– Antes le he ofrecido dinero. No se ofenda -los ojos de ella se habían enturbiado-. No estará obligada a nada. Se lo ofrezco como amigo.
– No lo somos.
– Podríamos serlo.
– Dudo que estuviéramos de acuerdo en el significado de amistad -replicó Elspeth con firmeza.
– Por lo menos quédese a tomar un té. Prometo guardar distancias. Aquello pasaba de castaño oscuro: su bondad, su extravagante ofrecimiento de ayudarla económicamente, su dulce sonrisa y su buena disposición a comportarse con escrupulosa cortesía. Ella intentó rechazarlo con la misma educación que él le había hecho la oferta, pero las palabras le salieron como un tartamudeo inarticulado mezclado con lágrimas. Después de secarse las lágrimas con los puños, Elspeth intentó sonreír.
– Me disculpo… por -le dijo con un fuerte hipo-. Quiero decir, qué duro esto… debe ser -contuvo un sollozo… luego otro. Se dio la vuelta para alejarse cuando estalló la marea, las lágrimas le corrían por la cara y empezó a sollozar de forma incontrolada.
Él la tomó entre sus brazos, la llevó hasta un sillón, se sentó y la meció suavemente como hacía con los hijos de su hermana cuando estaban tristes.
– No pasa nada, no llore -le susurró, pensando cuánto se parecía a la hija pequeña de Betsy, también rubia y de ojos azules, aunque Annie sólo tenía cuatro años. Pero en ese momento, la dama que tenía entre sus brazos lloraba con el mismo fervor desconsolado. Deseó aliviar su pesar con la misma facilidad que en la niñez, cuando un caramelo o un juguete nuevo ofrecían un consuelo inmediato. Pero Grafton era un obstáculo mucho mayor. Y ella no parecía dispuesta a aceptar dinero… al menos de él-. Todo irá bien -le susurró, ofreciéndole un tópico tranquilizador en lugar de un remedio más práctico-. Todo irá completamente bien…
Ella movió la cabeza con gesto de disgusto contra el pecho de él, y le arrancó una ligera sonrisa por la similitud entre la pequeña Annie y su antigua amante.
Los caramelos no eran la solución en este caso, ni los juguetes, aunque hacía poco un nuevo pony había contenido el raudal de lágrimas de Annie.
– ¿Le gustaría tener uno de mis caballos de carreras?
Estaba cambiando realmente el rumbo de su vida por aquella preciosa doncella; aquella era la segunda vez que ofrecía un caballo para complacerla.
Por qué le fascinaba tanto era una pregunta que había decidido no formularse.
Simplemente la deseaba, y era suficiente.
Pero en lugar de decir sí, rompió a llorar todavía más fuerte y él, estrechándola más entre sus brazos, la tranquilizó lo mejor que sabía, le murmuró frases reconfortantes con un tono de voz grave y dulce, le secaba las mejillas con las mangas de la camisa, haciendo el papel de niñera. Hasta que, transcurrido un rato, las lágrimas cesaron.
Le miró a través de sus pestañas mojadas y le dedicó una sonrisa empapada.
– Nunca lloro. De verdad, nunca. No sé lo que me ha pasado.
– ¿Ha sido por algo que haya dicho? -bromeó con ella.
Elspeth se limpió las lágrimas al mismo tiempo que se reía con cierto nerviosismo.
– Ojalá fuera algo tan sencillo como eso. Discúlpeme por estropearle el día.
– No ha estropeado nada -Elspeth estaba sentada en las rodillas de Julius y la calidez apetecible de las nalgas estimulaba cada nervio de su cuerpo masculino, que se encontraba en un estado de agradable alerta.
– Usted es muy, muy amable conmigo.
– Ahora es cuando podría decirle que aún puedo ser más amable -le dijo Julius mientras se le dibujaba despacio una sonrisa en los labios.
Ella no pudo evitar responderle con cierta burla.
– Y ahora es cuando yo podría decirle que ojalá pudiera aceptar su oferta.
Julius medio levantó la mano mostrando la habitación silenciosa.
– ¿Quién lo va a saber?
– Alguien puede entrar -le dijo, lanzando una mirada nerviosa hacia la terraza.
Si Julius interpretara bien su respuesta y tuviera una década o más de experiencia en leer sobre cuestiones de aquiescencia femenina, se daría cuenta de que ella no estaba diciendo que no.
– El servicio tiene órdenes de no aparecer por aquí.
Elspeth arqueó las cejas.
– No estoy segura de sí debería sentirme agradecida o avergonzada por su previsión.
– Ninguna de las dos cosas. Estamos solos, eso es todo, y lo estaremos hasta que no ordene lo contrario. Así que ya ve -le dijo en voz baja-, no le quedan excusas.
– ¿Para qué? -le miró fijamente por debajo de las pestañas, con una media sonrisa en los labios.
Era la primera mirada coqueta que le había visto.
– Para darme un beso -susurró Julius.
– No debería.
– Nadie lo sabrá… nunca -añadió suavemente.
– ¿Nunca?
– Nunca -esa única palabra, ronca y grave, bastó para corroborar la seguridad del precepto.
Elspeth tomó aire profundamente en un gesto que acentuó más todavía la prominencia de sus pechos, soltó la respiración y le dijo con una voz apenas perceptible.
– Tal vez uno, pues.
– Me encantaría -llegados a ese punto no era una cuestión de negociación. Sólo era una cuestión de espera.
– Voy a besarle.
Él se sentía complacido de que hablara con menos timidez, y aún más complacido de que se hubiera olvidado de las lágrimas.
Julius se acomodó en la burda lana roja de la gran butaca jacobina, reposó los antebrazos sobre los brazos de madera tallada y cerró los ojos.
– Se está burlando de mí.
Julius percibió un tono de burla en su voz, levantó los párpados y advirtió el rubor de sus mejillas y el brillo de ojos azules. Si no tuviera miedo de asustarla, alargaría las manos y le acariciaría sus pechos, infernalmente tentadores.
– Me estoy preparando para recibir su beso -le dijo mostrándole una sonrisa encantadora y reprimiendo sus auténticos deseos.
– Como si fuera la primera vez que recibe uno -le replicó con un pequeño resoplido.
– No es lo mismo. -Era la pura verdad. Se sentía tan virginal como ella, como si estuviera a punto de ser besado por primera vez. No es que su alma hastiada no comprendiera que aquellas sensaciones extravagantes no tardarían en desvanecerse, pero en aquel preciso momento la emoción era real.
– ¿Qué tiene de diferente? -le preguntó adoptando una actitud típicamente femenina, no contenta hasta descifrar por completo todas y cada una de las palabras pronunciadas.
– Usted es diferente.
– ¿Cómo?
– No lo sé. Excitante. Joven. -Se encogió de hombros-. No me lo pregunte. Ni yo mismo me comprendo. -Si no estuviera tan concentrado en el intervalo posterior a los besos, habría sentido una punzada de gran inquietud ante aquel extraño comportamiento.
– Me ocurre lo mismo. Usted también me excita.
Por lo visto, la experiencia con semejante inexperta iba a ser del todo frustrante. Ella quería conversación y besos, mientras que él quería hundir su sexo en su cuerpo apetitoso desde hacía al menos una hora, mejor dicho, desde el día anterior.
– Béseme -le murmuró-, y juntos nos ocuparemos de esa excitación.
Mientras ella se inclinaba hacia delante, él se agarró a los brazos del sillón. Julius sintió la presión de sus senos contra su pecho antes de que sus bocas se unieran, y se sorprendió aguantando la respiración, lo cual era probablemente lo más sorprendente que había ocurrido hasta entonces.
Julius se obligó a respirar. Al fin y al cabo, sólo era un beso.
Elspeth le rodeó la cara con sus manos, luego se humedeció los labios ligeramente, después no tan ligeramente… había caído en su hechizo desde la primera sonrisa cálida en la sala de juego del Jockey Club. La boca del marqués se abrió bajo la de ella, y ella suspiró ante aquella felicidad extasiada. A pesar de sus mejores intenciones, a pesar de intentar negar sus sentimientos, ella le había estado deseando, aquello… y mucho más.
La lengua cálida de Julius recibió la suya con una bienvenida lánguida y, por instinto o bien por un deseo inhibido durante demasiado tiempo, con un gemido gutural, atrajo la lengua de Julius a la suya. Como un preludio, tal vez, de todo lo que ella deseaba ardientemente.
Fue un beso largo, prolongado, perezoso a ratos, otras veces enérgico, un aperitivo delicado, ambrosía… de vez en cuando un tipo de beso como de carne roja, cada vez más febril. E impaciente… a la dama le había sido negado durante mucho tiempo.
Por otra parte, el marqués, al que nunca se le había negado nada, se encontraba en la posición poco envidiable de tratar de ajustarse a una situación completamente nueva.
Por pura voluntad, se disuadió a sí mismo de levantarle las faldas, alzarla sobre su miembro rígido y hundirlo profundamente dentro de ella. Haciendo gala de una enorme compostura, él reprimió sus deseos más incontrolables.
No quería que ella se escapase.
No hasta obtener lo que deseaba. Y ella igual.
No cabía la menor duda de su habilidad para llevarla hasta el clímax, y así lo haría.
Era muy bueno en lo que hacía.
Ella se le agarró a los hombros con una fuerza sorprendente. Su beso ya no era tanto un beso como una súplica húmeda, impetuosa y ávida de algo más. En el umbral de la capitulación, lo supiera o no, se puso a contonear su caderas dibujando aquellos ritmos ondulantes, tan viejos como el mundo. El jadeo entrecortado de ella calentaba la boca de Julius y el aroma de la excitación sexual flotaba en el aire.
Julius, deslizando las manos por detrás de su espalda, sostuvo con cuidado sus nalgas, la colocó más cómodamente sobre sus rodillas, y flexionó la cadera para entrar en contacto con su hendidura acalorada.
Ella gimoteó… con una voz inquieta e implorante.
Mientras deliberaba si llevarla al dormitorio, echó un vistazo al reloj, sólo para decidir que no un instante después. No quería romper el hechizo. Dejó de sujetarla tan fuerte, le hizo espacio para las piernas moviéndose un poco hacia la izquierda. La butaca era grande, se había diseñado especialmente para los vestidos con aro que se llevaban en otros tiempos, y había espacio más que suficiente. No es que tuviera la intención de ocupar el sillón más tiempo de lo necesario cuando había un sofá disponible al otro lado de la habitación. Pero por ahora se las arreglaría así.
Julius casi podía sentir su roce sedoso mientras se frotaba contra su carne palpitante, casi sentía el calor líquido de su cuerpo que le envolvía.
Casi. Pero todo aquello era demasiado nuevo para ella. Él mismo se amonestó y se pidió tener paciencia.
Abrumado y furioso, con los sentidos inflamados y una vocecilla en la cabeza gritando: no es suficiente… no es suficiente… no es ni mucho menos suficiente. Un insaciable y vehemente deseo resonaba a través de la carne trémula de ella, un ritmo duro y constante latía con fuerza en lo más profundo de su ser. ¡Ansiaba satisfacción!. Ella hundió los dedos en el cabello oscuro y abundante de él, le mantuvo inmóvil la cara y le miró con unos ojos salvajes que ardían de pasión.
– ¡No puedo esperar! ¡No puedo, no puedo, no puedo!
Julius, ofreciendo una oración de agradecimiento a cualquiera de los dioses que empujaban a las jóvenes señoritas virginales a modificar sus opiniones sobre la moralidad, le murmuró:
– Agárrese a mí -y levantándola del sillón con un arrebato de fuerza bruta y potencia muscular, caminó a grandes pasos hasta el sofá-. Me puede parar en cualquier momento -le susurró, sabiendo que no lo haría. Cuando una mujer se halla en ese estado de excitación, sólo quiere llegar hasta el final.
Julius la tumbó con cuidado y se arrodilló al lado del sofá, de poca altura, se inclinó hacia ella y la besó suavemente.
– Y ahora, ¿por dónde empezamos?
– Por donde quiera.
Esa sencilla declaración, susurrada y necesitada, estaba cargada de un erotismo infernal, una oferta de carta blanca demasiado irresistible… la posibilidad de aprovecharse de su inocencia era condenadamente tentadora. Deshaciéndose rápidamente de sus impulsos más bajos, Julius le alcanzó los botones de la chaqueta, esperando que pudieran explorar la dinámica del sexo más física después. Por el momento, la dama parecía demasiado ingenua, pensó Julius, desabrochándole un botón dorado.
– Déjame a mí -dijo Elspeth, apartándole las manos.
– No pienso discutir -le respondió Julius, recostándose sobre los talones. Los botones eran tremendamente pequeños, con lazos en lugar de ojales.
– Sus manos son muy grandes.
«Y las suyas, pequeñas», pensó él. El contraste era provocativo, como todo lo que tuviera que ver con aquella joven dama virginal.
– Qué mejor para llevarla de un lugar a otro -le comentó con un guiño.
– Gracias por venir a buscarme hoy -sus miradas se encontraron-. Yo no hubiera tenido valor.
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