Tal vez. A medida que transcurrían los minutos, su seguridad iba menguando.

Aquel hombre, tal vez, se había marchado y le había dejado allí, sin más. Maldijo en silencio la rudeza del servicio londinense y decidió que si el mayordomo no regresaba pronto daría la vuelta hasta alcanzar la entrada principal e intentaría atraer la atención de Lady Worth.

Era su última esperanza en esa ciudad desconocida.

Para gran alivio suyo, la puerta de abrió de repente y una mujer sonriente y vestida con elegancia compareció ante él.

– Adelante -le dijo, amable-. Soy Lady Worth.

– Le pido disculpas, señora, pero estoy bien aquí. Sólo he venido a pedir un pequeño favor para mi señora. Necesitaríamos saber las señas de una caballeriza de alquiler respetable. Si se lo preguntara a un mozo de sus cuadras le estaría muy agradecido y me marcharía enseguida.

– Por supuesto. Le conseguiré esa información, pero pase mientras mando llamar a un mozo de las caballerizas. Parker… busca a uno de los mozos -ordenó, apartándose y esperando a que Charlie entrara.

Poco dado a las malas maneras, Charlie no tuvo alternativa, entró en la casa y siguió a la dama por el vestíbulo hacia la cocina.

– ¿Quiere tomar una taza de té mientras esperamos? ¿Me explica por qué Lady Grafton está en Londres? -Sin esperar a que respondiera, le dijo a una joven criada-: Té, Dolly -y le ofreció una silla a Charlie-. Tiene que darme las señas del alojamiento de Lady Grafton para hacerle una visita.

– Recibí instrucciones de que sólo le pidiera las referencias de un establo, mi señora -respondió Charlie, quedándose de pie-. No tengo permiso para decir nada más.

– Tonterías, no muerdo. ¿Su señora está con amigos? Tome asiento, por favor.

– No estoy muy seguro de cuál es el nombre del lugar donde se hospeda -le dijo, sentándose a regañadientes.

Lady Worh ofreció a Charlie la más encantadora de sus sonrisas, se sentó enfrente de él y le acercó un plato con un trozo de pastel.

– Tome un poco de pastel Dundee. Venga, no tiene que ser el paladín de la intimidad de Lady Grafton. Estoy segura de que a ella no le importará que vaya a verla.

Incluso si fuera posible desafiar a una dama de aquella categoría -que no era el caso-, resultaba imposible permanecer indiferente a la seductora sonrisa de Lady Worth. Además parecía que sentía un verdadero interés en escuchar que Elspeth estaba en la ciudad. Charlie, diciéndose a sí mismo que no tenía instrucciones específicas respecto a Lady Worth -sólo respecto a Darley-, analizó sus opciones. Elspeth estaba a punto de llorar cuando él había partido, la opresión que sentía por no saber cuál era el estado de su hermano la inquietaba seriamente, el miedo a que pudiera estar muerto amenazaba constante su tranquilidad de espíritu. La visita de Lady Worth podría infundirle ánimos o al menos distraerla un rato.

– Estamos en White Hart, cerca de Tower Bridge -la informó-. Pero nos iremos con la marea matutina.

– ¡Dios mío! ¡Entonces tengo que ir enseguida! En cuanto el mozo venga con la información que necesita. Mejor todavía, utilicen nuestros establos. ¿Ha venido con el coche? -hablaba con energía, pronunciaba cada palabra con un marcado staccato-. Bébase el té mientras yo voy en busca de mi capa. Cogeremos mi carruaje y meteremos el suyo en el establo. Todo irá perfectamente -y concluyó con una sonrisa, poniéndose de pie y haciendo frufrú con la seda del vestido-. No se mueva. Volveré de inmediato.

De repente, Charlie se preguntó si no habría propiciado una visita no deseada por Elspeth y miró con el ceño fruncido la taza de té que le habían servido.

– La señora es muy amable. No se preocupe -le dijo Dolly, la joven criada, esbozando una tímida sonrisa.

Charlie soltó aire.

– Espero que esté en lo cierto. -Pero lo hecho, hecho estaba. No podía dar marcha atrás. Los caballos estaban bien cuidados y alguien del personal de las caballerizas podría recomendarles un cochero. ¿Qué contratiempo podría causar la visita de Lady Worth cuando se marchaban a la mañana siguiente?

Cuando Betsy, jadeante, entró corriendo en la sala de estar, la duquesa dejó su taza sobre la mesa tan rápido que el té se le derramó por el borde.

– Me voy en coche, a visitar… a Lady Grafton -dijo respirando con dificultad, puesto que había ido corriendo desde la cocina-. Envió a su cochero… para pedirnos las señas de una caballeriza, para el tiro y el carruaje. Le he ofrecido el nuestro. No me mires así, papá. Es una mujer muy agradable… como comprobarás tú mismo esta noche, porque pienso invitarla a que se quede con nosotros. Parte en barco por la mañana; en cualquier caso, no se quedará mucho tiempo.

– ¿En barco a dónde, por todos los cielos? -inquirió la madre, haciendo planes para recibir a la invitada al mismo tiempo que formulaba la pregunta.

– No lo sé. Lo descubriré.

– Le ofreceremos la Queen's Room -murmuró la duquesa-. Desde esa habitación no se oye el bullicio de la calle.

– ¡La Queen's Room! -el duque dejó el periódico a un lado-. ¿Esta es una muchachita que puede o no puede embaucar a nuestro hijo? ¡No hay que cederle la Queen's Room! -La habitación había sido diseñada en torno a un espléndido retrato de la reina Isabel y su distinción se realzaba por el interior de Antonio Zucchi.

– Ten en cuenta, cielo, que Julius parece estar enamorado. Debe de ser alguien especial.

– Buf… Tu especial y su especial pueden ser dos cosas bien diferentes.

– Hablando de Julius -dijo Betsy, inclinándose para dar un beso en la mejilla a su madre-, envíale un mensaje e infórmale de quién es nuestra invitada.

Los ojos de la duquesa destellaron.

– ¿Vendrá?

– Ya lo veremos, ¿no? -y dio media vuelta para irse.

– Veinticinco libras a que no viene -musitó el duque.

Betsy meneó la cabeza.

– No me apostaría nada. Si tiene que ver con Julius, no.

Cuando la puerta se cerró detrás de Betsy, el duque de Westerlands miró a su mujer.

– ¿Crees que Betsy interfiere demasiado?

– Julius puede decidir hacer lo que quiera, siempre lo hace. Por lo que respecta a la señorita, si mañana parte en barco, poco importa si Betsy interfiere o no.

– Supongo que estás en lo cierto -se quejó el duque-. Pero no estoy seguro de que merezca instalarse en la Queen's Room.


* * *

Capítulo 20

Un rato después, Charlie estaba siguiendo a la hermana de Darley mientras subía deprisa por la escalera rumbo a la habitación de la segunda planta que el posadero había ofrecido a Elspeth.

Hubiera preferido ir él en primer lugar y advertir a su señora, pero no se le había presentado la oportunidad. Y sabía perfectamente que no podía tener prioridad sobre una condesa, sin importar lo amistoso que fuera su talante.

Betsy llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, la abrió y entró en la habitación. Tal vez Darley y ella tenían mucho en común en cuanto se refería a conseguir lo que querían. O quizá su gran fortuna les permitía consentirse sus impulsos.

Elspeth se levantó sobresaltada al ver a la hermana de Darley, los colores le afluyeron a la cara, y todas las variantes imaginables de la palabra desastre le invadieron la cabeza.

– ¡Sorpresa! -gritó Betsy, una palabra que sin duda se quedaba corta para describir su intromisión-. ¡Qué maravilla que esté en Londres! Debe alojarse en nuestra casa, por descontado -murmuró, avanzando envuelta en una nube de perfume para dar un abrazo a Elspeth.

Elspeth, abrumada por su abrazo perfumado, le dirigió una mirada reprobadora a Charlie, mientras intentaba dar con un pretexto acertado para rechazar la invitación de Betsy.

Pero, paralizada por el choque, su mente era incapaz de inventar una excusa diplomática.

La hermana de Darley interpretó su silencio como una afirmativa y proclamó nada más soltar a Elspeth:

– No se hable más, pues. Nos divertiremos. Puedes acabar de tomar el té en nuestra casa -añadió, reparando en el té y el pan con mantequilla que reposaban sobre una mesa cercana. Hizo un gesto con la mano a Sophie, que había sido testigo de la escena con sentimientos enfrentados, y añadió con la autoridad que confiere el rango y la fortuna-. Prepare las cosas, mi buena mujer. Partimos de inmediato.

– No puedo, de verdad, no puedo -declaró Elspeth, con la cara ruborizada, presa del pánico, obligándose a hablar antes de que fuera demasiado tarde.

Betsy sonrió.

– Por supuesto que puede.

– Por mucho que aprecie su generosidad -Elspeth meditó qué palabras escoger-, no podemos. Estamos… eso es… estamos viajando de incógnito.

Betsy se limitó a sonreír de nuevo.

– No le diré a nadie que está en la ciudad.

A la desesperada, puesto que la idea de ser una invitada de la hermana de Darley le resultaba aterradora en todas sus numerosas implicaciones, Elspeth le contó la noticia de la enfermedad letal de su hermano con la esperanza de que su negativa fuera más comprensible-. Ya lo ve, me temo que mi compañía no sería demasiado agradable. Tengo muy presente a Will en mi cabeza.

– Y así debe ser -murmuró Lady Worth-. Debe de estar preocupadísima. Pero quedarse sola en un momento así sólo aumentará su ansiedad -le dio un golpecito en el brazo a Elspeth-. Si la inquieta encontrarse con Julius, no tema. Está fuera de la ciudad. -No era exactamente un engaño, puesto que en ese momento lo estaba. Y no se podía esperar que ella supiera cuánto tiempo se quedaría en Langford-. Venga. Es absurdo que se quede en este cuartucho estrecho cuando tenemos una casa vacía, a excepción de mis padres, mis hijos y yo.

Elspeth casi se desmayó en el acto. ¿Cómo iba a conocer a los padres de Darley? ¿Qué les diría? Hice el amor con su hijo en Newmarket, pero por lo demás tampoco lo conozco demasiado. O tal vez: he abandonado a mi marido, le he robado dinero y me he fugado-. Para ser totalmente sincera -le dijo, escogiendo declinar la invitación con una explicación tan directa que incluso alguien de ideas amplias como Lady Worth seguro que encontraría ofensiva-, he abandonado a mi marido y prefiero el anonimato de esta posada.

– ¿Ha abandonado a Grafton? -Betsy aplaudió con sus manos enguantadas-. ¡Hurra por usted! El mundo también aplaudirá su decisión. No es que no entienda que usted prefiera la discreción -y prosiguió con un susurro conspirativo-, pero nadie tiene que saber que se queda en nuestra casa. Venga. Todo decidido. Vamos, hablaremos en el carruaje mientras su doncella le prepara el equipaje.

– No… no, por favor… no podría. Nos vamos tan temprano que molestaríamos a toda la casa.

Betsy rechazó sus objeciones con un movimiento despreocupado de las manos.

– Ésa es una razón más por la que tiene que pasar su única noche en Londres en un ambiente más agradable. Esta noche cenaremos en familia. Será completamente informal -dijo, reparando en el vestido de viaje de Elspeth-. Darley disfrutó mucho con su compañía en Newmarket -le guiñó el ojo-. Tengo el presentimiento de que la echa de menos.

Tanto el hermano como la hermana eran igual de encantadores, decidió Elspeth, capaces de decir lo que uno desea escuchar. Si a Lady Worth la movía simplemente, la buena educación o cualquier otro motivo, Elspeth sintió que deseaba de un modo ilógico que sus comentarios fueran verdad.

– Yo también disfruté de nuestra amistad en Newmarket -le contestó, las semanas de deseo enfermizo y de sueños con Darley daban fe de ello.

– Julius me contó que su familia era muy aficionada a los caballos. ¿Quiere que le enseñe la colección de libros que tenemos sobre purasangres? Tengo entendido que la biblioteca sobre carreras de Julius suscita unos celos desmedidos entre los aficionados a las carreras de caballos.

Todos los propietarios de purasangre y criadores conocían la amplia colección de Darley. Pero pocos la habían visto y ahora le estaban ofreciendo a ella el acceso a ese tesoro. Además, a punto de cogerse al poste de la cama y de negarse a mover, Elspeth se dio cuenta de que las posibilidades de quedarse en la posada eran nulas.

Y la ocasión de ver la casa donde creció Darley no podía desdeñarse.

Finalmente, y quizá lo más importante, la calidez sincera de Betsy la había conmovido en un momento en que su vida era un total y absoluto caos.

Y si Darley estaba ausente de la ciudad, aparte del apuro de conocer a sus padres, ¿qué otro inconveniente había en pasar una noche en Westerlands House?

Sólo era una noche.

Mañana estarían en alta mar, y pasara lo que pasara aquella noche -vergonzosa o no- se reduciría a un recuerdo. La racionalización trabajaba a pleno rendimiento.

Y tal vez también funcionaba una pequeña porción de melancólica esperanza.