– Es suficiente -le interrumpió rápidamente-. Lléname el vaso y tracemos nuestro plan para mañana.


* * *

Capítulo 11

Elspeth se dio la vuelta en la ventana del vestidor, con una pequeña arruga surcándole la frente.

– Ayúdame a pensar una excusa para librarme de la cena. No estoy de humor para soportar otra tarde de groserías de Grafton.

Sophie sacudió la cabeza y sacó un vestido del armario.

– No le gustan las excusas. Ya lo sabe. Intente pensar en otra cosa durante la cena. Dudo de que se dé cuenta de cómo esté usted, él prefiere deleitarse con el sonido de su propia voz. Ahora venga, póngase este vestido.

Elspeth suspiró.

– Sólo llevo seis meses de matrimonio y me parece que son seiscientos.

– Por la manera que el conde abusa de la bebida no le queda mucho, cielo.

– No sé si debería rezar para que eso ocurra o reprenderme por ser tan insensible con otro ser humano -respondió Elspeth, acercándose a Sophie.

– Eres más amable de lo que se merece y, por si le sirve de consuelo, todos los criados opinan lo mismo. La anterior esposa sólo tardó un mes en encerrarse en sus aposentos y tomó láudano hasta que una mañana no se despertó. Al menos usted conserva la cordura. Mire la parte positiva, querida.

Tal vez esta noche se exceda con la bebida y caiga dormido en los postres.

– Intentaré mirar el lado bueno -le contestó Elspeth con un pequeño suspiro. Aunque después de una tarde de placer glorioso, una noche en compañía de Grafton parecía casi insoportable.

– Eso es, buena chica. Le recordaré a Georgie que procure tener la copa del viejo siempre llena.

– Y yo estaré contando los minutos para que se acabe la cena. -Decirse a sí misma que había muchas otras mujeres que se encontraban en una situación peor que la suya no le producía el mismo efecto tranquilizador que en el pasado. Una vez catada la copa de la felicidad, había descubierto que su vida cotidiana era todavía más sombría. Aun así se vistió y bajó las escaleras como es debido, como era su obligación. Sin embargo, no podía obligarse a que le gustara.

Sólo poner un pie en el comedor, Grafton le anunció que asistirían a una soirée en el Jockey Club… Aquella información le causó una reacción a medio camino entre la alegría y el disgusto.

La posibilidad de volver a ver a Darley la llenó de euforia.

Por otra parte, estaría obligada a pasar una larga noche con Grafton. No era un pensamiento muy agradable, teniendo en cuenta que esperaba cenar rápido y escaparse a sus aposentos.

– Quiero estar en el Jockey Club a las nueve -comentó Grafton, con brusquedad. Chasqueó los dedos para indicar a los lacayos que comenzaran a servir antes incluso de que ella llegara a la mesa-. Y te cambiarás ese vestido de colegiala. Lo detesto. Ponte el nuevo azul, con el bordado de perlas. Siéntate, maldita sea, no tenemos demasiado tiempo.

Tuvo que hacer acopio de todo el tacto que poseía para mostrarse conforme, cuando en realidad hubiera preferido tirarle los platos que había sobre la mesa. Recordó todas las máximas de cortesía que le habían enseñado, recordó asimismo las razones que la habían llevado a casarse con aquel hombre rudo y grosero al que llamaba marido, y entonces se sentó. No sería siempre así, pensó Elspeth. No puede serlo… o ella acabaría volviéndose loca.


Poco después de las diez, Julius y Charles entraron en la pequeña sala de actos del Jockey Club y, desde la entrada, de pie, examinaron al gentío. Había una multitud agolpada. Además de los asiduos a las carreras, se habían dado cita otras personas llegadas desde la ciudad para el partido que se celebraría el día siguiente entre el caballo negro del Príncipe de Gales y el ruano ganador de Burlingame.

– No la veo -comentó Charles, buscándola con la mirada entre la gente.

– No estoy seguro que estés lo bastante sobrio para ver a nadie.

– ¿Desde cuándo te has vuelto presbiteriano? Siempre bebemos la semana de las carreras. Oh, me olvidé -apuntó el vizconde con una mirada lasciva y descarada-. Ha estado en la cama con una doncella virginal que prefería hacer otra cosa que beber.

– No levantes la voz -masculló Julius. No era que él le hubiera contado a Charles su encuentro. Amanda no pudo evitar revelarle la noticia cuando el vizconde se había pasado por casa.

– Mis labios están sellados. -Charles hizo un movimiento amplio, descuidado y entrecruzado por encima de la boca, casi golpeando a Julius en el proceso.

– ¿Por qué no te buscas un sitio en la sala de juego y nos reunimos más tarde?

– Hijo mío, no podrás montarla aquí aunque te la encuentres. Hay demasiada gente.

– Muchas gracias por la observación -comentó Julius, secamente-. Allí está Newcastle -añadió con un gesto de la cabeza hacia la sala de juego-. Apuesta fuerte incluso para ti.

– No tiene sentido jugar por dos peniques -dijo Charles, sin rodeos-. Maldita pérdida de tiempo.

Julius guió a Charles entre la multitud y lo sentó en la mesa de Newcastle, intercambió saludos con toda la mesa en general y, tras excusarse diciendo que tenía que ver a algunos amigos de su hermana, se retiró rápidamente.

– ¿Amigos de su hermana? ¿Desde cuándo? -dijo Newcastle con las cejas enarcadas en señal de escepticismo.

– Desde que conoció a una joven dama cuyo nombre debe permanecer en secreto. -Charles golpeó ligeramente el tapete verde del tablero-. Dame carta.

– Si Darley juega con ella, no conservará el anonimato por mucho tiempo -apuntó uno de los hombres-. No con su reputación. Los periódicos siguen todas sus hazañas.

– De todos modos, para cuando su identidad sea conocida, habrá llegado el turno de la siguiente. -El hombre que había dicho eso sonreía-. ¡Que le vaya bonito!

– Dijo la sartén al cazo: retírate que me tiznas, ¿eh, Durham?

– Ellas pueden negarse si quieren -el conde de Durham inclinó ligeramente la cabeza-. Y espero que la dama de Darley esté dispuesta como las demás. De hecho, me pregunto si ha intentado que esta nueva chica…

– Darley no necesita ayuda para su vida sexual -le interrumpió Charles, apartando dos cartas-. Sin embargo yo sí que necesito unos naipes decentes. Deme dos más, Newcastle… que sean buenos esta vez.

La conversación tomó otros derroteros, quién estaba en racha, o mejor dicho, qué apuestas estarían dispuestos a hacer en la siguiente ronda, y así la nueva conquista de Darley cayó en el olvido.

Mientras tanto, esa nueva conquista se erguía rígidamente al lado de la silla de ruedas de su marido, medio oculta por una vitrina de trofeos de carreras. Tenía un dolor de cabeza atroz a causa de reprimir infinidad de réplicas, que no podía pronunciar en voz alta, mientras su marido la amonestaba por todo, por estar demasiado arrimada o no sonreír lo suficiente. La sonrisa de Elspeth era tan rígida que sentía que la cara iba a resquebrajársele si escuchaba al conde lamentarse de no haber visto a Lady Bloodworth, cuando ella le había asegurado que estaría allí esa noche.

– ¡Maldita sea, ve y encuéntrala! -le dijo bruscamente, apartando a Elspeth de un empujón-. ¡Y date prisa!

Elspeth se alejó de allí, furiosa y frustrada. Obligada a servir de alcahueta a su marido, se ofendió de lo lindo. ¿Acaso su humillación no conocería fin? ¿Qué elevado precio se suponía que debía pagar por el futuro de Will?

Sintiendo aquel dolor de cabeza martilleándole el cerebro tan insistentemente, los ojos se llenaron de lágrimas. Se abrió camino con inercia entre la multitud, sin importarle ni ser consciente de lo que le rodeaba, sólo deseando encontrar un rincón apartado donde esconderse.

– Perdone -murmuró sin levantar la mirada, apartándose de quienquiera con que hubiera chocado, sintiendo una desesperada necesidad de escapar.

– Venga por aquí.

Aquella voz era grave y familiar. Un brazo le rodeó el hombro, protegiéndola de la multitud que la empujaba, y, en cuanto alzó la mirada y vio la sonrisa de Darley, se sintió súbitamente confortada.

– La estaba buscando -musitó él, mientras la guiaba hacia el vestíbulo adyacente-. Se ha estado escondiendo.

Ella hizo una mueca.

– Ojalá pudiera.

– Permita que haga algo al respecto -le dijo con un guiño-. Sólo deme la orden.

Ella se rió, y aquel sonido alegre mitigaba la frialdad de su alma.

– ¿Puede buscar un rincón tranquilo… para pasar cinco minutos ¿No puedo ausentarme mucho rato.

– ¿Ha ido a buscarle otra bebida? -le preguntó conduciéndola escaleras abajo, en dirección al vestíbulo. El ruido de la fiesta se apagaba a sus espaldas.

– Tengo instrucciones de encontrar a Lady Bloodworth. Grafton piensa que ella lo está esperando para verse aquí, esta noche.

– No es así, pero no tenemos por qué decírselo todavía. Aprovechemos primero sus cinco minutos -Darley abrió una puerta y le hizo un gesto con la mano para que pasara dentro.

– ¿Sabe dónde está?-le preguntó Elspeth mientras inspeccionaba la pequeña oficina.

– Lejos de la multitud -le sonrió-, y con el tiempo muy justo.

– Con mi marido en la habitación contigua, no hay tiempo -le dijo, sofocada.

– Hay tiempo para un beso.

Darley sonrió muy próximo a ella.

– No me tiente.

– Es lo más justo. Usted me está tentando endemoniadamente.

El escote de su vestido era generoso, sus pechos quedaban expuestos a la vista, tal como estaba de moda, y el deseo de sacar aquellos montículos, mullidos y suaves, del vestido de seda azul era casi incontenible. Le acarició suavemente las curvas satinadas, visibles por encima de su escote con volantes, deslizó la punta del dedo por la hendidura del escote y sintió el contacto con su carne cálida.

– Nadie puede saber si los beso -dijo él-. No le alborotaré el pelo, ni le haré un moretón en los labios, ni dejaré cualquier otra prueba.

– No empiece, Darley -pero la imagen que él había evocado estaba causando estragos en su pulso-. De verdad -Elspeth le empujó la barbilla-, es imposible.

Ella tenía las manos ligeramente colocadas sobre el pecho de él, la probabilidad de que realmente pudiera moverlo con la delicada presión que ella estaba ejerciendo era insignificante. Un detalle que el marqués no había pasado por alto.

– No se verá nada de lo que está debajo del vestido… incluso si a sus pezones les gustan mis besos -le musitó, tomando las manos de ella entre las suyas, llevándolas hacia abajo, sujetándolas a los lados-. Esta caída de encaje… -le echó un rápido vistazo al corpiño- lo tapa todo.

– Darley, por favor… no puedo dejarte… ahora no.

Pero la voz de Elspeth era queda, las palabras ambiguas, como si la oportunidad del momento fuera una carga muy irresistible… se contoneó hacia él como si se tratara de una invitación. Al menos él así lo creyó.

Darley le soltó las manos, le rodeó los hombros con las manos y le bajó las mangas, dejando al descubierto la suave turgencia de sus pechos, dos esferas perfectas encumbradas no por artificio o un corsé sino por su robusta naturaleza.

– Pare… por favor, por favor, por favor -susurró ella.

Y si sus caderas no se estuvieran contoneando contra su erección en flagrante señal de negación y súplica podrían hacer el amor allí mismo.

– No llevará mucho tiempo.

La profunda y sonora autoridad del tono de Darley y la negativa explícita, aunque entre murmullos, que Elspeth le había dado, hicieron que el centro palpitante del cuerpo de ésta vibrara y se estremeciera.

Su erección se irguió más.

Censurándose por poco tiempo por responder de una manera tan bárbara a su inocente deseo, consideró fugazmente hacer lo que ella le pedía. Muy fugazmente. Pero su pene hinchado estaba duro como una roca y contra esa certeza brutal, las consideraciones éticas no tenían cabida. Escurrió los dedos entre el encaje que rodeaba aquel atrevido escote y los exuberantes senos, deslizó las manos por debajo de los pechos y con destreza veloz los liberó de la opresiva seda azul. Equilibrando el peso opulento de los pechos entre sus palmas, los levantó un poco, forzándolos hacia arriba en esferas enormes y curvilíneas, viendo cómo los pezones cambiaban ante sus ojos del rosa pálido al rosa profundo.

– Desean ser besados -susurró.

Elspeth cerró los ojos, meneó la cabeza, de manera infantil, como si pudiera ignorar aquel torrente de deseo.

– Mírelos -murmuró, su voz era tan suave como el terciopelo-. Tiene los pezones firmes y duros. Están pidiendo ser lamidos.

Volvió a negar con la cabeza, los ojos aún cerrados, pero ella jadeaba palabras sordas que dejaban claro que él estaba en lo cierto y ella equivocada. Y si el tiempo no fuera un problema, él podría haberla empujado a admitir la verdad. Pero la posibilidad de que alguien entrara era real y más importante aún, él tenía planes más allá de ese momento pasajero. La dama podría satisfacer sus apetitos carnales en un lugar más cómodo.