Además de con el sexo.


Mientras Darley contemplaba su recién descubierta noción de la sinceridad, Sophie arropaba a Elspeth en la cama.

– Puede decirle que no -aseveró Sophie-. No crea que no puede.

Elspeth recorrió la colcha con las palmas, con los ojos tristes.

– Igual ni se molesta en venir.

– Oh, sí que se molestará, de eso puede estar segura.

– Fue estupendo verle de nuevo -dijo Elspeth, abatiendo todos los obstáculos y trabas que deberían haberla hecho desistir de su ciega adoración, y profirió un pequeño suspiro de deseo-. ¿Verdad que estaba terriblemente guapo e imponente?

– No dudo de que sea guapo e imponente como un príncipe, pero no le acarreará más que problemas al final, ricura. Aunque sé lo mucho que lo ha extrañado, así que no voy a decirle perogrulladas.

Elspeth sonrió a su anciana niñera.

– Si las perogrulladas hubieran despejado mis angustias las pasadas semanas, las habría aceptado con mucho gusto.

– Lo sé, lo sé -murmuró Sophie, dándole unas palmaditas a Elspeth en la mano-. Le corresponde a usted decidir si tomara el veneno, no hay más. No es que Lord Darley no sea tremendamente dulce. Por lo que a mí respecta, voy a tomarme una taza de té. Charlie está esperando en la cocina para contarme los detalles de su charla con los duques. ¡Que duerma bien!- añadió Sophie, dándole un beso a Elspeth en la mejilla.

– No voy a poder pegar ojo sabiendo que él está bajo el mismo techo -susurró Elspeth, poniéndose las palmas sobre sus mejillas calientes-. Piénsalo por un momento… ¡él está aquí, en alguna parte!

Sophie le guiñó el ojo.

– Y tal vez ahora mismo esté viniendo de camino para verla.

Elspeth se rió.

– Pues vete, vete -le ordenó, en broma, y ahuyentó a su criada con un revoloteo de las manos-. Vete ahora mismo.


Sophie bajó por la escalera del servicio y entró en la cocina. La habitación grande estaba en silencio, el fuego de la chimenea crepitaba bajo, las velas sobre la mesa emanaban un resplandor suave y titilante en medio de la oscuridad.

Charlie la saludó con la cabeza mientras Sophie se aproximaba:

– Él está aquí, según me han dicho.

– Y ella está desmayada de deseo, la pobrecita -apuntó Sophie, tomando asiento a la mesa, enfrente del cochero-. A pesar de que todo el mundo sabe que es un crápula, un bribón, dispuesto a romper de nuevo su corazón. -Alcanzó la taza de té que Charlie le había servido y meneó la cabeza-. Sin embargo, no hay manera de hacerla entrar en razón.

Charlie se encogió de hombros.

– La clase acomodada siente a su manera. Imponen sus propias reglas, así es, y no son las mismas que las mías o las tuyas. Quizás una noche con él le ofrezca algo de tranquilidad. Ha estado totalmente desolada desde que él se fue.

– Pobre pequeña. Y un hombre como él, que puede escoger entre todas las damas que quiera de la alta sociedad, o eso dicen -frunció la boca-. Pero ella lo desea, no hay más tela que cortar. Quizá tengas razón y una noche con ese granuja le brinde un poco de satisfacción. Tú y yo sabemos que nuestro viaje puede tener un final amargo, con la muerte llamando a la puerta del pobre Will. Si el apuesto Lord puede hacer feliz a mi señora unas horas -Sophie se encogió de hombros-, ¿quién soy yo para decir que está mal?


Mientras los criados hablaban sobre los méritos y desventajas de la relación de Darley y Elspeth, los protagonistas meditaban sus opciones.

Nadie había entrado o salido de la habitación, se había fijado Julius, lo que quería decir que Elspeth podía estar, o no, sola. Como recordó, sin embargo, la doncella no dormía con ella. Si Sophie estaba allí, estaría en el vestidor, pensó, contando por octava vez los tejos ornamentalmente podados del jardín.

Mientras Darley contaba tejos, Elspeth estaba casi decidida a ir a su encuentro; el único factor disuasivo era el tamaño colosal de Westerlands House. La duquesa había mencionado unas treinta y pico habitaciones.

Podía preguntar a un criado dónde dormía Darley, pensó.

¿Quedaría muy desesperado?

Y bochornoso.

Mientras transcurrían los minutos, Elspeth llegó finalmente a la conclusión de que ni la vergüenza ni la desesperación tendrían importancia si no regresaba de su viaje. Y esa posibilidad era muy real. El viaje entrañaba un sinfín de riesgos. El océano y el tiempo podían ser traicioneros, los piratas campaban a sus anchas por la costa africana, Marruecos era gobernado por el sultán de Constantinopla, pero el soberano local era quien gobernaba como un déspota. La única autoridad inglesa era el cónsul que había en Tánger.

Enfrentada con asuntos de vida y muerte, las cuestiones del decoro o la vergüenza parecían nimias.

O… completamente insignificantes.

Mientras, Darley, echando a un lado las sábanas, se deslizó de la cama y se arropó con su bata. No estaba dispuesto a contar los elementos de la jardinería por novena vez, decidió, como si hubiera alcanzado cierto nivel de conocimiento de sí mismo.

Dio media vuelta y se encaminó a grandes pasos hacia la Queen's Room.

A fastidiarla del todo.

O a estrecharla entre sus brazos.

O a recibir una negativa, tal vez, pero no iba a quedarse en el pasillo como un bobo sin sangre en las venas.

Llegó a la puerta de la Queen's Room,. empujó la puerta hasta abrirla y entró, cerrando la puerta con un suave ruidito.

Elspeth estaba dando vueltas por la habitación, los ojos muy abiertos destellando y la bata ceñida al pecho.

– ¿Estás sola? -le preguntó el marqués brusco-. No es que me importe. -La diplomacia había dado paso, al parecer, a un sentimiento puro.

Ella respiró profundamente, su voz ronca le volvió a traer un torrente de recuerdos indeseados.

– No me hable en ese tono.

Libre de Grafton, permanecería libre, y basándose en ese despiadado principio, la adoración estaba penalizada.

Él hizo un amago de sonrisa ante su combatividad, siendo ella tan pequeña y él todo lo contrario, y siendo ésa, además, su casa. Pero él estaba allí por una fuerza irresistible que no podía seguir desoyendo y esa vez, cuando habló, su voz fue dulce.

– Perdóneme. Lo que dije estaba fuera de lugar. Permítame empezar de nuevo -tomó un poco de aire, asediado por una nueva sensación de propósito solemne-. Llevo mucho tiempo echándola de menos. He intentado olvidarla -sonrió con tristeza-, sin éxito. De hecho, en este momento me siento un poco perturbado por cómo la deseo.

Una leve sonrisa le asomó en los labios a Elspeth, su franqueza era encantadora.

– Yo también he pensado mucho en usted -le dijo, tras semanas de deseo involuntario, que ahora reconocía. Le tendió la bata-. Lo ves… estaba a punto de salir a buscarte pero no tenía ni idea de dónde mirar.

– Entonces te alegras de que haya entrado -le dijo arrastrando las palabras, volviendo a un terreno más familiar; una mujer deseándole era una constante en su vida.

– En contra del consejo de mi criada, debo añadir -comentó Elspeth.

Darley bajó las pestañas infinitesimalmente.

– Supongo que mi madre también preferiría proteger tu virtud.

– Y bien -lanzó la bata sobre una silla y le dirigió una mirada traviesa-. ¿Qué debemos hacer contra estas dos fuerzas del decoro?

La sonrisa de Darley iluminó la habitación, quizás el universo.

– Propongo que hagamos lo que nos plazca -arqueó las cejas-. ¿Cuándo zarpa tu barco?

– Con la marea de la mañana -echó un vistazo al reloj-. Eso nos deja seis horas.

Al principio Darley no se movió. Después de semanas de desencanto… aquella meta, difícil de alcanzar, estaba al alcance de la mano. Espiró suavemente.

– ¿Sabes cuánto tiempo llevo pensando en esto?

– En mi caso, desde Newmarket -le respondió ella, poniendo buena nota en compostura, ya que podía quitarle importancia serenamente a la violencia de sus sentimientos-. Disfruté enormemente del tiempo que compartimos allí.

– Esos días se han convertido en mi patrón oro del placer -le dijo Darley, con total sinceridad.

– Supongo que le dices lo mismo a todas las mujeres.

– Nunca -le dijo, sorprendiéndose a sí mismo… Las mentiras dulces siempre habían sido para él moneda corriente en el flirteo.

– Creo que es hora de cerrar con llave -dijo ella, como si hubiera timbrado su respuesta con el sello de la aprobación.

– ¿Hay prisa? -sonrió, confiado.

– ¿Sabes cuántas semanas han pasado desde la última vez que te vi?

– Cinco semanas, tres días, seis horas y media, más o menos.

– Entonces no juegues conmigo -ronroneó Elspeth. El recuento de horas y días era más seductor que el más ardiente poema de amor. No es que ella fuera suficientemente ingenua para esperar una sinceridad incorruptible en un momento como ése. En especial de un hombre como Darley, cuyo único interés era el placer. Pero esa noche sus intereses coincidían.

Porque al día siguiente ella se enfrentaba a una gran incógnita.

Y el día después tal vez nunca llegaría.

Lo observó mientras iba a cerrar la puerta del vestidor. Su belleza era notable, su audaz virilidad, legendaria.

Un pequeño escalofrío le recorrió vertiginosamente el espinazo.

Aquella noche era suyo.

Se movía con una gracia desenvuelta, sus espuelas tintineaban débilmente cuando caminaba. Llevaba el pelo, oscuro y reluciente, recogido por detrás del cuello alto de su casaca de montar, negra y de una finura extrema, hecha a medida, ciñéndole sus amplias espaldas. El chaleco, bordado y suave como la seda, le marcaba el estómago, duro y firme. Luego se giró y a Elspeth se le entrecortó la respiración cuando vio su erección incontrolada tensándole los bombachos de piel suave.

Las mejillas se le encendieron al instante, comenzó a sentir unas hondas palpitaciones, el ritmo de los latidos le resonaba en los oídos. Mientras él se acercó, una gratitud inconmensurable le llenó los sentidos. ¿Cuánto tiempo había esperado eso? ¿Con qué frecuencia había soñado en verlo otra vez?

– Quiero que sepas lo contenta que estoy… lo agradecida que estoy de que estés aquí esta noche -sonrió-. Una advertencia puede ser conveniente -le tendió las manos, temblorosas-. Temo que pueda ser insaciable o exigente, o ambas cosas.

– Yo también te lo advierto -le murmuró, alcanzándola, la acercó hacia sí y rozó los labios con los suyos-. Después de esperar tanto tiempo, no asumo la responsabilidad de mis actos. Golpéame fuerte si quieres que me detenga.

– Estaba convencida de que nunca volvería a verte -le susurró.

– He estado bebiéndome mi bodega sólo para intentar que fuera así -levantó la cabeza y sonrió abiertamente-. Sin éxito, como puedes comprobar.

– Estoy muy, muy contenta de que eso sea así. -Los ojos de Elspeth se anegaron de lágrimas.

– Calla, calla… no llores… no -le susurró-. Estoy aquí… He venido… estamos juntos otra vez -le lamió las lágrimas que le resbalaban por las mejillas-. Dime lo que quieras y lo haré.

Lo que ella quería nunca podría tenerlo, pero hipando, a través de las lágrimas, balbuceó:

– No… quiero… pensar… en mañana… eso es… lo que quiero.

– No lo haremos -le dijo, con voz ronca y grave-. Voy a darte un beso y tú me vas a besar y…

– Y un instante después… me harás… el amor -frotándose los ojos con la manga, sorbió y, con los ojos hinchados, se encontró con su mirada-. Y… es… una… orden.

Él ya estaba arrancándole las enaguas de dormir, más que satisfecho de prescindir de los preliminares… Su orden de sexo inmediato estaba en sintonía con sus propias preferencias.

Ella levantó los brazos de buena gana. Después de pasar una larga tarde en la sala de estar deseando estar con él… lo que le apetecía es que todo se desarrollara con cierta agilidad.

– Sé que debería mostrarme recatada y. modesta, agradecida por su atención pero…

– Dios mío, no -le dijo interrumpiéndola-. ¿Por qué querría eso?

– Porque las mujeres no deberían llevar la voz cantante -le respondió con su voz amortiguada por la tela de batista que se deslizaba por encima de su cabeza.

– Au contraire, estoy sumamente contento de que lo hagas y aún más contento de estar de nuevo contigo -le dijo con más vehemencia de la que pretendía.

– ¿No tengo que disculparme?

– ¿Por querer hacer el amor conmigo? -le dijo, dejando caer su vestido en el suelo-. No lo creo -le deslizó las manos alrededor de la cintura, la sentó encima de la cama. Su nueva delgadez era más evidente sin aquella infinidad de enaguas que llevaba puestas y el vestido con volantes-. Sin duda alguna, has perdido peso. ¿Has estado enferma?

– Sólo si para ti el sentimiento de nostalgia es una enfermedad -y le sonrió-. He montado a caballo horas y horas, intentando olvidarte.