– Tengo valor suficiente para los dos -dijo con una amplia sonrisa-. Y estaba impaciente a rabiar. -Ahora, con la chaqueta abierta, la blancura de su blusa quedaba enmarcada por la lana oscura, el contorno de la combinación era visible a través de la fina seda. Sus senos eran espectaculares.

– Me devora la impaciencia -le dijo ella, se enderezó y se quitó la chaqueta. Sus anteriores reservas parecían eclipsadas por emociones más poderosas-. Además, me siento desesperadamente caliente -sonrió-. Y también siento como si hubiera estado esperando toda mi vida a que llegara este momento.

– Me complace ser yo el afortunado -murmuró con voz sedosa. Su mirada oscura escudriñó despacio sus formas generosas.

– No tan complacida como yo, créame -le dijo con una sonrisa que le iluminaba la cara. Le alargó la chaqueta con una timidez apenas perceptible y comenzó a desabrocharse la chorrera del cuello de la blusa-. Y si no le importa mi atrevimiento -prosiguió con un tono jovial que sugería que poco le importaba si le molestaba-, ¿le importaría quitarse la camisa? Nunca he visto a un hombre de su juventud y vigor así de cerca.

– Desnudo, querrá decir. -Con aquella alusión a la edad, a Julius se le apareció la imagen de su noche de bodas y no estaba del todo seguro si aquel comentario era desmoralizador o añadía provocación.

– Desnudo -afirmó ella con el mismo tono chispeante.

Puesto que nunca en su vida había rechazado el sexo antes de conocer a Lady Grafton, cualquier reserva que pudiera abrigar se disipó rápidamente. Colocó la chaqueta en un sillón cercano, se quitó la camisa por la cabeza, la dejó a un lado, abrió los brazos en ademán de buena disposición y le lanzó una mirada.

– ¿Algo más?

Asombrada ante aquella masculinidad desnuda, no pudo evitar quedarse embobada. Cuando había abierto los brazos en un gesto acogedor, se le habían marcado sus músculos poderosos a través de las espaldas y los brazos, el estómago sin ápice de grasa y duro, a través de la columna fuerte del cuello. Su virilidad era tan potente que ella casi lloró de envidia. Si ella necesitaba un empujón más para disfrutar de las habilidades amatorias de Darley, el acusado contraste entre su marido y él acabó de cerrar el trato. Era un hombre imponente.

– ¿Necesito su permiso para quitarme las botas? -le dijo Julius, rompiendo el silencio. Preguntó sólo por cortesía, puesto que ya se estaba sacando una bota.

– No estoy segura de que necesite permiso para nada con el atractivo tan cautivador que tiene sin ropa.

– En parte desnudo -la corrigió amablemente.

– Me lleva ventaja -su voz era la de un contralto seductor-. No estoy segura de que funcione.

Tiene talento, pensó Julius.

– Levante los brazos y pondremos remedio a esta disparidad de opiniones.

Ella accedió sin rechistar y él le quitó la blusa medio desabrochada por la cabeza. La dejó sobre la chaqueta y se dio la vuelta.

– Ahora la combinación.

De repente, ella cruzó los brazos sobre el pecho.

– Cierre las cortinas, por favor.

– No hay nadie fuera.

– Aun así… me sentiría mejor.

– Y yo me sentiría mejor si no tuviera que hacer el amor furtivamente a oscuras.

– Todo este encuentro es furtivo… ¿no es así?

– Al contrario -le contestó con un ligero movimiento de cabeza-, es el placer supremo, como ganar el Derby.

Estaba claro que él tenía una opinión muy diferente sobre el sexo ilícito.

– Me preocupa… que me vea… -balbuceó ella-… un criado.

Eso y el hecho de que él era relativamente un extraño de repente hicieron de la desnudez un problema.

– No verá a ningún criado y nadie la verá a usted.

Una repuesta inequívoca, como su mirada penetrante.

– Y con todo… -le dijo respirando profundamente, inquieta y llena de dudas.

Él sonrió.

– Mire, no me voy a ir. Además, soy totalmente inofensivo. Podría descruzar los brazos.

Presa de un miedo atroz, la rabiosa impaciencia de unos momentos antes fue sustituida por un torrente de dudas ambiguas.

– Sigo pensando… en lo que diría Sophie.

– Ella no está aquí, por si no se ha dado cuenta -le apuntó en tono de broma.

– Estoy siendo un poco ridícula, ¿verdad?

Julius sonrió con paciencia, aún era temprano.

– Sabe que responderé que sí. Está totalmente a salvo en mi casa.

– Y Sophie no está aquí.

– A menos que haya dado una caminata de cinco millas a toda velocidad.

– Tiene razón, por supuesto -Elspeth dejó caer las manos sobre su regazo-. Y se está muy bien aquí, con usted.

– Hablando de cosas agradables -le ofreció Julius, dándose cuenta de que tal vez requería más tiempo antes de consumar su primera experiencia sexual. Creo que le prometí un té.

Elspeth negó con la cabeza.

– No me apetece. Tal vez un vaso de jerez, aunque me siento tan mareada, que tampoco lo necesito. Usted es embriagador, lo sabe… -ella le pasó los dedos por su pecho-. Tan masculino… -siguió diciéndole, las palabras le salían a borbotones-. Anoche soñaba con usted y de repente una sensación muy extraña, maravillosa y espléndida, todo hay que decirlo, fluyó a través de mí, esto… la parte inferior de mi cuerpo con un calor delicioso, ondulado. Era muy agradable.

Él había intuido su naturaleza apasionada a primera vista. Pronto él se aseguraría de que sintiera cosas todavía más agradables.

– Tuvo un orgasmo mientras dormía -murmuró él-. Ocurre muy a menudo.

– ¿Así, sin más? ¿En un sueño?

– Así, sin más.

– ¿Le sucede a usted lo mismo?

Siendo como eran las mujeres una constante en su vida, los sueños sexuales ocupaban un plano secundario respecto a la realidad.

– Antes sí -contestó con un tono neutro.

– ¿A menudo?

En lugar de más evasivas, Julius cambió de tema:

– Puedo hacer que se sienta diez veces mejor que en cualquier sueño. Se lo garantizo.

– ¡Diez veces! -exclamó con voz entrecortada y los ojos muy abiertos-. ¡No puedo creerlo!

Julius alcanzó los botones de los bombachos y sonrió despacio.

– Veamos si puedo convertirla en una creyente…

Se desabrochó los botones, deslizó los pantalones color canela por la cadera, se sentó para que le resbalaran hasta los pies y los dejó a un lado. Las erecciones que Elspeth había visto hasta el momento se limitaban a las de la especie equina… Examinó el miembro erguido de Darley con ojos de novata y fascinación ávida. Aquel mango abultado se bamboleaba levemente con sus movimientos, las venas hinchadas estaban tan marcadas que podía notarle el pulso. ¿Le entraría una cosa tan grande? Tomó aliento con cierto nerviosismo, como si un revuelo de expectación le rasgara los sentidos, el calor carnal fluía en ondas desde su seno, como para tranquilizarla.

Acosada por una curiosa impaciencia febril, se encontró deseando una ilusoria y tentadora satisfacción de una naturaleza hasta ahora desconocida. La satisfacción sexual, sospechaba ella. Comprendía las premisas básicas. Y con el apuesto Lord Darley delante de ella, precedido de su fama de galán, ¿por qué una mujer no debería sentirse tentada? Pero ese deseo incontenible que le quemaba a través de los sentidos y le nublaba la razón por completo era, no obstante, impresionante.

– ¿Es normal sentir este deseo fiero e insaciable? -murmuró Elspeth en el mismo instante que su mirada codiciosa se veía atraída por su erección exuberante.

– Sí -respondió Darley, en lugar de dar otra explicación más complicada, sin ganas de conversación. Nunca había esperado tanto por una mujer-. No hay normas -dijo, esbozando una sonrisa.

– Entonces puedo pedir lo que quiera -replicó alegremente-. Eso si yo supiera lo que quiero -añadió con una atractiva sonrisa-. Tiene que enseñármelo todo.

Estuvo a punto de perder el control y desmoronarse allí mismo al oír aquellas palabras. La perspectiva de enseñárselo todo era capaz de intrigar a un crápula hastiado como él. Con la oferta de carta blanca sexual todavía resonando en su cabeza, se esforzó en decirle con tacto:

– ¿Por qué no vamos poco a poco? Por ejemplo, quitándole las botas.

La alcanzó para quitarle las botas, las dejó caer sobre la alfombra, después hizo lo propio con sus medias bordadas de seda blanca haciendo gala de una habilidad acostumbrada y las dejó junto a la blusa.

– Me preguntaba… -susurró ella, deseando acuciantemente tocarle allí, en la cabeza brillante de su miembro-. Digo… si no le importa -balbuceó, embelesada por la evidencia de su masculinidad viril-. ¿Podría? -le espetó… señalando su objeto de deseo.

Reprimiendo la impaciencia y prefiriendo la fornicación a algo tan ingenuo, no obstante cedió por su estatus de principiante.

– Por supuesto -le ofreció, recostándose ligeramente, mostrándose más accesible, repitiéndose en su fuero interno que la virtud sería su recompensa.

Pero cuando las yemas de los dedos de Elspeth le rozaron la cresta hinchada de su erección, se echó impulsivamente hacia atrás, sacudido por una poderosa oleada de lujuria desproporcionada respecto a aquel acontecimiento trivial.

– Oh, querido, le he lastimado -le dijo alarmada.

Le llevó un momento contestar con su erección emergiendo hacia arriba en un frenesí explosivo y obstinado.

– No -masculló, y los orificios nasales se le ensancharon mientras luchaba por reprimir sus impulsos traicioneros-. Estoy bien.

– ¿De verdad?

La sonrisa de ella era tan inocente que consideró seriamente que tal vez había cometido un error llevándola hasta allí.

– De verdad -le dijo, mintiendo como un bellaco, poco seguro de poder seguir haciendo el papel de caballero por mucho tiempo.

Respirando hondo para mantener la compostura, analizó sus opciones.

Al inspirar profundamente, percibió el familiar perfume de la excitación femenina y el dilema quedó solucionado.

La señorita, virginal o no, no le rechazaría a esas alturas, o al menos no en serio, sin reparar en lo que él eligiese hacer. Dejando de sentirse afligido por la indecisión, le mostró su habitual sonrisa.

– Si quiere que hoy sea su profesor, ¿por qué no empezamos por la primera lección…? El beso.

– Estoy a su disposición -le contestó ella con una sonrisa automática.

– Qué detalle -le dijo él como si estuvieran manteniendo una conversación de lo más inocente-. Si tiene cualquier pregunta -le susurró, cortésmente-, sólo tiene que preguntar -e inclinándose hacia delante, cogió entre las manos su cara y la besó con castidad.

Elspeth, suspirando contra sus labios, levantó las manos y se las puso en la espalda, y se pegó a él con una ferocidad bastante diferente a ese beso amanerado.

Sus músculos, duros y tensos, eran un potente afrodisíaco para una mujer que sólo había conocido a un marido viejo y repugnante. «Qué afortunada soy de estar aquí», pensó ella como si estuviera soñando. Aquel beso meloso calentaba sus ya sobrecalentados sentidos. Una fuerte embriaguez le consumía los pensamientos. El glorioso Lord Darley la estaba besando realmente. Era como si todos los sueños exaltados de cuando era niña se hicieran realidad. El príncipe real del cuento de hadas acerca del cual cotilleaban todos los periódicos londinenses, el semental de la mitad de féminas del país, estaba en sus brazos.

Estaba esperando con impaciencia recibir la siguiente lección, se decía a sí misma, mientras se retorcía ligeramente contra un indeterminado, pero codiciado anhelo.

– ¿Está preparada para más? -le susurró Julius contra la boca, reconociendo su movimiento febril. Sin necesidad de respuesta, la hizo recostarse con habilidad, le deslizó la mano bajo la falda, le besó la mejilla sonrosada, el cuello pálido y esbelto, mientras su mano avanzaba por su pierna torneada, el muslo cálido y, al llegar a las puertas del paraíso, lo encontró húmedo y listo para ser penetrado-. Veamos si esto le gusta -murmuró Julius al tiempo que le masajeaba la carne brillante y trémula, con una delicadeza magistral, hacia arriba por un lado, abajo por el otro, de aquí para allá, deteniéndose finalmente en el capullo emergente del clítoris.

Podría alguien expirar de puro y violento éxtasis, se preguntó ella, con todos los nervios del cuerpo inundados de aquella resplandeciente embriaguez.

No expiró, por supuesto, pero comenzó a respirar de forma irregular mientras él continuaba encendiendo su sexo meloso, el tejido delgado y vibrante que se henchía por la brujería de sus largos y finos dedos, el nudo tenso de su clítoris estremeciéndose de excitación.

Pronto sus dedos se impregnaron de su líquido perlado, ella gemía, retorciéndose febrilmente contra su mano, los pezones parecían dos picos firmes a través de la seda transparente de la combinación, el rubor de la pasión le sonrosaba la piel. Relajó los dedos un poco, en un intento de llevarla hasta un punto febril… sólo para encontrarse con su membrana virginal.