La habitación pequeña, aquel lugar apartado, la intimidad absoluta era como tener garantizado el permiso para entregarse con lujuria a todos los placeres prohibidos, tomar el sol, nadar y revolcarse en la gloria de los placeres carnales… La promesa de Darley de «darle todo» atizaba el fuego de su deseo.

– Estamos solos. -Darley tiró de la cinta que le cogía las tupidas trenzas para soltarle el cabello.

– Del todo -Darley le tiró con fuerza de la gorguera para abrirla.

– Nadie nos molestará -Elspeth se despojó de sus zapatitos, primero de uno, luego del otro, y su piel verde añadió una salpicadura de tonalidad al suelo claro.

– Nadie. -Estaba acostumbrado a eso. Darley se desembarazó de su abrigo, se quitó la camisa.

Su torso fuerte y desnudo le quemó las retinas a Elspeth. Estaba perdida.

– ¿Le importa si nos damos prisa? -le susurró ella.

Él sonrió de oreja a oreja.

– Déjese el vestido puesto, si quiere.

– No. Se arrugaría. Y luego él podría… -vaciló, desconcertada y temblorosa. De repente, la indecisión y el miedo le parecieron un peso abrumador.

Él podría haberle indicado que la muselina ya estaba arrugada: una tela tan fina se arrugaba con facilidad.

– Deje que la ayude -se ofreció Julius, acercándose a ella, manteniendo un tono de voz suavemente reconfortante, en contraste con la duda y el desconcierto patente en la mirada de Elspeth-. Si se da la vuelta le desabrocharé los ganchos. Nos aseguraremos de no arrugar el vestido.

Elspeth se dio la vuelta, obediente, agradecida porque le ofreciera una solución, deseándole desesperadamente. Se acercó a ella en pocas zancadas y le desabrochó los ganchos del vestido con destreza. Elspeth levantó los brazos para que él pudiera sacarle la muselina amarilla por la cabeza y colocarla cuidadosamente encima de la silla.

– Si lo desea, Meg se lo planchará.

Elspeth dio media vuelta, le rodeó el cuello con los brazos y, sujetándole como si le fuera la vida en ello, se fundió contra su cuerpo.

– Gracias, gracias, gracias por el sentido común y la razón que yo ahora no tengo. No puedo pensar en otra cosa que abrazarle, sentirle y tenerle dentro de mí. Podría ser ahora mismo el fin del mundo y no me importaría nada con tal de que primero me hiciera el amor.

El ingenuo candor de Elspeth le hizo perder el control, algo que le asombró enormemente, un hombre que tenía un extraordinario control sobre sí mismo. Su capacidad de espera era su especialidad -algo que adoraban las damas- y ahora se sentía como un joven inexperto… a punto de explotar.

– No estoy seguro de que mi juicio sea más firme que el suyo -confesó, ayudándola a salvar la poca distancia que había hasta la cama-. Necesito sentirla ahora mismo.

– Entonces estamos completamente de acuerdo -Elspeth cayó sobre el colchón, estiró de sus enaguas, extendió las piernas y se topó con la mirada de Darley. Sus ojos ardían de deseo-. ¿Le he comentado lo prendada que estoy de usted?

– Pues espere a probar esto -susurró mientras se abría los bombachos vertiginosamente. La empujó hacia el borde de la cama y se deslizó en su interior con una embestida certera, penetrándola hasta el fondo con un gemido gutural.

Ella lanzó un suspiro que se acopló al suyo y, cruzando las piernas alrededor de él, le dijo:

– Ahora dame más.

Fue una cúpula desesperada, fuera de control, guiada por la lujuria y la necesidad salvaje, una fornicación incendiaria y egoísta, con los dos participantes despreocupados de todo salvo de su consumación.

Ella llegó primero al orgasmo. O bien él esperó a que ella lo hiciera para empezar él y la siguió en un orgasmo con una velocidad sincronizada. Al final los dos se tumbaron jadeando al unísono.

– Terminaré de desnudarla en un minuto -le dijo entre espiraciones ásperas.

– No se preocupe -le dijo respirando con dificultad-. No he pensado en otra cosa en toda la noche. Eso sin tener en cuenta los veintiséis años… -se frenó a sí misma antes de decir esperándole- esperando… esto -susurró Elspeth.

La verga se le enderezó a toda velocidad. La idea de los veintiséis años de deseo reprimido le encendieron una lascivia prodigiosa.

– La desnudaré más tarde -le dijo en voz baja. En una hora más o menos, pensó él, no dispuesto a dejar de hacer el amor pronto. Que hubiera encontrado una señorita virginal tan preparada y caliente, tan desesperada por el sexo en ese remanso de paz era algo que había que tratar con tiempo, aunque fuera fugazmente. No era que él fuera proclive a especular en las ansias de la lujuria, no importaba quién fuera su compañera.

Una fornicación, precipitada y apasionada: era lo que necesitaba.

Sin tener la experiencia de Darley, Elspeth no sabía cómo ver sus pasiones en perspectiva. Sólo sabía que le deseaba con un anhelo arrebatado e impetuoso. Sólo sabía que el placer que él le había brindado era sorprendentemente hermoso. Se sentía transportada más allá del mundo cotidiano.

Como si Darley pudiera, sin ayuda de nadie, traerle el paraíso.

Más familiarizado a los juegos amorosos, Darley no perdía de vista la realidad, aunque la naturaleza de esa realidad era extraordinariamente buena, tenía que admitirlo.

Quitándose los bombachos un momento después, la invitó a tumbarse en medio de la cama y le arrebató las enaguas, la combinación y las medias de seda en un tiempo récord.

– ¿Está caliente? -le susurró ella, tocándose las mejillas ruborizadas con las palmas de las manaos.

– Caliente de mil demonios -susurró Darley, colocándose entre sus piernas como prueba de su afirmación-. Abra más las piernas -le ordenó con tono áspero.

Empezó a embestirla con frenesí, como si se tratara de un ariete, retirándose a un ritmo caprichoso. Así podía zambullirse otra vez y sentir su estrechez lujuriante en torno a él, así la violencia desenfrenada que ella le inspiraba podía ser apaciguada.

O ligeramente apaciguada.

Ese día no quedó saciado de ella.

Ni ella de él. Su enconado deseo era tan desenfrenado como el de él.

Se habían apareado con una fuerza impetuosa y momentos de calma extraños y suspendidos.

Se encontraron en la furia y la dulzura.

Sentían una dulce alegría y la histeria más desmedida.

Estaban aturdidos, si no por amor, por algo muy parecido.

No es que ninguno de los dos se atreviera a admitir algo tan estrafalario.

Tan inconcebible.


* * *

Capítulo 14

Más tarde, cuando sus corazones dejaron de resonar como tambores, cuando pudieron pensar más allá de aquel momento febril, cuando el sexo ya no capitaneaba cada uno de sus impulsos, tomaron un almuerzo frugal compuesto de pan y queso. Meg les había hecho una bolsa con provisiones para que bajaran al río. Se tumbaron sobre la fresca hierba de la ribera, besándose, acariciándose y murmurándose tonterías el uno al otro, él dándole de comer primero, luego ella a él. Bebían a sorbos hock frío, entre beso y beso.

– No quiero irme -murmuró Elspeth-. Creo que me quedaría aquí y no volvería nunca a casa.

– La mantendría a salvo. Podría desaparecer y nadie la encontraría.

– Ah… qué tentador. ¿Y vendría para hacerme el amor y tenerme contenta?

– Cada día, cada hora, cada minuto. -Para un hombre que había experimentado todas las sensaciones sexuales, el grado de su implicación no sólo era sorprendente, sino que tampoco tenía precedentes-. Le traería todo lo que necesitara. Deme una lista cada día y me ocuparé de todo.

– Sólo quiero que se ocupe de mí… para siempre…

– ¿Ahora? -como si no hubiera tenido ya una docena de orgasmos, su erección, su deseo era insaciable.

– Sí, sí… ahora y dentro de cinco minutos, y dentro de dos minutos… por favor, por favor, por favor -se dio la vuelta poniéndose boca arriba, abrió los brazos, elevó las caderas y sonrió de forma sensual y tentadora-. Estoy hambrienta de usted.

Él se hundió en su cuerpo un instante después, sintió su carne trémula alrededor de él y finalmente comprendió, después de infinidad de mujeres y su libertinaje sin límite, lo que era el placer. Era algo lúcido, luminoso y demente al mismo tiempo. Era el vacío del cosmos, la nimiedad de una respiración, el sentido de haber alcanzado -después de un viaje arduo y prolongado- el final de trayecto.


Pasaron el resto de las jornadas de las carreras en el Red Lion, aunque con un formato diferente de aquel en el que habían fantaseado tan alegremente. Ninguno de los dos podía hacer caso omiso de las obligaciones conyugales de Elspeth ni de las franjas inquebrantables de los horarios de las carreras diarias en Newmarket. Pero, dentro de esos confines, varias horas al día eran enteramente suyas.

Hicieron el amor con un sinfín de variantes. Cada roce, cada caricia, cada sensación se volvía más exquisita por la naturaleza fugaz del tiempo que compartían. La alegría era frágil y precaria, dulce como la miel. Y recogieron sus capullos mientras pudieron, como lo habían hecho los amantes durante milenios antes que ellos, sin mencionar el mañana.

En los intervalos de sus juegos amorosos abandonaban aquella ermita acogedora que se encontraba bajo los aleros del tejado e iban a pescar o a pasear, de vez en cuando, por el jardín aromático y rebosante de vivos colores. Comían los bocados exquisitos que Meg les preparaba y tomaban el bock de Darley. Se tumbaban al sol y hablaban de lo humano y lo divino, como hacen los amantes… con ansias de conocer cada pequeño detalle de la vida del otro.

Darley nunca había dejado que alguien le viera tan vulnerable.

Elspeth había reprimido durante tanto tiempo sus pensamientos y palabras que se sentía como un prisionero puesto en libertad en un maravilloso país de ensueño.

– Si hablo demasiado, dímelo -le musitó Elspeth-. De verdad, hazlo.

Él se había reído y la había besado más, diciéndole:

– Cuéntame cómo era tu madre o cuáles eran tus asignaturas preferidas en la escuela… -y la mayoría de las veces-, qué caballos prefieres… antes y ahora.

Por debajo de la pasión amorosa que los magnetizaba y los mantenían esclavos, profesaban una devoción igualmente apasionada por las carreras y los purasangre de primera, la piedra de toque de sus vidas. Hablaban largo y tendido de líneas de sangre y pedigríes, de las buenas crías. Hablaban sobre buenos preparadores y adiestramiento, de las ventas más importantes del año y de las principales carreras de caballos. Era un encuentro agradable y armonioso de ideas, pensamientos y propósitos.

Elspeth se preguntó fugazmente si acaso aquella pasión mutua por los caballos tenía algo que ver con la fantástica relación en términos de ardiente afectuosidad que mantenían. Pero, por otro lado, había hablado de caballos durante toda su vida con mucha otra gente y nunca había sentido eso.

Era Darley, mera y sencillamente… era de una belleza arrebatadora, tenía un cuerpo impecable y poderoso, un encanto inexpresable. Su reputación complaciendo a las mujeres en la cama no sólo se la tenía de sobras merecida, sino que también era muy apreciada.

Era una lástima que tuviera que abandonar pronto Newmarket.

Ojalá su vida fuera diferente, pensaba Elspeth.

Lo sabía más que bien, por supuesto. Sabía que era una estupidez albergar sueños inalcanzables. Le quedarían esos pocos días con Darley y le estaría agradecida por ello. Él tenía que atender compromisos familiares en Londres la próxima semana, según le había dicho. El inicio de la Season requería su presencia en la ciudad. Sus obligaciones estaban igual de marcadas. Grafton regresaría a Yorkshire para la temporada de carreras locales inmediatamente después de las jornadas de Newmarket.

Pero aquella comprensión racional hacía poco por contrarrestar el terrible sentido de pérdida y de carácter definitivo que sintió cuando se preparaba para salir por última vez de Red Lion. Y a pesar de intentarlo, no pudo reprimir la tristeza.

Al principio el marqués intentó desoír las lágrimas de Elspeth, para las que no tenía ningún alivio que ofrecerle salvo la compasión por su difícil situación. Ella rechazó aceptar dinero de él, aunque él lo intentó en reiteradas ocasiones. Tampoco pudo darle ninguna esperanza de que volverían a verse. No hacía ese tipo de planes. Nunca los hacía.

– Me dije a mí misma que no iba a hacer esto -le susurró, aspirando ruidosamente mientras se ponía un guante-. Realmente es bastante humillante por mi parte. Desde luego -volvió a sorber-, me encuentro bastante mejor.

Él estaba cerca de la puerta, esperando.

– No soy muy bueno con los adieux -dijo sin rodeos-. Pero he disfrutado mucho esta semana -Al final, le había costado varios miles de libras. La tarifa de Amanda fue en aumento cada día a medida que Grafton aumentaba la presión para conseguir sus favores sexuales-. ¿Tienen previsto, usted y Grafton, volver a la ciudad para la Season?;-era el más mínimo acto de cortesía, a su juicio.