de vacaciones y se buscaría otro trabajo.


Era viernes cuando Jilly tuvo noticias de Richie.

Max estaba mirando la correspondencia, dándole cartas con breves instrucciones, como «Dile que no me interesa… Arregla una cita con éste… Anota en el diario…», cuando sonó el teléfono. Max contestó.

– ¿Sí? -tras unos momentos, le dio el auricular a Jilly-. Es para ti.

– ¿Para mí?

Jilly fue a ponerse en pie, el rostro súbitamente animado.

– No te vayas -le dijo Max, odiándose a sí mismo por el placer que le dio aplastar las esperanzas de su secretaria-. Es una mujer, así que puedes hablar aquí.

Con desgana, Jilly volvió a acomodarse en su asiento.

– Hola, soy Jilly -después, escuchó brevemente-. Oh, sí, me encantaría. ¿Estará Richie…? Otra pausa.

– Muy bien, allí estaré. ¿Qué debo ponerme…? -pero la persona que había llamado acababa de colgar.

– Era Petra James, la ayudante de Richie. Richie quiere que participe en un nuevo programa de televisión que va a lanzar esta noche.

– ¿Esta noche? No te ha avisado con mucho tiempo, ¿no? ¿Se ha rajado alguien en el último momento?

Jilly enrojeció violentamente.

– Va a haber una fiesta después, y estoy invitada.

– Estoy seguro de que te encantará. Y ahora, ¿te importaría que continuáramos trabajando? -preguntó Max con voz de débil aburrimiento.

Durante un momento, vio un brillo profundo en esos ojos marrones y se preguntó si no la habría presionado demasiado. Entonces, Jilly dejó el lapicero que tenía en la mano, tomó otro con la punta más afilada y dijo:

– Por supuesto. Lamento que te hayan interrumpido.

Max estaba enfadado. Le enfadaba que ese tal Rich estuviera utilizando a Jilly, y también estaba enfadado consigo mismo porque eso le alegraba. Aunque no comprendía por qué le importaba.

Excepto que esa ilusión de ella le llegaba al alma, estrujándosela; recordándole que no le quedaba nadie en el mundo en quien él produjera esa sensación. No había nadie en el mundo que se iluminara al pensar en verlo.

– Olvídalo -asqueado consigo mismo por entregarse a la autocompasión, Max se puso en pie bruscamente-. Tómate el resto del día libre. Ve a la peluquería y cómprate un vestido nuevo. Si vas a gozar de quince minutos de fama, será mejor que te pongas guapa.

No era su intención hacer de hada madrina; pero sabía que si Cenicienta Prescott iba a esa fiesta, necesitaría toda la ayuda que se le pudiera prestar.

– Max, no es necesario…

– Sí lo es. Además, has trabajado de sobra esta semana. Lo único que te voy a pedir antes de que te vayas es que llames a mi hermana para decirle que la invito a almorzar -casi sonrió al ver la reacción de sorpresa de Jilly. Amanda también se sorprendería-. Y hablo en serio, Jilly, no quiero verte aquí cuando vuelva en diez minutos.

Y para demostrar que hablaba en serio, Max salió del despacho y la dejó con el lapicero en la mano y la boca abierta.

Capítulo 4

BUENO, Max, ¿qué es lo que quieres? -Amanda Garland, con un vaso de agua mineral en la mano y expresión pensativa, miró a su hermano con interés.

Max estaba demasiado delgado y demasiado pálido. Le preocupaba, le preocupaba mucho. Pero sabía que no debía notársele.

– ¿Que qué quiero? -la sonrisa de él no engañó-. Nada, no quiero nada. Sólo quería darle a mi hermana las gracias por encontrarme una secretaria con algo más que pelo en la cabeza.

– Es una pena, al pelo de Jilly Prescott no le vendrían mal unos toques, igual que a su ropa. Es más, si va a formar parte de mi equipo de secretarias, tendré que hacer algo al respecto.

– Está bien como es. Y su pelo me entretiene mucho; siempre parece que está a punto de derrumbarse, pero sigue en su sitio… más o menos.

Amanda no iba a discutir con él, aunque le pareció interesante la forma en que su hermano había salido en defensa de la chica. Y su fascinación por el pelo… prometedora.

– Bueno, en ese caso, bien. Pero, para darme las gracias, no necesitabas invitarme a comer, podrías habérmelas dado por teléfono.

– Podría, pero no habría tenido el placer de verte.

¿En serio pensaba Max que iba a creerle?

– Max, llevas ya mucho tiempo sin hacer vida social -Amanda bebió un sorbo de agua y miró la carta con el menú, aunque ya sabía lo que iba a pedir-. Me alegro de que estés contento con Jilly.

– Sirve -él también estaba mirando el menú, evitando los ojos de su hermana-. ¿Dónde la has encontrado?

Así que quería saber más cosas de Jilly Prescott…

– Ella me ha encontrado a mí. Quería venir a trabajar a Londres y me envió su currículum. Está muy cualificada.

– A pesar de que su pelo deja mucho que desear.

Amanda ignoró el sarcasmo y, en el momento en que iba a pedir mero al vapor con ensalada, cambió de idea.

– Tomaré faisán con lentejas -dijo Amanda-. Los dos tomaremos lo mismo.

Luego, miró con desagrado su vaso de agua y añadió:

– Y pídale al encargado de los vinos que nos traiga una botella de clarete del que bebe él -Max se rindió sin protestar al ver la mirada que su hermana le lanzó-. Hace frío y necesito algo que me caliente un poco.

– Sí, y la tierra es plana -dijo Max.

No le había engañado.

– Está bien, Max, necesitas algo que te espese la sangre. ¿No te da de comer Harriet?

– ¿Estás diciendo que no te envía un informe semanal de las calorías que tomo? ¿No te cuenta si me como el arroz con leche o se dejo un poco?

– Harriet Jacobs jamás te prepararía algo tan vulgar como arroz con leche.

– Harriet es un tesoro y hace todo lo que puede, Mandy. Lo que pasa es que últimamente no tengo mucho apetito.

– Bien, pues hoy vas a comerte todo lo que te pongan delante.

– ¡Menuda niñera estás hecha! -Max se rió-. Está bien, vamos a hacer un trato. Comeré exactamente lo mismo que tú, tenedor por tenedor. Vamos a ver hasta dónde estás dispuesta a llegar en tu campaña por cebarme con este guiso que has pedido también para ti misma.