Él no estaba seguro.
Tampoco le importaba.
Se puso sobre sus rodillas detrás de ella, la cogió de las caderas, embistió con su miembro aquella vagina lubricada y resbaladiza. Cualquier cuestión referente al dolor fue desestimada… como él sospechaba. Y con docta diligencia y el dramatismo apropiado, a su debido momento, constató que su antigua, aparentemente insaciable, doncella había entendido los pormenores de sus obligaciones.
Amanda no debería haberse sorprendido cuando Darley le dio un ligero beso después, se levantó de la cama y le anunció:
– Me voy a Londres.
Mientras le hacía el amor percibió que tenía la mente en otro lado. No es que no la hubiera llevado al orgasmo tantas veces como quiso, ni que él no tuviera varios. Pero sus ojos se habían cerrado de vez en cuando por una visión interior y no estaba segura de si tenía que estar agradecida o disgustada por aquella escena que discurría detrás de sus párpados.
Puesto que lo había encontrado en plena forma, prefirió no detenerse en nimiedades sobre los impulsos que lo motivaban. Puesto que había sido ella la destinataria de sus pasiones altamente eróticas, ¿quién era ella para quejarse de las motivaciones? Pero rodó por la cama para seguirle con la mirada mientras se marchaba. Por curiosidad preguntó:
– ¿Para qué vas a Londres?
Abrió el armario y sacó una camisa.
– Para complacer a mi madre. Supongo.
– Qué devoción filial. Estoy impresionada.
– Betsy y los niños también están en casa.
Como lo habían estado aquellas semanas, pensó.
– Ya veo -le dijo. Su vieja amistad era en parte resultado de su talento para saber cuándo no debía poner las cosas difíciles-. ¿Volverás pronto?
– No lo sé -se pasó la camiseta por la cabeza y metió los brazos por las mangas-. Quédate, si quieres.
– No tiene sentido que me quede si no vas a volver.
Él miró hacia arriba para abotonarse un puño de la camisa.
– Como quieras. Mis planes son inciertos.
Aquel día, a última hora, se encontró incapaz de resistirse a ver a Elspeth, embarazada o no. Y si, de hecho, se iba al amanecer, su margen de acción era limitado. Fuera lo que fuese lo que la llevó hasta la casa de sus padres podía afrontarlo, aunque su razón para ir era sencilla. Y decididamente carnal.
Se puso rápidamente los bombachos, se los abrochó mientras se dirigía a la puerta. Abriendo la puerta un momento después, gritó fuerte, lo suficiente para que el sonido traspasara el pasillo gasta llegar al vestíbulo.
– ¡Ensillad mi caballo y traedlo!
Antes de que su ayuda de cámara asomara por la puerta, con la cara encendida y sin aliento, el marqués ya se había vestido, puesto las botas y buscaba sus guantes. Los cajones de la cómoda estaban abiertos de cualquier manera.
– Debería haberme llamado, señor -resolló el hombre, al verle el cuello de la camisa abierto de manera informal con expresión afligida.
– A mis padres no les importa cómo vista. ¿Está lista mi montura? ¿Dónde guardas los guantes?
– Aquí, mi señor. -El ayudante de cámara sacó un par de guantes de montar de una cómoda y se los entregó a Darley.
Julius, volviéndose hacia Amanda que le observaba con una atención inusual, hizo caso omiso a su mirada inquisitiva.
– Gracias, querida, por estas encantadoras vacaciones. Ned se ocupará de todo lo que necesites. Au revoir. -Con una reverencia, Julius se dio media vuelta, poniéndose los guantes mientras salía de la habitación.
La voz de Julius no había sonado como la de un hombre que fuera a volver pronto. Ni se parecía a un hombre que se hubiera vestido así de deprisa sólo para ir a ver a sus padres. La nota de su madre todavía reposaba sobre la mesa, donde la había dejado. Obviamente, el contenido no era confidencial, puesto que la había dejado a la vista. O así pensaba mientras se levantaba de la cama, se acercó hasta ella y la cogió.
El nombre de Lady Grafton saltó del papel.
Amanda, a medida que seguía leyendo, fruncía el ceño.
Así que la jovenzuela estaba en Londres… y, misteriosamente, en Westerlands House, y lo más extraño era que habían mandado avisar a Julius.
La pregunta candente era: ¿por qué?
No se había creído el cuento del hermano enfermo ni por un segundo. Aunque era sumamente ingenioso por parte de la dama congraciarse por sus propios medios con los padres de Darley.
Si fuera una mujer apostadora -que lo era-, estaría tentada a apostar contra Darley esta vez. La pequeña bruja había venido a Londres sola, por supuesto con una historia admirable bajo el brazo para embaucar a la familia de Julius… y el toque maestro era la clara aseveración de que se quedaba en la ciudad sólo una noche.
Tempus fugit.
Ahora o nunca.
¡Qué cebo maravilloso!
Capítulo 22
Langford quedaba a las afueras de la ciudad. La distancia hasta Westerlands House era un recorrido fácil y a caballo se llegaba rápido… sobre todo si se era un hombre con prisas.
En particular, cuando se montaba un caballo de primera calidad, entrenado para correr.
En particular, cuando el jinete estaba concentrado en la dama que le esperaba al final del viaje.
El marqués se dijo que aquel exagerado interés por ver a Elspeth era el resultado del aburrimiento que había experimentado recientemente… a pesar de los entretenimientos sexuales con Amanda. Sin mencionar que la presencia de Elspeth en casa de sus padres era una escena demasiado intrigante para perdérsela. No admitió que pudiera querer verla de nuevo porque había pensado constantemente en ella desde Newmarket. Admitirlo hubiera provocado la anarquía en su vida, una vida consagrada a los amores casuales.
En su lugar, lo asoció a la teoría de que era sexo y sólo sexo lo que le empujaba.
Simplemente quería hacer el amor a la seductora y joven esposa con la que había jugado en Newmarket. Puesto que partiría por la mañana, cabalgaba hacia Londres para gozar de su dulce pasión antes de que fuera demasiado tarde.
Era una explicación perfectamente razonable.
Después de la cena, el pequeño grupo de Westerlands House se retiró a la sala de estar para tomar el té. Como se hizo tarde, dieron un beso de buenas noches a los niños, los enviaron a la cama, y la conversación giró en torno a diversos contactos del duque que podrían proporcionarle una buena embarcación a Elspeth por la mañana.
– El almirante Windom nos echará una mano, estoy seguro -comentó el duque.
– O el comodoro Hathaway -sugirió la duquesa-, ¿no está al cargo de la flota del Mediterráneo?
– No nos olvidemos del buen amigo de Harold, Bedesford -propuso Betsy-. Fue comisionado de uno de los sultanes, aunque sin duda hay unos cuantos sultanes. Pero su experiencia, hasta cierto punto, puede ser de utilidad.
– Por la mañana haremos que mi secretario se encargue de todo -el duque sonrió a Elspeth-. No podemos permitir que se embarque en un navío mercantil poco armado en unas aguas infestadas de piratas. Un buque con artillería pesada… eso es lo que necesita.
Elspeth sintió como si de pronto hubiera ido a parar a un pequeño paraíso terrenal confortable, donde sus preocupaciones fueran de vital importancia, la compañía era afectuosa, y unos anfitriones con apariencia de ángeles atendían todos y cada uno de sus caprichos. Si el duque no hubiera carraspeado de vez en cuando como lo hacía su padre, habría pensado que realmente estaba en un sueño.
No había duda de dónde procedía el encanto cautivador de Darley. Sus padres eran encantadores, su madre… afectuosa y natural, au courant de todos los dimes y diretes de la alta sociedad, siempre dispuesta a hablar de infinidad de temas. En cuanto a su padre, reunía todas las características que un duque debía tener y todo lo que la familia real no tenía: inteligencia, autoridad, era un aristócrata hasta la médula y además una fuente de sentido común. Su sonrisa también se parecía mucho a la de Julius.
– Creo que una copa de Madeira nos sentará fenomenal -anunció la duquesa, dejando la taza de té-. Betsy, llama a un criado.
– El Machico del 74 -ordenó el duque.
Antes de que Betsy diera más de dos pasos, la puerta alta y dorada de dos batientes se abrió de sopetón y Darley entró con sus botas y espuelas, dejando una estela de la fragancia de las noches veraniegas.
– Lo siento, llego tarde -distinguió a Elspeth con una sonrisa-. Es un placer verla de nuevo, Lady Grafton.
– Para mí también lo es, Lord Darley. -Elspeth se sorprendió de que su voz sonara tan normal, cuando tenía enfrente al que había sido objeto de sus sueños durante las últimas semanas.
– Por lo visto, has venido a caballo -dijo su madre, observando su cabello revuelto por el viento y las botas polvorientas-. ¿Has cenado?
Si se tenía en cuenta la petaca de brandy que se había trincado durante el camino, sí, había cenado.
– No tengo hambre, maman -comenzó a quitarse los guantes, cuando lo que hubiera preferido era arrancar a Elspeth de la silla, llevarla arriba, hacerle el amor en la habitación más cercana y acabar con ello cuanto antes. No era una opción razonable, por supuesto. Entregó la fusta y los guantes al mayordomo, que apareció a su lado, anticipándose a él.
– Un brandy -murmuró-. Trae la botella.
– Íbamos a abrir un Madeira -le ofreció la duquesa.
– Entonces Madeira también -aceptó, despachando al criado con una inclinación de cabeza.
– Madeira del 74 -gritó el duque al criado que se retiraba. Le ofreció un asiento a Darley a su lado con un ademán-. ¿Qué te trae por la ciudad? -le preguntó con indolencia, aunque la mirada fija de su hijo hacia la invitada, ruborizada, era respuesta más que suficiente.
– La nota de mamá, por supuesto -contestó Darley, con tanta suavidad como su padre, aceptando el asiento dado que le ofrecía una vista ideal de Elspeth-. Lo siento. No he llegado a tiempo para la cena.
– Haremos que te traigan algo -se ofreció su madre.
Él sonrió.
– No es necesario, maman -aunque más le valdría a Elspeth una comida, pensó Darley. Se veía más delgada. ¿Acaso eso anulaba cualquier preocupación sobre un embarazo o era demasiado pronto para decirlo? No es que no fuera un tema importante para él. Ése era, sobre todo, un mundo de hombres, y los embarazos merecían poca atención.
Así que sus padres lo habían mandado llamar, pensó Elspeth, sin estar segura de si sentirse halagada o molesta. ¿Pensaban que estaba soltera y sin compromiso? ¿Acaso la alta sociedad estaba tan familiarizada con las tretas y las relaciones ilícitas que habían invitado a Darley para que tomara placer de ella? ¿O la invitación había sido un mero acto de cortesía?
– Betsy nos ha explicado que has pasado las últimas semanas en Langford -le dijo su madre, dándole conversación en un intento por desviar la mirada atenta de su hijo hacia la invitada, que mostraba un repentino interés por su taza de té-. ¿Cómo ha ido la pesca?
Darley reprimió una risa. Pero siguiendo el hilo de la conversación de su madre, respondió con fina cortesía:
– No he tenido tiempo de pescar. He estado ocupado siguiendo el desarrollo de los acontecimientos en el Parlamento. -Dado que las cartas del prometido de Amanda pormenorizando la marcha del gobierno habían llegado con gran regularidad durante los últimos quince días, le permitió hablar con una conciencia medianamente clara-. Según parece, la fiebre biliosa del rey tiene a todo el mundo en ascuas. Los conservadores se pelean por retener el poder, los liberales esperan las malas noticias -sonrió Darley-. El caos está a la orden del día -podía darse el gusto de mostrarse educado. Elspeth no iba a ir a ninguna parte aquella noche. Sólo tenía que esperar a que sus padres se fueran a la cama-. ¿Su viaje hacia el sur fue largo y aburrido, Lady Grafton? -le preguntó afablemente, escogiendo ese tema en lugar del clima, que era poco interesante.
– En realidad no, no lo ha sido -las mejillas de Elspeth se habían teñido de un rosa resplandeciente desde que había entrado en la sala de estar, con la mirada concentrada en algún lugar cerca de los botones de su chaleco-. Viajamos muy rápido.
– ¿Cómo está su hermano? -recordó la mención que su madre había hecho al respecto en la nota-. Estará mejor, espero.
– No lo sabemos.
– Está muy preocupada, Julius, como debes suponer -intercedió su hermana, sosteniendo su mirada oscura por un momento en señal de advertencia-. Las últimas noticias no eran muy consoladoras.
– Lo siento. Discúlpeme. ¿Qué es lo que sabe de su estado?
Mientras Elspeth le explicaba lo poco que sabía, se dio cuenta de que el brazalete al que daba vueltas, nerviosa, alrededor de la muñeca era el que le había regalado. No es que tuviera que importarle. Después de todas las joyas que había regalado a mujeres, aquello no debía provocarle ni frío ni calor. Pero, extrañamente, sintió como si el brazalete la marcara como suya. Como si el hecho de que lo llevara puesto le diera algún derecho de propiedad. Una suposición completamente estrambótica, por supuesto, cuando había ido hasta allí sólo para hacerle el amor. Ese pensamiento hizo que su erección creciera. Cruzó las piernas en un intento dé disimular su excitación, los bombachos, muy ceñidos y de gamuza, presentaban un inconveniente en un momento como ése.
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