Después de aquello, se pasó a una fase que consistía en una ronda de preguntas a las que había que contestar rápidamente.

Durante todo el tiempo, Jilly no dejó de oír una voz interior que le decía que Richie acabaría pagando por aquello, y también rezó porque Max no estuviera viendo el programa.


Max no lo pudo evitar, en el momento en que Harriet se marchó, volvió a encender el televisor. Como había temido, a Jilly se le había soltado el pelo de las peinetas en el momento en que empezó el concurso; tenía las mejillas enrojecidas y sonreía sin cesar. Pero Max sospechó que, por mucho que sonriera, no era así como había esperado pasar el viernes por la tarde. No obstante, había consentido en tomar parte en el programa y lo hizo con aparente entusiasmo hasta que sólo quedaron dos concursantes.

Max acabó sentado en el borde del sofá cuando Jilly y el otro finalista se rifaron dos asientos en el centro del escenario. Los dos asientos tenían toneladas de una sustancia pegajosa en ellos. Sólo uno de los dos concursantes podía ganar el premio.

Max se debatió entre la esperanza de que Jilly no ganara las vacaciones y el horror que le producía verla sometida a la humillación de que la cubriesen en público con aquella pasta pegajosa.

El público contó hasta diez en voz alta, Rich Blake tiró de una enorme palanca. Uno de los concursantes ganó el premio. No fue Jilly.


Jilly apretó los dientes y continuó sonriendo, se negaba a darle a Petra la satisfacción de que se le notara lo enfadada que estaba. Por lo tanto, continuó donde estaba, sonriendo como una tonta con aquella pasta verde en el rostro, en el jersey nuevo y en su falda preferida mientras Richie cerraba el programa.

Una vez que acabó todo, se prometió a sí misma asesinar a Richie.

Esperó en vano que Richie se le acercara para disculparse profusamente, pero Richie salió corriendo en busca de uno de los managers porque algo no había salido como él quería. Fue Petra quien se disculpó.

– Lo siento -dijo Petra en tono poco convincente.

– ¿Podría lavarme en alguna parte? -fue toda la contestación de Jilly.

– Naturalmente. Y mándame el recibo del tinte.

Petra le dio una tarjeta con el nombre y la dirección de la empresa. Producciones Rich. El pequeño Richie Black había aprendido mucho en la gran ciudad. Bien, ella también podía aprender.

Veinte minutos más tarde, con el pelo mojado de la ducha y su ropa en una bolsa, Jilly se encaminó hacia la salida enfundada en unos vaqueros que el estudio le había dado, al igual que la parte de arriba de un chándal con el nombre del programa.

Fue entonces cuando Richie apareció.

– Jilly, lo siento. Ha sido la suerte.

– ¿Sí? Bien, si no te molesta, me voy. Tu primera fan no se siente…

– ¿Y la fiesta? Tenemos una fiesta ahora y creía que ibas a venir.

– ¿Cómo? ¿Así?

– ¿No has traído otra ropa para cambiarte? Petra debería habértelo dicho.

El estudio empezaba a llenarse de mujeres vestidas para matar que se dirigieron al bar que tenían allí., Una de ellas era Petra.

– ¿No le advertiste a Jilly lo que podía pasarle? -dijo Richie a Petra.

– Naturalmente -mintió ella-. No me debe haber entendido.

Sí, claro que la había entendido, pensó Jilly.

– Además, en mi opinión, el resultado ha sido perfecto -continuó Petra-. El público se ha divertido de lo lindo.

– Bueno, si el público se ha divertido, no se hable más -concedió Jilly, apretando los dientes-. Es un programa muy interesante, Richie. Estoy segura de que será un gran éxito.

– ¡Te ha gustado! -pero ella no había dicho eso-. ¡Ésta es mi chica! Siempre tan animada.

Richie le puso a Jilly un brazo sobre el hombro y se volvió hacia los que empezaban a congregarse a su alrededor para felicitarle por el lanzamiento del nuevo programa

– Eh, escuchadme todos, ésta es Jilly Prescott. Sed amables con ella, fue la chica que me ayudó en mi carrera a la fama.

– ¿En serio? -dijo Petra, mientras el resto de los presentes miraban a Jilly como si procediera de otro planeta-. Debo haberte entendido mal, Rich, creí que dijiste que te había acompañado al tren que te trajo a Londres. Alguien debió hacerlo; de lo contrario, no estarías aquí.

De repente, todos se echaron a reír; sobre todo, las esqueléticas mujeres con escotes hasta el ombligo. Pero eso no le molestó a Jilly, lo que sí le molestó es que Richie se riera con los demás.

Jilly se zafó de su brazo.

– Richie, lo siento, pero tengo que marcharme ya.

– ¿Que te marchas? -Richie rió como si no la creyera-. No seas tonta. Petra, ofrécele a Jilly una copa.

– Rich, los coches están llegando, tenemos que irnos ya.

– ¿Sí? Oh, en ese caso… Jilly, vamos a ir a Spangles…

– Spangles es un club -explicó Petra, como si Jilly fuera una idiota que jamás hubiera oído hablar del establecimiento.

Y cierto, era una idiota que no había oído hablar de ese sitio, pero debía haber mucha gente más en el país que no supiera dónde iban a tomar copas los famosos.

– Es una pena que no hayas traído otra ropa para cambiarte -dijo Richie en tono ausente, empezando a moverse hacia la mujer que estaba a su lado, una rubia con un vestido que se transparentaba.

– La verdad es que tengo otros planes para esta noche -y no era mentira, tenía un plan… hacer una muñeca representando a Petra y cubrirla con alfileres.

Lo que tenía que hacer en ese momento era salir de allí con su orgullo intacto; por eso, le dio un abrazo a Richie, a pesar de que no tenía ninguna gana de abrazarlo, pero lo hizo para que nadie creyera que estaba a punto de estallar de ira.

– Te llamaré un día de estos, Jilly -dijo Richie.

– Bien -dijo ella ya en marcha hacia la salida y sin volver la cabeza.

El portero le sonrió cuando salió del edificio.

– Un programa estupendo. Siento que no ganara las vacaciones -le dijo el hombre.

– Me ha faltado poco -respondió Jilly con una cínica sonrisa.

– ¿Quiere que le busque un taxi, señorita?

Jilly recordó las veinte libras que tenía en el bolso. ¿Había sospechado Max lo que iba a pasar?

No, no podía ser.

El portero seguía esperando una respuesta.

– La verdad es que se lo agradecería -contestó ella.

Pero, antes de que el portero pudiera hacerlo, un largo coche negro apareció delante de la entrada y el conductor le abrió la puerta invitando a Jilly.

– Pasaba por aquí -dijo Max desde el asiento de atrás-. Voy a casa, ¿quieres que te lleve?

– Quieres ahorrarte las veinte libras del taxi, ¿verdad? -pero Jilly se subió al coche y se sentó a su lado.

Recordó el primer taxi que tomó en Londres hacía unos días; entonces, estaba llena de ilusión y entusiasmo. Ahora, en sólo unos días, había envejecido siglos.

– Supongo que has visto ese horrible programa, ¿verdad? -comentó ella recostando la espalda en el respaldo del asiento.

– La mayor parte.

– Y mi madre, y sus amigas…

– Lo más probable es que lo hayan encontrado divertido -dijo él rápidamente.

– El público sí que se ha divertido.

– Pero tú no, ¿verdad?

Jilly se estremeció.

– Tienes frío, ¿no? -al momento, Max pareció furioso-. ¿Cómo han podido dejarte salir de allí con el pelo mojado y con este frío?

– No ha sido culpa suya. Una chica quería prestarme un secador.

– ¿Y por qué no te has secado el pelo antes de salir?

– Dímelo tú, Max. Has sido tú quien tenía este coche esperándome a la puerta.

Capítulo 5

PUEDE que no haya sido la mejor forma de retomar una relación, teniendo en cuenta que no le habías visto desde hacía tiempo -dijo Max al cabo de unos momentos de consideración-. ¿Ha cambiado mucho?

– ¿Richie? -Jilly medió unos segundos.

Sí, había visto cambios en él. Llevaba ropa cara, aunque horrorosamente chillona, el bronceado disimulaba su palidez natural y ya no llevaba gafas, sino lentes de contacto; pero ésas eran cosas superficiales. Pensó en cómo Petra le había controlado, y él se había dejado.

– No tanto como él piensa que ha cambiado -declaró Jilly por fin-. Yo solía ir detrás de él para asegurarme de que hacía lo que tenía que hacer y estaba donde debía estar. La única diferencia que puedo ver es que yo lo hacía gratis y ahora paga a una ayudante para que lo haga.

Jilly consiguió sonreír y añadió:

– La verdad es que, si se lo pidiera, ella también lo haría gratis.

Así que Jilly era capaz de algo tan humano como los celos, ¿no?

– ¿Cómo es? Me refiero a la ayudante.

– Guapísima. Pelirroja, muy delgada y con unos ojos tan increíblemente aguamarina que sospecho que las lentes de contacto de color tienen algo que ver en el asunto.

– Así está mejor.

– ¿Qué?

Max sonrió maliciosamente.

– La crítica siempre es una buena señal. Y casi te has reído.

– Sólo de mí misma. He hecho el ridículo, ¿verdad?

– No, Jilly. Él ha progresado y te ha dejado atrás. Suele ocurrir.

– Pues no tenía derecho a dejarme atrás. Si no fuera por mí, seguiría eligiendo los discos del club de juventud local.

– Oh, vamos…

– ¡No te pongas paternalista conmigo! -Jilly estaba enfadada, realmente enfadada-. No soy una pueblerina imbécil enamorada del primero que me sonrió en el patio del colegio. Richie Blake no ha progresado, Max, yo le empujé. Él mismo lo ha admitido esta noche al pedirles a sus amigos que fueran amables conmigo, que fui yo quien le puso en el camino de la fama.

Pero también había permitido a Petra que hiciera una broma de eso. El rostro le enrojeció al recordarlo.

– En ese caso, no lo comprendo. ¿Por qué no estás ahí ahora? ¿No has dicho que Rich va a dar una fiesta para celebrar el lanzamiento del programa?

– Sí, pero pensaba que iba a ser en el estudio, que iba a ser una fiesta informal -Jilly se indicó la ropa.

– ¿Y no lo es?

– No. Y a Petra se le ha «olvidado» decirme que iba a ser en un club de moda. Petra…

– ¿La ayudante guapa?

– Petra debería haberme dicho que trajera ropa para cambiarme después del programa.

– Pero no lo hizo.

– Las mujeres que han llegado para ir a la fiesta estaban casi desnudas. Una de ellas llevaba un escote hasta aquí… -Jilly se señaló la cintura-. Y otra llevaba un vestido que se le transparentaba todo. Y otra…

– No sigas, me lo imagino -Max le agarró una muñeca mientras Jilly gesticulaba dramáticamente.

Jilly paró, lo miró y, de repente, le sobrevino un sollozo.

– ¡Oh, maldita sea! ¡Maldita sea! Me he prometido a mí misma no llorar…

Max no sabía cómo había llegado a abrazarla, pero se encontró con los brazos alrededor del cuerpo de Jilly mientras las lágrimas de ella le empapaban la camisa. Los sollozos sacudían el cuerpo de Jilly mientras él murmuraba palabras para tranquilizarla, aunque no sirvieron de nada.

– ¡Oh, Dios mío! -Jilly se apartó de él bruscamente, sorprendiéndolo-. ¡Cómo es posible que esté llorando!

Con enfado, Jilly se secó las lágrimas y continuó.

– La verdad es que no me importa…

– Eh, cálmate -dijo Max ofreciéndole un pañuelo, con el que Jilly se corrió el rímel por los ojos-. Lo que necesitas es…

– Si me dices que lo que necesito es una taza de té, Max, te prometo que te doy un puñetazo -le advirtió ella.

Lo que necesitaba era justo una taza de té, pero como Max no podía ofrecérsela, se inclinó hacia delante y abrió el pequeño mueble de las bebidas que tenía instalado en el coche.

– Coñac -dijo Max levantando una botella de muestra de coñac que sirvió en dos copas-. Toma, te calentará un poco. Nos vendrá bien a los dos.

Luego, se miró el reloj. Las diez y media. La noche apenas había empezado.

– ¿Sabes en qué club es la fiesta?

– Spangles -respondió Jilly antes de beber un sorbo de coñac.

Jilly tosió cuando el licor le pasó por la garganta.

– Claro -Max consideró las posibilidades-. No es muy tarde. Te da tiempo a que lleguemos a casa, cambiarte y reunirte con ellos en el club.

– ¿E ir a un club por la noche yo sola? -Jilly bebió otro sorbo de coñac-. No, ni hablar.

Jilly esperó. Se encogió de hombros y añadió:

– Además, he dicho que tenía planes para esta noche.

Y había salido de allí con la cabeza bien alta. Vio a Max llevarse la copa de coñac a los labios.

– ¿Y les has dicho cuáles eran esos planes?

– No.

– Hace mucho que no voy a Spangles. Me pregunto si habrá cambiado -Jilly no dijo nada; en realidad, no había esperado que dijese nada-. Esta misma tarde estaba pensando que hace mucho que no salgo, y debería hacerlo.

Max abrió otra botella de coñac y la repartió en las dos copas.

– Y bailar es un buen ejercicio para mí. El médico me lo ha dicho -tragó más coñac-. ¿Cuánto tardarías en cambiarte, Jilly?