Mañana… en su casa de campo, cuando no sólo la lujuria de ella, sino también la suya, podría ser saciada de manera apropiada.

Entre tanto estaba más que dispuesto a obligar a la dama a reconocer su deseo e, inclinando la cabeza, se llevó un pezón lentamente a la boca.

Ella no opuso resistencia, pero en ese momento él estaba seguro de que no lo haría, y la lamió con una dulzura y delicadeza infinita en deferencia a sus miedos. Pero cuando después de un breve rato, ella hundió los dedos en su pelo y empujó su cabeza más cerca, entendió que ya no requería dulzura. Chupó más fuerte, tirando de la punta más tensa, mordisqueó suavemente, y justo cuando iba a ocuparse del otro seno, sus jadeos entrecortados se convirtieron en un gemido contenido, y antes incluso de que pudiera desplegar todo su repertorio, ella tuvo un orgasmo.

¡Cómo ha podido, cómo ha podido, cómo ha podido, gritó en silencio la mente de Darley, mientras el sonido de los violines que previamente no había oído flotaba por la habitación, con la posibilidad de que los descubrieran en cualquier momento, con la posibilidad real de que la descubrieran en pleno orgasmo!

¡Las rodillas de Elspeth flaquearon ante todos los posibles desastres que ella había pasado por alto!

Darley la tomó entre sus brazos, la llevó hasta una silla de madera mientras ésta temblaba de miedo.

– Alguien puede entrar -susurró ella.

– La puerta está cerrada -le mintió. No es que ignorara que podría aparecer un intruso. Pero, a diferencia de la dama, sexualmente excitada o no, él nunca perdía la cabeza-. Nadie puede entrar -le dijo, sentándose y meciéndola sobre sus rodillas. Y si alguien entraba, estaba relativamente seguro de que lo podría intimidar.

Abandonándose a sus reconfortantes garantías, Elspeth se apoyó sobre su pecho y, lanzando unos ligeros suspiros de placer, se deleitó con aquella sensación de bienestar que le había proporcionado el orgasmo.

Aquel hombre, que había perfeccionado la gratificación personal hasta las cotas del arte, se encontró experimentando también un grado de placer insólito… como si fuera suficiente con ofrecerle desinteresadamente el placer último. Sintió una curiosa satisfacción bastante distinta a la liberación del orgasmo y se preguntó si la hija de un vicario ejercía un tipo de embrujo especial diferente a la lujuria.

– Me mimará demasiado para lo que es el mundo real -le susurró ella, levantando lo suficiente las pestañas como para toparse con su mirada-. No voy a querer perder este sentimiento.

– Pasaré a recogerla mañana temprano -le dijo con una sonrisa-. Tendremos todo el día para satisfacer sus inclinaciones amorosas.

– ¿A qué hora se marchará mi marido?

– A las nueve. -Ella había tomado una decisión, pensó él, ya que esa tarde había estado indecisa… aunque un orgasmo era la mejor de las persuasiones.

– Bueno, entonces no quisiera que se enfadara. Será mejor que me vaya -se puso derecha y se colocó bien el corpiño.

– Estaré esperándola temprano -le dijo simplemente, después la ayudó a arreglarse el vestido antes de ponerse en pie-. Aunque desearía que pudiera pasar la noche conmigo.

– ¿No sería maravilloso? -murmuró ella, la visión de la erección de Darley cuando éste estiró la fina lana de sus bombachos le incitaron un nuevo latido entre las piernas. Retrocediendo rápidamente antes de hacer algo escandalosamente estúpido, le miró fijamente a la cara-. Le agradecería que se quedara aquí hasta que yo esté bien lejos. No puedo permitirme tener ningún problema -añadió, nerviosa.

Bien porque él había notado que le había mirado a la entrepierna o bien por una inclinación más bien práctica, le dijo, sereno:

– Saldré por la puerta trasera y me iré a casa. De todas formas, sólo vine para verla.

Con un halago como aquel cualquier dama podía perder la cabeza, pensó Elspeth, espantando el vertiginoso encantamiento que le calentaba los sentidos, diciéndose que con Darley sólo era eso, sexo, y que valía la pena que se atuviera a la dura realidad. Sin embargo, a la altura de la puerta se giró, porque incluso si el sexo sólo era sexo para él, también es cierto que le había revelado todo un mundo de opulentos placeres y le estaba agradecida.

– Recordaré esta velada con mucho cariño.

– Mañana podrá agradecérmelo, cuando haya más motivo -le dijo, poniéndose en pie y exhibiendo una sonrisa, pícaro.

Cerró rápidamente la puerta y se alejó, con la certeza de que si Darley se hubiera acercado más, se habría lanzado a sus brazos, y lo habría olvidado todo, excepto su ardiente deseo.

El marqués dio vueltas alrededor de la pequeña estancia varias veces después de que ella se fuera, como deferencia a sus deseos de no ser vista con él, presa de una agitación nerviosa. Quedaban todavía muchas horas hasta el amanecer… horas terriblemente largas hasta poder apaciguar su lujuria. Aunque algo además de la lujuria estaba también en juego. Algo más complicado que la sensación febril y los orgasmos explosivos. Algo que no estaba seguro que quisiera conocer, teniendo en cuenta su vida libertina y licenciosa.

Acababa de conocerla, se dijo el marqués, como si la novedad, y nada más que la novedad, fuera la explicación a aquellos sentimientos insólitos. O quizá sólo estaba reaccionando de manera exagerada ante su poco común inocencia y su naturaleza altamente sensual.

Esa combinación así no llamaba a su puerta todos los días.

Eso es.

Una explicación acertada a sus ansias más voraces.

Una razón lógica para no escapar.

Pero con algo de tiempo, podría saciarse.

Siempre lo hacía.

Y el Spring Meeting sólo duraba una semana.


Elspeth tenía miedo de que cualquiera que la mirara en el salón de actos adivinara que había sido indiscreta. Y si no con una mirada, sí con el olfato: sentía en las ventanas de su nariz el aroma aún intenso de la excitación… el húmedo perfume carnal la envolvía como una deshonra vaporosa. Teniendo cuidado de no arrimarse demasiado a su marido, se detuvo a una distancia suficiente para que su olor se mezclara con el de la concurrencia.

– No he logrado encontrar a Lady Bloodworth -le informó, y añadió la información que le había dado Darley-. Uno de sus amigos me ha dicho que esta noche se quedará en casa con su tía.

– ¡Por todos los infiernos! -Grafton frunció el ceño, las cejas descuidadas le rozaban con el puente de su nariz bulbosa, la barbilla le temblaba de frustración-. Ha sido una maldita pérdida de tiempo venir aquí. Tú -agitó con fuerza su pulgar en dirección a Elspeth-. Espera en el carruaje. Puede que juegue una partida de cartas o dos, ya que me he molestado en venir.

Aquella noche la descortesía de su marido no le encrespó los nervios. Todo el cuerpo de Elspeth se sentía inmune a la injuria colectiva del mundo en su estado de dicha actual, con la mente repleta de los placeres pasados y los que estaban por venir. Gracias al marqués de Darley. Gracias, en especial, a su boca y lengua experta, pensó sonriéndose para sus adentros, y aún más al acceso sin restricciones a su cuerpo viril que tendría al día siguiente.

– ¿Por qué diablos sonríes? -gruñó su marido.

Quizás incluso cuando se sonreía por dentro, no podía evitar que se reflejara en el exterior, cuando uno se sentía en la gloria.

– Por la melodía tan encantadora que está tocando la orquesta -dijo con tono agradable, haciéndose la mosquita muerta, en consonancia con su estado de ánimo de placer saciado.

– Un maldito ruido estruendoso, si me lo preguntas -se quejó el conde. Chasqueó los dedos e hizo una señal con la cabeza al lacayo hacia la sala de juego.

Mientras el lacayo conducía al conde en su silla de ruedas, el joven Tom Scott echó un vistazo al hombro de Elspeth, inclinó un poco la cabeza y le dijo:

– En el carruaje hay un chal, señora… para el frescor de la noche.

Elspeth bajó la mirada y contuvo la respiración. Un pelo negro reposaba sobre su hombro, enredado en el encaje del escote. Tiró de él rápidamente y lo guardó cerrando el puño.

Debería tirarlo. Una prueba como ésa podría ser irrefutable.

Pero, en su lugar, se lo guardó en el escote… como recuerdo entrañable.

Por lo que respecta a Tom, era el preferido de Sophie.

Era de fiar.

Y también muy servicial. Se cubrió con el chal y la capa, y tapó el olor a sexo ilícito en el carruaje de vuelta a casa.


La única cosa que podía ser útil para Darley en ese momento era un orgasmo. Tan pronto como pusiera un pie en su mansión se masturbaría. Estaba muy bien sacrificarse y comportarse como es debido en momentos muy concretos.

En el intervalo de tiempo entre el que había venido y se había marchado, estuvo a punto de estallar.

En cuanto entró en su vestíbulo, se dirigió a grandes pasos hacia la librería, entró, cerró la puerta y cruzó la habitación hasta alcanzar el diván donde hacía poco había hecho el amor con la incomparable Elspeth. Sin quitarse siquiera las botas, se sentó en el sofá, se desabotonó los bombachos y la ropa de fino lino, que se había puesto esa noche porque la ligera tela de lana de sus trajes de noche le marcaba más que aquellos utilitarios bombachos. Impaciente después del encuentro dificultoso con Elspeth en el Jockey Club, sus dedos se movieron velozmente para extraer su ansioso miembro, y cerró la mano alrededor del mango erguido. Apenas había apretado con su mano alrededor de su miembro para acometer la primera embestida cuando eyaculó a la primera de cambio, como un adolescente cachondo de tres al cuarto, y disparó la espuma de su corrida, que salió catapultada contra la alfombra.

Ahora, si hubiera logrado sofocar su lascivia con aquel clímax efímero, podría no haber sentido el impulso de lanzar la primera cosa que tenía a mano -un libro nuevo sobre caballos de raza- por la ventana.

Por suerte, los parteluces de hierro resistieron el embate de su furia, y el libro cayó sobre el asiento que estaba bajo la ventana.

Lanzó una mirada sombría al reloj, blasfemando.

Maldita sea, quedaban diez horas y todavía estaba caliente a más no poder.

Joder.

Y alcanzó la licorera de brandy.


* * *

Capítulo 12

A la mañana siguiente Elspeth permaneció en cama hasta que oyó que el carruaje de Grafton descendía avenida abajo, pensando que si se quedaba allí podría resistirse a la peligrosa tentación de Darley. Aunque si la noche que había pasado en vela era algún indicativo de su potente atractivo, estaba luchando por una causa perdida. Pero cuando Sophie entró en sus aposentos, no se movió, aparentando estar dormida y esperando hacer acopio de fortaleza interior por el puro acto de no moverse.

Ojalá pudiera dejar de pensar qué indescriptiblemente gloriosa se sentía cuando alcanzaba el clímax.

Ojalá no deseara sentir el fuerte y potente cuerpo de Darley encima de ella, a su lado y en su interior.

Ojalá. Ojalá.

Un ligero estremecimiento tensó su vagina como si aquella fuera la respuesta a su dilema.

Un estremecimiento imposible de ignorar. Un estremecimiento que pedía un orgasmo a gritos.

Abrió los ojos y miró el reloj.

Las nueve y cinco minutos. Había resistido cinco minutos enteros. Tal vez un indicio del talento sexual de Darley.

Un indicio también de la infinidad de sueños húmedos que había tenido la noche anterior.

– Está despierta -dijo Sophie, parada a los pies de la cama con la bandeja del desayuno-. ¿Se queda o se va?

– En realidad estaba intentando quedarme -Elspeth apartó las sábanas a un lado-. De verdad. Toda la noche y, en especial, desde el amanecer. (Cuando no pudo dormir más y, por consiguiente, tampoco soñar, la ferocidad de su deseo sexual se redobló). Balanceó las piernas a un lado de la cama y se deslizó hasta el suelo-. Sin embargo, ahora voy.

– Vaya, como si no lo supiera. Bueno, él ya está allí fuera, así que es mejor que esté presentable.

– ¡Está aquí!

– Fuera, detrás del huerto. Lleva aquí desde que rompió el alba -masculló Sophie. Aunque la complacía que el marqués estuviera tan excitado de ver a su niñita como lo estaba ella. Y si a una mujer de su edad le estaba permitido dejar volar la imaginación, incluso ella deseaba más del marqués. No es que se hubiera vuelto completamente chiflada, pero la esperanza no hacía daño a nadie. Grafton era viejo, bebía cada noche hasta perder el sentido y ya había sufrido una apoplejía. Si había Dios, él tenía otro.

– El agua para el baño está caliente, cielo. Y voy a tender su bonito vestido de muselina amarillo, visto el día tan soleado que hace. Vaya y diviértase, y no se preocupe por nada.

– Gracias Sophie. Creo que lo haré -respondió Elspeth con alborozo, desterrando sus incertidumbres. La aceptación de su niñera era la aprobación final a su día de desenfreno.