– Eres un gusano -murmuró ella. Y Max lo admitió con un gesto-. ¿Tienes idea del esfuerzo que me cuesta mantener esta figura?
– Has sido tú quien ha elegido el faisán -observó Max-. Y el clarete. En cuanto a tu figura, a ti tampoco te vendría mal ganar unos kilos.
– Después de esta comida voy a parecer una vaca.
– Si te la comes, cosa que dudo. Más bien, te dedicarás a juguetear con el tenedor.
– Las curvas no están de moda, Max. Pero, de todos modos, te equivocas. Estoy decidida a comerme hasta la última lenteja del plato, así que será mejor que te prepares para cumplir con tu parte del trato -Max se burló de ella con una sonrisa-. Y también me beberé el vino que me corresponda.
– ¿Vaso por vaso?
Max parecía decidido a empujarla hasta el límite. Amanda lanzó un gruñido.
– Max, ten compasión de mí, es mediodía y tengo que trabajar esta tarde, aunque tú no tengas que hacerlo -entonces, riendo, se rindió-. ¡Qué demonios, es por una buena causa!
Verle sonreír así valía la pena el esfuerzo que tendría que hacer en el gimnasio.
Hacía mucho que no veía sonreír a Max, eso sin hablar de una auténtica risa. Si para eso tenía que sacrificarse, lo haría con sumo gusto. Aunque, por supuesto, la cosa no era tan simple. Su hermano era un hombre complejo, y nunca hacía nada sin un motivo. Incluso algo tan sencillo como invitar a su hermana a almorzar. ¿Qué tenía Jilly Prescott que le había hecho salir del mausoleo en el que se había convertido su casa?
– Me alegro de que Jilly te sea de ayuda -dijo Amanda.
– Tú lo has dicho.
– Me tenía preocupada que pudiera ser demasiado joven.
– ¿Demasiado joven para qué? -preguntó él-. Es una mujer adulta y, si me permites que lo diga, a la que no le dan miedo unas cuantas curvas.
¿Max se había fijado en ellas? Amanda se encogió de hombros, decidida a disimular que encontraba revelador el camino que los pensamientos de su hermano habían tomado.
– Demasiado joven para aguantar tu mal genio, cariño. Se lo advertí. Le dije que te contestara siempre que te pusieras impertinente y que no te dejara pasar ni una si no quería convertirse en otra víctima de tu carácter. Espero que me haya hecho caso.
– Te ha hecho caso, aunque eso no quiere decir que admito tener mal genio. Lo que ocurre es que no tolero las tonterías, y Jilly no es tonta; al menos, en lo que al trabajo se refiere.
– En fin, lo que haga fuera del trabajo no es asunto tuyo, Max.
– No…
– ¿Pero?
– Pero nada. Tienes razón, su vida privada es su vida privada.
Jilly no podía gastar dinero en una peluquería cara, y mucho menos en un vestido nuevo. Además, sabía qué tipo de programa televisivo sería el de Richie. El público del estudio llevaba vaqueros y camisetas en esos programas. Además, si hacía un esfuerzo por ponerse sexy, Richie lo consideraría raro, y lo último en el mundo que Jilly quería era que se riera de ella.
Pero aunque no tuviera dinero para comprarse nada, eso no significaba que no pudiera ir a ver escaparates.
Fue una equivocación, por supuesto. El suave jersey con el cuello desbocado resultó una tentación irresistible y le iría muy bien a su falda larga negra.
Y tras haber cedido a una tentación, todo fue seguir en la misma línea, pensó Jilly mientras se ponía el maquillaje, el carmín de labios y el esmalte de uñas que se había comprado haciendo juego con el jersey.
Pero no lo había hecho por impresionar a Richie, se explicó a sí misma, sino por sentirse mejor consigo misma.
Siguiendo un impulso, Max le pidió al taxista que se detuviera en la puerta de entrada de Kensington Gardens que estaba en la calle Bayswater para, desde allí, ir andando a su casa.
Necesitaba pasear después del inesperadamente pesado almuerzo. Además, esperaba que el aire fresco le despejara la cabeza, le ayudara a pensar. No sabía qué le pasaba con Jilly Prescott. Quizá, lo que le asustaba era su inocencia, que confiara tanto en lo que le decía la gente. Y una invitación a participar en un programa televisivo no le parecía el gesto de un amigo, de un verdadero amigo, que quisiera ponerse en contacto con ella. Sobre todo, si el programa era de Rich Blake.
¿Qué demonios había visto Jilly en ese hombre? Era maleducado, chulo y engreído, y nadie le consideraría guapo por mucha imaginación que tuviera. No obstante, había alcanzado la clase de fama que atraía a la gente como la miel a las moscas.
Probablemente no quisiera hacer daño a Jilly intencionadamente, estaba siendo simplemente lo que era, egoísta.
Jilly no era tonta, en absoluto; pero era vulnerable e inocente, mucho más que la mayoría de las mujeres de su edad. Y eso le tenía muy preocupado. Aunque era un misterio para él el motivo por el que le preocupaba tanto.
En cualquier caso, las penas de amor no eran fatales. Él mismo era prueba viva de ello. Max aceleró el paso, ya había desperdiciado demasiado tiempo preocupándose por Jilly Prescott.
Pero, cuando entró en la cocina aquella tarde en busca del periódico y la vio allí, se arrepintió de haberle sugerido que se comprara algo especial para salir aquella noche.
Había supuesto que se pondría algo sexy para salir delante de la cámara y para atraer la atención de Rich Blake. Sin embargo, Jilly había elegido un jersey de un delicado tono melocotón, un tono que se reflejaba en esos labios llenos por los que asomaba la punta de la lengua entre los dientes mientras cosía. Tenía aspecto suave y amoroso, como un osito de peluche. No obstante a pesar del repentino nudo que se le hizo en la garganta y la inesperada aceleración de su pulso, Max notó que aquella ropa sólo ensalzaba su falta de sofisticación.
– Pensaba que ya te habrías marchado -dijo Max.
Ella lo miró por encima del borde de las gafas antes de volver a clavar los ojos en la aguja.
– Debería haberlo hecho, pero se me ha caído un botón del abrigo. Harriet me ha prestado su caja de costura.
Tenía el rostro tan iluminado como uno de los carteles de neón en Piccadilly Circus, y el pelo recogido en una especie de moño en un intento de sofisticación. Quiso decirle que no fuera. Advertirle…
¿Qué? Jilly no podía ser tan inocente.
Pero Max se sacó la cartera, extrajo un billete de veinte libras y se las ofreció.
– Por si acaso.
Ella lo miró perpleja.
– ¿Por si acaso qué?
– Por si necesitas tomar un taxi para volver a casa.
– Pero…
¿No tenía intención de volver esa noche?
– Richie me traerá.
¿Acompañarla a casa como todo un caballero?
– No me cabe duda de que lo hará, pero no está de más tomar precauciones en caso de que surja algo inesperado. Las cosas no siempre salen como esperamos que salgan.
Harriet, que estaba detrás de él, le tocó un brazo y, asintiendo con la cabeza, aprobó el quijotesco gesto.
– Max, tienes el periódico en el estudio. La chimenea está encendida.
Diez minutos atrás, eso era lo único que quería Max; ahora, las palabras de su ama de llaves le hacían sentirse como un anciano de noventa.
Pero no era viejo ni tampoco un inválido y, como si con ello quisiera demostrarlo, subió las escaleras, a gran velocidad, ignorando el dolor de la rodilla.
¿Qué intentaba demostrar?
El hecho de que una joven bonita con las hormonas revueltas estuviera en su cocina…
En su dormitorio, se pasó una mano por el rostro. Nunca más. Se lo había prometido a sí mismo.
Se miró al espejo y lo que vio le dejó perplejo. ¿Qué había visto su hermana al mirarlo? Ahora ya no le extrañaba que estuviera preocupada por él, tenía treinta y cuatro años, pero parecía a punto de cumplir los cincuenta.
El conserje del estudio estaba esperando a Jilly. La tachó de la lista y la condujo al estudio. Ella había esperado que Richie saliera a su encuentro, pero no estaba allí; sólo había un grupo de personas que iban a participar en el programa y una chica con una tablilla de pinza que dijo llamarse Petra.
– Voy a llevaros al estudio y a mostraros vuestros asientos. Rich se acercará a vosotros durante el programa y os hará preguntas. Lo único que tenéis que hacer es contestar a lo que os pregunte y, cuando os invite a bajar a la plataforma, le seguís y yo me haré cargo del resto -sonrió brevemente-. Buena suerte. Y ahora seguidme.
La siguieron. Petra miró su lista y fue colocando a cada uno de los participantes en sus asientos.
– ¿Jilly Prescott? -miró a Jilly-. Eres amiga de Rich, ¿verdad?
– Sí.
– Espero que comprendas que no se van a hacer favoritismos.
– Lo comprendo y no esperaba lo contrario.
– Bien -Petra sonrió-. En ese caso, siéntate aquí. Si pasas la primera ronda, acabarás en el escenario tanto si ganas como si pierdes. Y no olvides sonreír pase lo que pase hasta que Rich acabe el programa. No te muevas hasta que no cerremos el programa. ¿Has comprendido?
¿Acaso esa chica creía que era idiota?
– No te preocupes, me las arreglaré -contestó Jilly.
Petra asintió y continuó con el siguiente participante; al parecer, sin notar que el velado sarcasmo de Jilly.
Poco después empezó el programa y el público estalló en aplausos. Jilly había llamado a su madre para decirle que iba a salir en televisión, así tendría algo que contarle a su hermana. Ninguna de las dos dejaba de presumir de sus respectivas hijas.
Richie ni siquiera se había fijado en ella, estaba concentrad; en las cámaras. Era genial. No había muchos animadores de espectáculos que supieran manejarse tan bien en directo, y Jilly se sintió orgullosa de él.
Orgullosa y también desconcertada. Ahora, sus rubios cabellos contrastaban con la muy bronceada piel, y las gafas habían sido sustituidas por lentes de contacto. Ese no era el chico que conocía, el chico al que había protegido siempre y al que había tenido que empujar para abrirse camino porque solo no sabía hacerlo.
Richie comenzó a interrogar al público, haciendo como si eligiera al azar a los participantes. Les hizo preguntas y reveló cosas embarazosas sobre sus personalidades, aunque debían saber lo que se les avecinaba. Entonces, justo cuando Jilly creyó que iba a pasarla de largo, Richie retrocedió y se le acercó.
– ¿Jilly? -preguntó como si no la reconociera-. ¿Jilly Prescott? ¿Eres tú de verdad, cielo, toda una mujer y preciosa?
Richie no esperó a que ella respondiera, lo que hizo fue volver la cabeza y mirar fijamente a la cámara.
– No vais a creerlo, pero esta preciosidad solía seguirme a todas partes en el colegio -dijo Richie-. Fue mi primera fan. ¿Qué haces ahora, cariño?
Jilly casi no sabía qué decir. Casi.
– Estoy aquí sentada charlando contigo, Richie -contestó ella.
Richie le sonrió traviesamente.
– Me alegro de verte, Jilly. Hablaremos luego, después del programa -durante un momento, Jilly le creyó. Richie estaba dándose la vuelta para marcharse cuando, de repente, se volvió hacia ella de nuevo-. No, tengo una idea mejor. Tú serás mi última participante.
– ¿No te parece que la gente va a creer que está amañado? -dijo ella, intentando ponerle en evidencia.
Una momentánea expresión de sorpresa fue reemplazada por una traviesa sonrisa en el semblante de Richie. Al momento, se volvió a su público.
– ¿Creéis que lo teníamos preparado? -gritó Richie.
La audiencia contestó negativamente a gritos. Pero cuando Jilly descendió las escaleras y llegó al escenario, la mirada que Petra le lanzó parecía decir que si duraba dos rondas sería un milagro.
Max estaba mirando a la pantalla del televisor cuando Harriet le llevó una bandeja con café.
– Nadie diría que Jilly sabía que acabaría en el escenario, ¿verdad? -comentó Harriet al tiempo que ponía la bandeja en la mesa de café-. ¿Crees que lo han ensayado?
– No. Creo que Jilly estaba comportándose como es ella.
– ¿Crees que ganará algo? ¿Unas vacaciones quizás?
– No, por Dios. No quiero que se vaya a ninguna parte hasta que Laura vuelva.
– ¿Tienes idea de cuánto tiempo va a estar Laura con su madre?
– No, no lo sé. Su madre se está recuperando bien, pero los pacientes de infarto tienen que mantener reposo durante bastante tiempo.
Harriet sirvió el café.
– Yo no me preocuparía… por Jilly -comentó Harriet-. Además, no creo que ese tal Rich la deje ganar nada, el público creería que estaba arreglado.
– No, supongo que no. Y también supongo que tiene otros planes respecto a Jilly -Max agarró el control remoto y apagó el televisor.
El concurso era tonto y se realizaba a una velocidad vertiginosa mientras el público reía histéricamente cuando los participantes caían en trampas que, al principio, eran inofensivos globos de agua. Pero éstos pronto dieron paso a tanques de espuma y luego a algo que parecía una especie de desagradable pantano en miniatura. A pesar de que a Jilly el pelo le caía por encima de los ojos desde que habían empezado el concurso y que se arrepentía enormemente de no haberle dicho a Petra que estaba ocupada aquella tarde, ella y tres participantes más sobrevivieron a las humillaciones a las que Richie les sometió.
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