– No -le contestó, respirando hondo, sin pasársele por alto la incomodidad de Darley-. Yo también he disfrutado esta semana. Le estoy profundamente agradecida por su compañía -Se sintió capaz de sonreír cuando reflexionó acerca de la gloria de ese compañerismo-. Ha sido muy buen maestro.

Él se sintió repentinamente molesto por su comentario. ¿Encontraría un sustituto que siguiera enseñándole una vez de regreso en su casa de Yorkshire? ¿O ya sabía lo suficiente como para convertirse en maestra? No cabía duda que la dama poseía un don innato para los juegos amorosos. Por otra parte, eso es lo que hacían muchas mujeres que conocía, y sólo porque una bella señorita, amante de los caballos, le hubiera divertido durante unos días, no era motivo para cambiar su forma de vida. Reprimió con atino su despecho y recobró su voz delicadamente cortés:

– No podría haber contado con una alumna más aventajada -él también sonrió-. Tendré un muy grato recuerdo de esta semana.

No podía ser más sencillo. Con qué serenidad había hablado. Las relaciones amorosas eran habituales entre la alta sociedad, el sexo no era más que una distracción pasajera. Y Darley, más que nadie, profesaba esas actividades libertinas.

Ella sólo había sido su diversión esa semana.

Pero ahora había llegado el momento de marcharse.

Elspeth recogió el otro guante del vestidor, metió la mano en el interior de la piel de cabritilla bordada y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Podrá darles las gracias de mi parte a Meg y Beckett la próxima vez que los vea? -ella también podía ser cortés.

– Por supuesto -le respondió, abriendo la puerta e inclinándose con una reverencia.

El servicio había partido oportunamente al pueblo después del almuerzo, ahorrándole tener que despedirse o cualquier embarazosa conversación trivial de despedida. Darley pensaba en todo, advirtió Elspeth. Por otra parte, no era extraño, siendo todo un experto en la materia.

El camino de regreso fue violento, la conversación no fue más que un intercambio de banalidades trilladas acerca del clima o el paisaje que dejaban atrás.

Elspeth se encontró a sí misma formulando observaciones recurrentes sobre el cielo soleado, no tenía la cabeza para chácharas ingeniosas.

Durante el viaje, el marqués creyó necesario reprimir una y otra vez el impulso de decirle «Venga a visitarme a Londres. Le enviaré un carruaje». El hecho de anidar ese tipo de pensamientos era inquietante para un hombre que estaba acostumbrado a que sus diversiones sexuales fueran pasajeras. Que estuviera tentado a ofrecer una invitación semejante iba en contra de todos sus instintos. Encajó la mandíbula con dureza cuando tiró de los bayos para que se detuvieran en el camino que había detrás de la propiedad de Grafton, y su primer pensamiento se esfumó.

Elspeth tenía el mismo parecer y, en el instante en que el faetón se detuvo del todo, bajó de un salto al suelo. Posiblemente no podría soportar que Darley la tocara para ayudarla a bajar. Ni quería tener que cumplir con el acto inapropiado de darle un beso de despedida… o bien que él la besara.

De todas formas, ¿qué sentido tenían los besos?

Todo había acabado.

Se obligó a comportarse como una adulta… a sonreírle y hacerle un gesto de despedida. Incluso podía ser un gesto desenfadado.

– Que tenga una agradable Season en Londres. Y gracias de nuevo por estos deliciosos días de vacaciones.

Él asintió.

– No hay de qué.

Darley no había sonreído… ni ahora, ni una vez durante aquel trayecto que parecía interminable. Ni le había dado las gracias de su parte, pensó Elspeth, girándose rápidamente y alejándose para que no viera sus ojos anegados de lágrimas. Aunque era poco probable, según se dio cuenta un segundo más tarde, cuando oyó el sonido del carruaje del marqués alejándose a toda velocidad.

Atravesó corriendo el jardín, entró en el huerto, cerró rápidamente la puerta a sus espaldas, y fuera de la vista de la gente del camino y la casa, se derrumbó sobre la hierba y sollozó descontroladamente.

¿Cómo iba a sobrevivir a la agonía de su matrimonio de ahora en adelante, después de haber experimentado tanta felicidad con Darley? ¿Cómo iba a soportar los días, las semanas y los meses interminables, prisionera de un hombre viejo, vil, repugnante y odioso? ¿Cómo iba a mantener la impostura de comportarse como la esposa de Lord Grafton cuando él la agobiaba de muchas maneras diabólicas? ¿Y si no podía? ¿Y si sucumbía a su malignidad, como sus anteriores esposas y se quitaba la vida?

Jamás, retumbó en su cabeza una voz fuerte y firme con convicción absoluta, con un sonido que se parecía a la voz de su madre. Levantó la mirada, como si pudiera ver a su muy amada madre. En lugar de eso, vio mariposas revoloteando de flor en flor, sintió el calor del sol en la cara y una palpitación de esperanza se agitó en su pecho. ¿Acaso su madre no había sido siempre optimista, incluso cuando la vida le mostraba el lado más aciago? ¿Acaso no le había enseñado a ver siempre la parte positiva de las cosas? ¿Y acaso no sabía ella que Darley era tan difícil de atrapar cómo las mariposas que se movían rápidamente entre las flores?

Su vida siempre había sido menos frívola que la de Darley y ahora eso no cambiaría por el hecho de que se hubieran conocido. Ella se había casado por Will. Perseveraría por él porque merecía un futuro mejor del que le habían dejado. Aunque en defensa de su padre… ¿cómo iba a saber que el testamento de su tío se alteraría para beneficiar al primo Herbert, el cual apareció oportunamente junto al lecho de muerte de tío Dwight?

Pero lo pasado, pasado estaba, se recordó Elspeth con severidad. Con suerte, Grafton se emborracharía hasta morir antes de que ella fuera demasiado vieja, o bien Will regresaría de la India con una fortuna mucho mayor que cuando partió, y la salvaría. No eran pocos los oficiales ingleses que lo habían logrado en la tierra de los maharajás, y de los rubíes y diamantes del tamaño de un pichón. Ante ese pensamiento halagüeño, se secó la cara con la falda, enderezó la espalda, respiró hondo y visualizó a Will como la última vez que lo vio con su uniforme, regalándole una sonrisa juvenil que hubiera iluminado una habitación entera. Siempre había sido el sol de su vida -despreocupado y jovial, nunca decaído, el eterno optimista -clavadito a su padre, que nunca se había desesperado, ni siquiera en los momentos de mayor zozobra económica.

Si su padre no hubiera estado tan endeudado con la subasta de Tattersalls, la venta del establo habría generado algún beneficio. Sí, sí, sí. Si los deseos fueran caballos…, pensó apenada.

Pero por mucho que soñara, esos sueños no iban a resolver sus problemas. Sencillamente tendría que salir del paso hasta que regresara Will…, con un poco de suerte, más rico que cuando partió.

La fría despedida de Darley le había dado mucho que pensar.

Elspeth entendió mejor que nunca que su destino estaba completamente en sus manos.

No iba a aparecer un deslumbrante caballero para socorrerla.

Ni un buen samaritano la liberaría de las ataduras del matrimonio.

Sólo era responsable de ella… y de Sophie… y ella era capaz de cruzar los continentes… por Will.


* * *

Capítulo 15

Cuando regresaron a Grafton Park, Elspeth comenzó a montar cuatro horas diarias para evitar coincidir lo menos posible con su marido. De todas maneras, él andaba atareado con los mozos de cuadra y los entrenadores, preparándolo todo para la temporada de carreras local. Sin embargo, estaba obligada a asistir a las cenas todas las noches, una prueba extremadamente dura que ella afrontaba con pavor. Grafton se emborrachaba a menudo y se comportaba de modo ultrajante. Y fuera cual fuera la excusa que ella ponía para abandonar la mesa cuando la cena había terminado, él insistía en que se quedara. Entonces ella le servía más oporto o tocaba el piano para distraerle, o se limitaba a escuchar sus desvaríos.

No pensó que le resultaría tan difícil volver a acomodarse a su antigua existencia. Había pensado que podría continuar con su vida, desterrando los recuerdos de Darley para rememorarlos con cariño sólo de vez en cuando, como se hace con los recuerdos de la niñez. Pero las cosas no fueron tan fáciles. No había podido dar media vuelta y desconectar, sin más. De hecho, los pensamientos sobre Darley se arremolinaban en la mente con mayor frecuencia a medida que pasaban los días… como si después de experimentar la dicha, su malestar se hubiera puesto más de relieve.

Tenía presente que ella sólo era una más de la legión de mujeres que se habían rendido ante los encantos de Darley. No podía permitirse anidar fantasías inútiles. Ella estaba donde estaba, mientras que el marqués había regresado a la vorágine social londinense. Y cuanto antes le olvidara mejor para ella.


Tras volver de Newmarket, Sophie observaba a su joven ama con creciente preocupación. Elspeth había perdido peso, si bien las horas que pasaba sobre la silla de montar eran razón más que suficiente para su delgadez. Pero además tenía poco apetito, a pesar de los pasteles y dulces que Sophie le ofrecía con la esperanza de abrirle el apetito a la criatura. Esta mostraba poco interés hacia la comida. De hecho, cuando Elspeth se levantaba por las mañanas, apartaba las sábanas a un lado, se bebía el chocolate, se vestía para montar y se dirigía al establo, como si el diablo le pisara los talones.

Y así pasaban volando los días en Grafton Park. Los horarios de equitación de Elspeth sólo se alteraban cuando los pony de Grafton participaban en las competiciones locales. Esos días, Sophie y ella tenían que estar bien arregladas y esperando a las nueve en el pórtico delantero, donde un carruaje las aguardaba… al igual que hacía el carruaje de Grafton.

Lord y Lady Grafton nunca viajaban juntos. En el carruaje del conde se transportaba la silla de ruedas, su ayuda de cámara, el hombre que le empujaba la silla, la licorera de viaje y él. Como muchos de los hacendados de provincias, prefería estar rodeado de hombres. Las buenas maneras se las dejaba a los finolis de la alta sociedad.

No es que Elspeth fuera reacia a viajar sola. Ni se daba por ofendida por tener que asistir a las carreras, salvo porque no tenía más remedio que sentarse al lado de Grafton, en su palco. Le insistía para que interpretara el papel de esposa cuando sus caballos estuvieran sobre la pista. Durante los intermedios entre las carreras, Elspeth aprovechaba la oportunidad para ir a saludar a sus viejas amigas: sus compañeras de clase de la escuela femenina Dame Prichard, todas ya casadas y con hijos, que la proveían de una inagotable fuente de noticias locales y chismes. Elspeth se sorprendió sintiendo un interés nuevo y extraño hacia los hijos de éstas. Dicha fascinación, por supuesto, estaba directamente relacionada con su añoranza de Darley. Lo entendía muy bien… al igual que entendía que cualquier embriagadora realidad que tuviera que ver con Darley y niños no era más que pura fantasía.

En el transcurso de aquella verde primavera inglesa, Elspeth nunca se olvidó de anotar en su diario el recuento nocturno de los días que duraba su matrimonio. La suma total de días le daba coraje para afrontar otra mañana, otro día, otra noche tediosa junto a su marido.

Y así habría continuado la vida de Elspeth si un día de junio no hubiera recibido una carta, una carta que cambió el curso de los acontecimientos.


* * *

Capítulo 16

Elspeth volvía de los establos y se estaba quitando los guantes mientras subía rápidamente por las escaleras que conducían a sus aposentos.

No podía darse el gusto de llegar tarde a la cena. Grafton era un déspota de la puntualidad.

Cuando estuvo en lo alto de las escaleras vio a Sophie, que la esperaba con la puerta abierta de su sala de estar, con la tez muy pálida. Una señal de alarma sonó en su cabeza. Sophie no era dada al drama.

– ¿Qué pasa? -gritó Elspeth, rezando angustiosamente para que no tuviera nada que ver con su hermano.

– Hay una carta para usted. -La criada tenía en la mano un papel doblado, que tenía pinta de estar manoseado, y el sello del lacre, abierto hacía tiempo.

Era obvio que la había leído.

– Dime -le dijo Elspeth, parada frente a la entrada de sus aposentos.

– Ha habido una epidemia de fiebre a bordo del barco en que viajaba Will.

Elspeth se agarró a la viga de la puerta para no caerse, sus peores temores se habían hecho realidad.

– Está… -y se calló, incapaz de pronunciar más palabras.

– Lo han dejado en tierra, en Tánger -explicó Sophie-. Junto a los otros que… -Sophie vaciló.